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El padre del nacionalismo serbio moderno, el escritor Dobrica Ćosić, definió la pérdida de Kosovo como una amputación sin anestesia. Su propuesta ideológica, de la que bebió el serbianismo radical durante los años de la descomposición de Yugoslavia, había nacido como respuesta al desafío autonomista de la minoría albanesa en Kosovo. Aunque una década más tarde los medios occidentales dieran más bombo a la guerra de Bosnia y Herzegovina, en realidad, el verdadero motor de la radicalización nacionalista en Serbia siempre fue Kosovo y Metohija (KiM). Eso tiene su lógica en la propia dinámica de la confrontación que se vive desde hace décadas en la región. Porque en el fondo, muchos años después, el cul-de-sac de Kosovo sigue siendo la colisión de dos derechos enfrentados: el derecho democrático y el derecho histórico. Y en cada nuevo estallido, como la crisis a la que asistimos estos días, se hace más evidente la difícil reconciliación entre ambos frentes que solo podrá resolverse (o no) mediante el arte de la diplomacia. El derecho democrático de la mayoría albanesa a la autodeterminación es sobradamente conocido y, de hecho, cuenta con la connivencia de una amplia mayoría de la comunidad internacional. Sin embargo, ¿de dónde nace el derecho histórico del pueblo serbio a la preservación de ese territorio, considerado como parte inalienable de su integridad nacional?
Para comprender lo que supone la pérdida de Kosovo para Serbia, hay que remontarse al período de asentamiento de las tribus eslavas en la península balcánica, entre los siglos VII y XII. La mayoría de esos grupos fueron barridos por otros pueblos bárbaros como los ávaros y los longobardos, y solo los croatas y los serbios lograron sobrevivir, ahuyentar a los enemigos y consolidarse en el territorio. Desde entonces, los eslavos permanecieron diseminados por el territorio con un poder descentralizado y sin una estructura social rígida.
El fin de las guerras y el inicio de la transición democrática en los distintos territorios de la exYugoslavia ha ido desplazando paulatinamente el idealismo en favor del pragmatismo
Varios caudillos trataron de hacerse fuertes en los diferentes protoestados que se iban formando, como Zeta, Hum y Duklje (entre los que hoy es Croacia, Bosnia y Montenegro). Sin embargo, la creciente presión de los reinos e imperios florecientes como Hungría, Bizancio y Bulgaria pusieron de manifiesto la necesidad de un poder centralizado para la supervivencia de los serbios. La oportunidad llegó en 1166 con la entronización de Stefan Nemanja, que bajo su mando único unificó los territorios dispersos tomando como centro la región de Raška, en la actual Kosovo. La acción diplomática de Stefan Nemanja permitió consolidar unas primeras estructuras de estado que fueron la base para la construcción del posterior imperio serbio medieval, a manos de sus descendientes, la dinastía Nemanjić.
Si Stefan Nemanja fue el padre del estado serbio, su hijo Rastko, canonizado como San Sava, fue el padre espiritual. Stefan decidió dejar las riendas del estado a su segundo hijo Stefan, que fue coronado oficialmente como el primer rey serbio (Stefan Prvovenčani), mientras que a su primogénito Vukan y al más joven Rastko les legó algunos territorios. Rastko renunció a ellos y peregrinó hasta la Montaña Santa, en Grecia, donde se ordenó como monje y, junto a su padre, canonizado como San Simeón, levantaron el monasterio serbio de Hilandar. Las turbulencias políticas en el reino de Stefan, enfrentado a su hermano Vukan y desafiado por los poderes externos, hicieron que San Sava volviera en repetidas ocasiones a Raška para apoyar a su hermano. Además de ayudar a consolidar el poder político de los serbios en el nuevo Estado, San Sava promovió la construcción de lugares sagrados en el actual territorio de Kosovo y, junto con una prolífica producción literaria, orientada a normativizar los procedimientos litúrgicos y la vida monacal, puso la primera piedra de la llamada iglesia ortodoxa serbia (Srpska Pravoslavna Crkva).
Historia
Historia Titomanía: Así se forjó el mito de Yugoslavia
Por lo tanto, Kosovo está en el origen mismo del estado serbio y de su dimensionamiento espiritual. Su consagración como cuna de la nación serbia llegaría mucho tiempo después y lo haría de la mano del mito, la transmisión oral de la leyenda que convierte a los serbios en un pueblo elegido. En 1389, en los campos de Kosovo Polje, tuvo lugar la batalla entre los ejércitos cristianos, comandados por el príncipe Lazar, y el ejército turco, liderado por el sultán Murat. Aquella derrota marcó el principio del final del imperio serbio, que sin embargo aún logró sobrevivir algunas décadas. Desde entonces se empezaron a contar leyendas sobre la batalla de Kosovo que llegaron de boca a oreja hasta el siglo XIX, momento en el que el floreciente movimiento romántico recogió la tradición oral y la plasmó en el ciclo poético kosovar, enmarcado en el género épico. Es entonces cuando nace realmente el mito de Kosovo como esencia del pueblo serbio.
Dice la leyenda que en vísperas de la batalla San Elías descendió ante el príncipe Lazar para darle a escoger entre la derrota y el reino celestial, o la victoria y el reino terrenal. El comandante de los ejércitos cristianos escogió la derrota y, con ello, el pueblo serbio entró para siempre en el reino celestial desde el cual está llamado a la gloriosa misión de recuperar algún día todos sus territorios perdidos. Desde entonces, se consideran un pueblo eterno portador de una misión histórica. Esa fue una poderosa arma ideológica para el nacionalismo radical de finales de los ochenta, que de la mano de Slobodan Milošević celebró su bautizo de fuego en el aniversario de la batalla de Kosovo, en el mismo lugar donde Lazar había derramado su sangre 600 años atrás.
Toda la movilización del nacionalismo serbio en las guerras yugoslavas de los noventa estuvo fundamentada en el revisionismo histórico y el poder cegador del mito. Y aunque eso funcionó durante algunos años, el fin de las guerras y el inicio de la transición democrática en los distintos territorios de la exYugoslavia ha ido desplazando paulatinamente el idealismo en favor del pragmatismo, y el peso de la historia en favor del progreso y la estabilidad. Porque, de hecho, los albanokosovares también tienen su propia versión de la historia. Estos reivindican Kosovo como su tierra ancestral, Dardania, que les sirve para conectar su origen con la vieja estirpe ilírica. Ese elemento cohesionador inspiró en 1878 la fundación del primer movimiento nacional, la Liga Albanesa, que consideraba a los šiptari (albanokosovares) como descendientes directos de las primeras tribus de Kosovo y a los serbios como un pueblo invasor que construyó sus templos sagrados sobre las viejas ruinas de las iglesias ilíricas. Todos los vestigios arqueológicos descubiertos en la antigua zona de Raška contradicen categóricamente esa teoría, y demuestran que el primer pueblo asentado en Kosovo, con unas estructuras de poder y el desarrollo de una sociedad incipiente con sus expresiones culturales y religiosas, fue el serbio.
La demonizada Serbia se ha convertido en el garante de la estabilidad en la región. Y, poco a poco, empiezan a asumir que su integración en Europa y la búsqueda de un nuevo porvenir lleva implícito alguna forma de reconocimiento de Kosovo
Pero eso ya poco importa, porque el futuro de albaneses y serbios en Kosovo pasa por un entendimiento que va más allá del esencialismo histórico. Los que estos días frivolizan sobre un posible estallido bélico en Kosovo ignoran el denodado esfuerzo que durante muchos años llevan haciendo los serbios para enfrentarse a su pasado más reciente, asumir ciertas realidades y renunciar a dogmatismos que no harían más que devolverlos a la aciaga década de los noventa. De forma paradójica, la demonizada Serbia se ha convertido en el garante de la estabilidad en la región. Y, poco a poco, empiezan a asumir que su integración en Europa y la búsqueda de un nuevo porvenir lleva implícito alguna forma de reconocimiento de Kosovo como entidad independiente (por ahora lo llaman “compromiso”). Más allá de la forma en la que los serbios acaben reconociendo la independencia del nuevo estado, la importancia radica ahora en si el gobierno de Kosovo está dispuesto a proteger con garantías la integridad de la minoría serbia y su patrimonio cultural. Porque si bien es verdad que en la colisión de derechos la democracia va ganando a la historia, también es importante entender que cualquier entendimiento pasa por el respeto al derecho histórico del pueblo serbio y la conservación de su patrimonio.
Ningún otro escritor consiguió plasmar con tanta vivacidad la gran tragedia serbia del siglo XX como Dobrica Ćosić. Una de sus obras maestras es la tetralogía Vreme Smrti [El tiempo de la muerte], un majestuoso fresco sobre el funesto destino del pueblo serbio en la primera guerra mundial. En la primera de las novelas, un comité de crisis, encabezado por el presidente Nikola Pašić y el regente Aleksandar Karađorđević, analiza la desesperada situación de Serbia en los albores de la contienda. Con el ejército diezmado, ante la maquinaria de guerra austrohúngara y sin el apoyo de los aliados, la única alternativa parece ser la propuesta de ingleses y británicos de entregar Macedonia a Bulgaria y formar un frente balcánico contra los alemanes. Sin embargo, embriagados de patriotismo, el presidente, el regente y los oficiales del ejército prefieren la derrota a la entrega de Macedonia. El único que les hace frente es el protagonista de la novela, Vukašin Katić, quien desde sus postulados occidentalistas considera que la supervivencia del pueblo serbio está por encima de la absurda discusión sobre las fronteras. El comité decide rechazar la oferta de los aliados y continuar la guerra hasta al final, entre los gritos de “traidor” a Vukašin Katić. He aquí como el autor captó la eterna disputa entre el idealismo, que a menudo ha conducido a las derrotas, y el pragmatismo, que siempre ha sido entendido como una traición. En la crisis de Kosovo que vivimos estos días, Serbia vuelve a encontrarse en la misma encrucijada, que lleva o bien hacia nuevas derrotas, o bien hacia dolorosas renuncias. Porque en esta tierra, la historia se repite una vez y otra como una pesadilla recurrente.
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Supongo que el comentario de "la propuesta de ingleses y británicos de entregar Macedonia" es un error. ¿Tal vez querría decir franceses y británicos?
Muy buen artículo. Supongo que este "idealismo nacionalista" también se encuentra presente en la guerra entre Ucrania y Russia.