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Tribuna
Las tres mil viviendas. Hoy hablamos de seguridad
El martes 15 de octubre se produjo un espectacular despliegue policial con agentes a caballo, drones y apoyo aéreo con helicópteros sobre las zonas más deprimidas de las 3.000 viviendas, la barriada sevillana más pobre del Estado. La realidad y el estigma constituyen esta periferia que se define por porcentajes como un 45% de las 35.000 personas que allí viven en paro, un 10% de las mismas que viven del narcotráfico, una renta media de 5.816 euros anuales y un 35% de absentismo escolar.
Tras los hechos, toca la reflexión. La presunta legitimación de las políticas de excepción se construye a partir de “representaciones del mundo en las que todo parece una ser una amenaza y las incertidumbres se convierten en miedo”, como explica Laurent Bonelli. Este autor describe los efectos desastrosos de las “nuevas” políticas securitarias en los espacios urbanos, exponiendo el caso de las periferias francesas (banlieus), como ejemplo de la incapacidad de los partidos y sindicatos obreros tradicionales por comprender la situación de los jóvenes desafiliados, instalados en la excedencia productiva, la inmediatez vital, las afueras de la vida. El sospechoso consenso de la izquierda y derecha en la adopción de medidas dirigidas al tratamiento de aquellos (llamadas compulsivas a la “responsabilidad individual”, al orden y la disciplina) ha supuesto un intento de gestionar con medidas policiales la complejidad social de tales comunidades.
Tales medidas constituyen políticas de segregación permanente y de coacción disciplinaria que tratan de controlar a las poblaciones y las formas de vida: la identificación de los grupos de riesgo no se puede distinguir de la erosión sobre el sistema de subsidios sociales acentuada en las últimas décadas por los gobiernos de corte neoliberal. El principio de prevención funciona como un mecanismo de exclusión y de restricción de libertades: la estrategia de la tolerancia cero es su paradigma.
El origen teórico se encuentra en la doctrina de Kelling y Wilson, dos autores encuadrados en la criminología conservadora que parten de la siguiente hipótesis: formulada bajo la expresión broken windows: la degradación urbana consolida culturas criminales y comportamientos desviados. Debe acentuarse por ello la prevención de delitos, devolviendo a la policía una función de tutela del orden, que reprima comportamientos predelictivos y reinterprete los sentimientos difusos de la población, acentuando el discurso del clima de constante peligro. Como sabemos, Rudolph Guliani, alcalde de Nueva York desde 1994, introdujo tal estrategia policial en esta ciudad, de forma que comenzaron prácticas tales como el aumento discrecional de arrestos y registros, la persecución sistemática de infracciones administrativas como los grafitis, las formas agresivas de pedir limosnas, o el alejamiento forzado de los homeless de espacios como el metro.
Como explica Ramón Sáez siguiendo a Bauman, la sociedad postmoderna obedece al criterio de pureza conforme al cual es la capacidad de consumo la que construye la ciudadanía
Además del aumento desmesurado de comportamientos abusivos de la policía, del racismo institucional de tales prácticas y de los altos niveles de impunidad ante los delitos de los agentes, (como reflejó el Informe de Amnistía Internacional de 1996), cabe además el propio cuestionamiento de la estrategia referida como tal “política criminal”.
En ese sentido, y desde una cierta autocrítica a los planteamientos garantistas tradicionales, algunos autores han formulado la defensa de un nuevo modelo bienestarista, desde la crítica a la implantación compulsiva en Europa de estos modelos de seguridad ciudadana, apostando por una política criminal que se someta a criterios de utilidad y eficacia de forma que acredite su utilidad real frente a otros instrumentos (que se entiendan menos lesivos).
Entiendo, sin embargo, que la verdadera potencialidad reside en aquellos discursos que cuestionan el propio término, impugnando directamente el modelo de falsa seguridad ciudadana que actúa en detrimento de los derechos y apostando en cambio, por un modelo de auténtica defensa en la seguridad de los derechos de todos los ciudadanos.
Resulta imprescindible decir, como explica Alessandro Baratta, que este último es el único modelo legítimo, en la medida en que corresponde con la validez real de las normas contenidas en la constitución del Estado Social de Derecho y que abarca por tanto mucho más que la restringida “lucha contra la delincuencia” (que se reduce progresivamente al control de los excluidos) y genera la posibilidad de luchar contra la exclusión social y los mecanismos propios generadores de esta en la globalización neoliberal de la economía.
Los modelos referidos y superpuestos explican bien las diferentes formas de incidir en tal lógica de exclusión: el primero y dominante, tecnocrático, partiendo de la desigualdad como premisa contribuye a la misma al construir una política que reduce la seguridad al control sobre la población que ocupa papeles precarios o nulos del proceso productivo. Como explica Ramón Sáez siguiendo a Bauman, la sociedad postmoderna obedece al criterio de pureza conforme al cual es la capacidad de consumo la que construye la ciudadanía: el modelo expuesto utiliza al derecho penal como un instrumento que limpia la suciedad generada por las capas de población que quedan excluidas de la opulencia.
Por el contrario, el modelo democrático impugna la política como espectáculo, reivindica a los ciudadanos como auténticos actores políticos y por ello, defiende la única concepción válida de la seguridad, la pública, que opta por la protección y realización efectiva de los derechos de todas las personas. Respecto al ámbito de la política criminal, incide intensa y específicamente en el castigo de los delitos cometidos por grupos poderosos, al entender que la seguridad queda garantizada cuando la ciudadanía queda protegida frente a las acciones con auténtico desvalor social, es decir, aquellas derivadas del proceso de valorización del capital en las condiciones impuestas por la desregularización neoliberal de la economía (sobre la posibilidad de admisión expansiva del derecho penal dirigida al castigo de las actividades de tales sectores, ver Gracia).
El modelo de seguridad en los derechos implica, en resumen, un “proceso de construcción de una política de la ciudad, con un real autogobierno democrático y presidido por una comunicación política de base” (Baratta).
Tal política de la ciudad resulta hoy por hoy una propuesta utópica en nuestros espacios urbanos. Las metrópolis postfordistas, representativas del modelo securitario, se constituyen a sí mismas como dispositivos de vigilancia, en los que la escala social se estructura en función de la capacidad de acceso (o de salida) de determinadas zonas. Las metrópolis “separan en su interior espacios de reclusión que desarticulan violentamente la multitud, diferenciando selectivamente las posibilidades de movimiento e interacción”.
Es por ello, que, una vez más, debemos fijarnos en los propios movimientos sociales que señalan con agudeza que la vía de reconstrucción no pasa por una inversión en mayores contingentes policiales, sino en la reivindicación de servicios públicos reales como la sanidad, la educación, la justicia, a los que los ciudadanos de las 3.000 tienen todo el derecho, a no ser que les consideremos como vidas desechables.