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¿La muerte del innovador?

El director ejecutivo de las grandes multinacionales de la tecnología debe proyectar una imagen de unidad e integridad para enmascarar el fenomenal pastiche que conforman hoy las herramientas digitales compuestas.
Oracle
Oficinas de Oracle en California (EE UU). Foto de Sasa Mutic (Flickr).
27 feb 2024 05:42

Una de las muchas contradicciones presentes en el campo ideológico de Silicon Valley y de sus satélites es la que existe entre la fe en la descentralización y la seducción de estas empresas tecnológicas por el «liderazgo» empresarial. Identificar a las empresas por los apellidos de sus directivos –Altman en el caso de OpenAI, Ellison en el de Oracle, Zuckerberg en el de Meta– se ha convertido en jerga en el sector tecnológico. En la prensa especializada prevalece la sensación de que estos nombres sirven como sinónimos más que como metonimias, como si el individuo que encabeza la corporación fuera también la bisagra sobre la que gira su éxito o fracaso. Las adquisiciones fallidas, las brechas de seguridad y los problemas de monetización de Yahoo a lo largo de la década de 2010 se asociaron de forma indeleble con su consejera delegada, Marissa Mayer. El regreso triunfal de Apple, prácticamente en estado de quiebra a finales de década de 1990, se atribuyó al legendario golpe de mano protagonizado por Steve Jobs en su consejo de administración.

Los directores ejecutivos no siempre ocuparon un lugar tan privilegiado en la cultura empresarial mundial. En opinión de Rakesh Khurana, profesor de la Harvard Business School, los dirigentes empresariales fueron en otros momentos tan anónimos para la opinión pública «como lo eran sus secretarias, chóferes y limpiabotas». En su trabajo de 2002 Searching for a Corporate Saviour: The Irrational Quest for Charismatic CEOs, Khurana describe la cambiante función práctica y simbólica de estas figuras desde finales del siglo XIX. Los titanes primigenios de la industria –los Carnegie y los Rockefeller, los Henry Ford o los Charles Eastman, así otros grandes dirigentes empresariales– adquirieron notoriedad pública por su construcción de imperios, por sus innovaciones técnicas y de gestión, por sus esfuerzos filantrópicos y por su agitación antiobrera. Encarnaban un tipo de autoridad carismática weberiana claramente burgués en virtud de la cual la acumulación de riqueza se consideraba como una recompensa divinamente ordenada por su excepcional ética del trabajo. A mediados del siglo XX, sin embargo, esta imagen se había transformado a medida que el desarrollo de rutinas, procedimientos, leyes y normas corporativas conducía a una forma reconociblemente moderna de autoridad legal o racional.

En ese momento, el magnate se reencarnó en administrador capaz. Aunque Khurana lo atribuye al ascenso de tiranos como Hitler y Mussolini, que hicieron estallar el «mito del hombre hecho a sí mismo», una explicación más exhaustivo podría establecer una conexión entre el director ejecutivo de mediados del siglo XX y los principios de gestión formal del taylorismo. La apelación a la racionalidad y a la eficacia despersonalizó el sometimiento del trabajo por el capital. La explotación ya no podía ser personificada por el barón de la empresa, puesto que las condiciones existentes en el lugar de trabajo eran el resultado de un sistema de análisis, cálculo y planificación éticamente neutro y similar a la norma legal. Aunque los trabajadores organizados siguieron rebelándose contra el «jefe de paja» de la fábrica fordista, durante la década de 1950 la escala cada vez mayor de las operaciones empresariales, así como la suplantación de los empresarios y sus herederos por los accionistas y, posteriormente, por los consejos de administración y los equipos directivos, contribuyeron a dar paso a un período durante el cual el director general delegaba gran parte de las operaciones diarias visibles de la empresa.

Los magnates de la tecnología han necesitado proclamar ambiciones de cambio de paradigma para su trabajo y han buscado formas creativas de narrarlas, dando lugar a un fenómeno literario

En la década de 1980 las condiciones estaban maduras para que se produjera otra transformación. Los efectos provocados por el comportamiento alcista quinquenal del Dow Jones, seguido de la senda de aumento de las cotizaciones bursátiles mucho más prolongada de la década siguiente, se reflejaron en la fortuna de los fondos de inversión. Después de que el Congreso estadounidense aprobara la Revenue Act de 1978, que legalizó y popularizó los planes de pensiones de contribución definida gracias a generosas exenciones fiscales —los famosos planes de pensiones 401(k)—, el dinero fluyó a estos vehículos de inversión colectiva, lo cual significó que el capital de los inversores no profesionales o «de a pie» comenzó a canalizarse hacia una gama diversificada de acciones de innumerables empresas, lo cual tuvo dos consecuencias importantes: proporcionó una amplia demanda de títulos y fomentó un compromiso emocional generalizado con el comportamiento general del mercado de valores. Los medios de comunicación estadounidenses siguen dedicando una cantidad abrumadora de tiempo de antena a la evolución de los precios de las acciones; Donald Trump parece vincular a menudo el éxito de su presidencia al comportamiento del S&P 500, mientras que los fondos que replican la rentabilidad de este índice han aumentado su popularidad durante las últimas décadas entre la comunidad inversora internacional.

Todo ello permitió la rápida expansión de la prensa económica, con medios como CNBC, MSNBC y Bloomberg News fundados durante las décadas de 1980 y 1990 y la proliferación de innumerables publicaciones especializadas en información financiera, así como el surgimiento del nuevo y codiciado título de «analista bursátil». El periodismo económico se centró en los resultados a corto plazo de las empresas para las que el precio de las acciones constituía un barómetro claro y fácil de obtener. Naturalmente, como señala Khurana, esta cobertura siempre estuvo «teñida del sesgo individualista de la cultura estadounidense», centrándose en personalidades concretas en lugar de prestar atención a las estrategias complejas. La principal de ellas era el consejero delegado, la encarnación más visible del destino de una empresa.

Al mismo tiempo, las obligaciones del director ejecutivo empezaron a inclinarse netamente hacia las apariciones en los medios de comunicación, las cumbres de accionistas, las conferencias sectoriales, la presentación de resultados, las reuniones informativas individuales y otras responsabilidades, las cuales acabaron colocándose bajo el paraguas de las «relaciones con los inversores». El dirigente empresarial ideal era aquel que captaba la atención e inspiraba confianza a un número mucho mayor de partes implicadas o relacionadas de una u otra forma con la empresa. Quienes eran capaces de cumplir estas tareas eran remunerados con unos ingresos estratosféricos por su labor ejecutiva. Khurana describe el auge de los «directores ejecutivos procedentes de otras empresas» y el proceso por el que la búsqueda de un nuevo director ejecutivo ha pasado de ser una formalidad anodina, esto es, simplemente la constatación del inminente ascenso de un empleado veterano, que había escalado todos los peldaños de la empresa, para convertirse en un espectáculo mediático difundido a bombo y platillo.

Este periodo también fue testigo del renacimiento de la mitología del fundador-empresario, que, no por casualidad, coincidió con el boom tecnológico, así como del aumento significativo tanto de la popularidad de los modelos de financiación ligados al capital riesgo como del número de empresas que buscaban acceso al capital. En este entorno, los magnates de la tecnología necesitaban proclamar ambiciones de cambio de paradigma para su trabajo y buscaron formas creativas de narrarlas, lo cual se reflejó en el peculiar género literario surgido en esa época, que a día de hoy sigue en las listas de los libros más vendidos: la biografía o autobiografía empresarial evangelizadora.

Un elemento básico de este género, como señala Khurana, es mostrar cómo el sujeto alcanzó el éxito a pesar de los infortunios de los primeros años de su vida: el tartamudeo en el caso de Jack Welch de Chrysler, la dislexia de John Chambers de Cisco. Las hagiografías más recientes han seguido esta tendencia: el estudio de Walter Isaacson sobre Steve Jobs se detiene en la adopción en su infancia y el diagnóstico de cáncer de páncreas, mientras que el retrato de Ashlee Vance sobre Elon Musk explica los efectos del acoso escolar y la ruptura matrimonial en este «Tony Stark de la vida real».

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¿Podrá mantenerse el culto al «innovador» en la década de 2020? Pensemos en la presentación de Steve Jobs en la MacWorld 2007, una ceremonia pomposa en la que Apple anuncia sus próximos productos. En su discurso de apertura, Jobs enumeró los tres nuevos dispositivos que saldrían al mercado ese año: «un iPod con controles táctiles, un teléfono y un innovador dispositivo de comunicaciones por Internet», antes de levantar el velo para revelar que, en realidad, se trataba de las funciones de un único dispositivo híbrido, el iPhone. Este se ha convertido en el modelo predominante de la innovación tecnológica: lo que Jason E. Smith denomina la «navaja suiza del siglo XXI» en virtud de la cual las capacidades y recursos ya existentes se mezclan, se asimilan, se adaptan y se subsumen en herramientas compuestas multifuncionales. Los artilugios de consumo de las últimas décadas son quimeras ingeniosas que pueden recombinar y mejorar superficialmente funciones tecnológicas conocidas. En opinión de Smith, ello indica la ausencia sistémica del tipo de innovación revolucionaria que en su día transformó la vida cotidiana de la población en general —automóviles, ferrocarriles, electrificación, telecomunicaciones, fotografía y cinematografía— y que supuso importantes ganancias de productividad para la economía capitalista en general.

Hoy la reproducción de esta innovación por recombinación se verifica en el ámbito de la empresa. La muerte del laboratorio de investigación interno, que en su día personificaron instituciones como los Bell Labs o el Proyecto Manhattan, señala una estrategia organizativa que Nancy Ettlinger denomina «el paradigma de la apertura» en virtud del cual las empresas reducen o eliminan la inversión interna en I+D, optando por una práctica coordinada de innovación socializada caracterizada por el aprovisionamiento externo de investigación, tecnología y competencias. Al igual que el iPhone, la empresa tecnológica del siglo XXI se convierte en una herramienta compuesta, una colección heterogénea de patentes y licencias patentadas, de vendedores y proveedores contratados, de divisiones y equipos autónomos, de proyectos y marcos de código abierto, de integraciones de terceros y proveedores en la nube, de aplicaciones y plataformas nativas de navegadores y competencias educativas transferibles reunidas en una reserva corporativa transnacional. En medio de este flujo, el director ejecutivo debe proyectar una imagen de unidad e integridad. Sin embargo, cuando el valor de mercado de una empresa cae, el consejero delegado se revela como una unidad modular más de la panoplia de recursos.

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Artículo original: Death of the Innovator? publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Sebastian Budgen, «Un nuevo “espíritu del capitalismo”», NLR 2.
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