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Política
Yanina Welp: “A las mujeres se las mide todavía en el ámbito público con varas de medir que ya no proceden”
Se te mezclan emociones al conversar con Yanina Welp (Irazusta, Agentina, 1974) sobre el estado de las democracias y los discursos identitarios. Mientras escuchas sus lúcidas palabras y adviertes el peligro de la ausencia de política y de otras alternativas frente al ruido que nos acompaña, la piel se eriza asustada. Otras veces, cuando esta doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la UPF (Universidad Pompeu Fabra) e investigadora del Albert Hirschman Centre on Democracy de Ginebra defiende con convicción la política comunitaria, una pulsación similar a la esperanza asoma. A raíz de su libro Todo lo que necesitas saber sobre las democracias del siglo XXI (Paidós, 2018) y de su intervención sobre la brecha salarial entre hombres y mujeres en el Palau Macaya de la Fundación La Caixa, charlamos con ella para aclarar un poco qué está pasando.
¿Qué causas provocan la brecha salarial entre hombres y mujeres?
Se combinan algunos factores que sobrepasan el marco legal. Me refiero a los prejuicios típicos. A una mujer de treinta años se le ofrece menos sueldo porque se asume que tendrá hijos y que después faltará al trabajo.
¿En el ámbito académico sucede lo mismo?
Sí, y además estos prejuicios asoman en las formas de negociar. Los colegas varones socializan y se venden de otra manera. En cambio, las mujeres tienden a negociar como si ocuparan un lugar que no merecen. Todavía, en muchas empresas persisten parámetros del siglo pasado que condicionan la negociación de los salarios. Si tú vas a buscar trabajo a un bar, no está pautado qué se le paga a uno y qué a otro. Y en ese margen, la mujer queda más desfavorecida. Todo esto son generalizaciones, claro está, pero suceden. A pesar de que las cuestiones más jurídicas están resueltas, todavía permanecen otros aspectos informales y culturales en los que queda mucho por hacer.
¿El empleo ocupado por mujeres está más precarizado?
Sí. De hecho, existe una concentración de la mujer en los sectores de los servicios. Por eso, el empleo de las mujeres se ha visto más afectado por la precarización de estos sectores.
¿Y cómo cambiar esta precarización, estos prejuicios?
Debe haber más políticas, hay que visibilizar más el problema. En España, en política parlamentaria se ha avanzado mucho. Hay muchísimas mujeres y eso tiene sus efectos. Aunque hay análisis sobre los ministerios que señalan que el hecho de que entren más mujeres y una de ellas sea ministra, no implica necesariamente que otras mujeres vayan a ocupar ministerios. Son procesos lentos y multicausales.
Y, entonces, ¿qué se necesita?
Un cambio cultural, tener políticas más claras y fuertes. A las mujeres se las mide todavía en el ámbito público con varas de medir que ya no proceden. Hay que elevar el nivel del sentido común. No estoy a favor de regular en exceso, pero hay que tomar más conciencia y regular donde tiene sentido hacerlo. Creo en la presencia del Estado, sí, pero sin exceso de regulación.
En un diálogo tuyo en el Palau Macaya apuntabas algo que resulta especialmente problemático sobre la vuelta al trabajo después de la maternidad.
Sí, es un momento muy duro porque las respuestas que se ofrecen son rígidas y se necesita cierta flexibilidad que permita no perder el capital humano que las mujeres aportan; y a la vez no causar daños emocionales, económicos o mentales por no ofrecer opciones adecuadas. En España los salarios son bajos, lo que fuerza a que los dos miembros de la pareja tengan que trabajar a tiempo completo para sostener el hogar. Enseguida surge una presión para que la mujer vuelva al mercado laboral, sobre todo si pensamos en la clase media. La mayor parte de las mujeres queda insatisfecha con las opciones que enfrenta.
Ha habido un problema en identificar los síntomas de la crisis de la democracia con la crisis misma. Y eso nos ha despistado mucho a todos
¿Y en Latinoamérica?
Las mujeres de las clases con menos ingresos trabajan siempre y están en la economía informal lo que permite compatibilizar con el cuidado de los hijos, pero no alienta el cambio cultural para que esto sea más compartido. Y encima, claro está, la informalidad repercute en las pensiones. Las mujeres siguen siendo las perdedoras en el mercado.
¿Hay más variables?
Sí, aquellas que se mueven por lo cultural, por lo informal, por las presiones. Por ejemplo, en España, muchas mujeres tienen menos hijos de los que desearían. Y otras enfrentan prejuicios por optar por no tenerlos. En todo este marco se debería regular más y mejor el mercado laboral y asumir que el cambio cultural obedece a variables complejas que exceden la regulación. En Alemania se permiten más meses de baja para compartir los cuidados o incluso, se puede pedir una baja más larga, aunque sea sin salario. Es decir, me dedico a cuidar durante un año sin cobrar, pero mi trabajo está garantizado. Aquí, no sucede igual.
Pensamiento
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¿Demasiada precariedad laboral?
Sí, contratos temporales, de un día, etc. Todo ello genera mucho estrés y repercute sobre la calidad de vida y la salud mental. Se genera un paquete explosivo. Y la brecha también se encuadra ahí.
¿Con la pandemia ha habido más retroceso?
Sí, es muy claro. Los datos más notables se han dado en América Latina, donde las cuarentenas han sido más largas. Y las más perjudicadas han sido las mujeres, tanto en el ámbito laboral como en el doméstico, donde han sufrido violencia de género. Una realidad complicada. En América Latina, si se mira la economía popular, resulta asombroso, para bien y para mal. Por ejemplo, en Argentina, donde el 50% de la población vive por debajo de la línea de la pobreza, las mujeres son los agentes más activos en sostener los hogares, y muestran una capacidad organizativa notable, asumiendo ese rol muy asociado a las mujeres de arremangarse y solucionar los problemas.
¿Crees que estamos capacitados para comprender el desgaste de la pandemia?
Todavía no podemos medir todas las consecuencias negativas en salud mental de la pandemia. Nos queda tiempo para evaluar sus dimensiones.
El proyecto de la UE de la década de los 90 no planteaba otras opciones, consistía solo en un paquete definido de políticas públicas que había que avalar, y porque, tal como se comunicaba, se producía el desastre, no parecía haber alternativa
Imaginaba esa respuesta. Junto a la problemática de la pandemia, asoma en el horizonte la crisis de nuestras democracias. Tú has estudiado este desgaste. Querría preguntarte por qué están amenazadas nuestras democracias.
Ha habido un problema en identificar los síntomas de la crisis de la democracia con la crisis misma. Y eso nos ha despistado mucho a todos. No hemos asumido lo que estaba sucediendo de fondo, el tipo de demandas y necesidades que se reclamaban. Nos hemos limitado a culpabilizar los liderazgos populistas y autoritarios, nada más.
Me pregunto qué ha pasado.
La negación de la política de los últimos años, sobre todo durante la década de los años 80 y 90 es parte del problema. Hay estudios que demuestran que la desigualdad viene aumentando a una velocidad notable. Mientras crecía la economía en el mundo, los grandes proyectos desarrollados desde los 80 hasta el reciente 2000, se planteaban como si no hubiera otra alternativa posible, sin otra posible opción. Soy europeísta, pero eso no significa que no pueda haber alternativas dentro del proyecto europeo. El proyecto de la UE de la década de los 90 no planteaba otras opciones, consistía solo en un paquete definido de políticas públicas que había que avalar, y porque, tal como se comunicaba, se producía el desastre, no parecía haber alternativa. El acercamiento entre sí de los partidos tradicionales de derechas y de izquierdas ejemplifica esta idea. Ahora este escenario ha cambiado radicalmente.
De la falta de alternativas a la indiferencia política. ¿Una fractura de la representatividad?
Sí, porque se crea la idea de que, votes a quien votes, siempre sucede lo mismo. Y además en un escenario de desigualdad creciente la política pierde valor, no sirve para cambiar nada porque parece no haber alternativas. Ahí surge la derecha radical e incendiaria, buscando culpables de los males en los otros. Todo se agrieta, incluso más, ya que la disputa estalla en el ámbito de la comunicación y las redes. Un ejemplo es el partido republicano de EE UU. Sus votantes blancos constatan que, tanto por la entrada de población como por sus patrones de natalidad, serán una minoría en 2050. ¿Y qué hacen? Creyéndose en peligro de extinción, empiezan a cambiar las leyes electorales para impedir la proporcionalidad y la representación del voto. ¿No tenían otra alternativa? Claro que sí, por supuesto que la tenían. Podrían defender otro modelo político incluyente, ampliar sus bases. Optaron por hacer lo contrario.
Se atrincheran en la identidad. De hecho, se percibe un auge de los discursos identitarios.
Exacto. El discurso étnico niega la política: o eres del grupo o no eres del grupo. Y ahí no puede haber política. En Francia sucede lo mismo. Toda esa negación de la política ha hecho emerger esos discursos radicales, unos relatos basados en esencias, que no conversan sobre qué comunidad política queremos construir, qué educación, qué sanidad, etc. Todo ese andamiaje que nos define como comunidad, pero que queda desplazado por la idea de ser ‘los verdaderos yanquis’ o ‘los verdaderos franceses’.
Soy ferviente defensora de la política comunitaria. Necesitamos teatros, bibliotecas, centros cívicos, espacios públicos, todo lo que construye comunidad política. Pero también creo que eso no basta
¿Nacionalismos en pleno siglo XXI en medio de una comunidad global? Cuesta conjugarlo.
Sí, y eso abre una especie de caja de pandora. ¿Sigue siendo válido el Estado Nación para organizar las vidas de las personas? No lo sé. Los marcos supranacionales de protección de los derechos humanos son avances, pero son muy limitados. Lo vemos en Europa con la hipocresía frente a la inmigración. Es alarmante. Ahora bien, aunque los avances sean limitados y precarios, sería peor no tenerlos. Por eso, los discursos del nacionalismo identitario son peligrosos, porque lo reducen todo a blanco o negro. En vez de esa reducción hay que comprender mejor qué es lo que ocurre.
¿Puede ser que la globalización desigual haya acrecentado la necesidad de pertenecer a un grupo?
Sí. En un mundo mediatizado, la pertenencia al grupo tiene un valor emocional que se define por la negación del otro. Hay que salir de las etiquetas y de las trincheras y profundizar de manera crítica. Comprenderlos para poder contrarrestar esos discursos.
En ese sentido, inquieta la evolución de la ultraderecha, deformando luchas como las del feminismo o presentándose como los defensores de la libertad. ¿Cómo puede ser que Marine Le Pen sea feminista?
La que sí se constata es que en la extrema derecha cada vez se incorporan más mujeres a sus filas. Isabel Díaz Ayuso y Rocío Monasterio me resultan recalcitrantes porque las escucho más que a Marine Le Pen, por una simple cuestión contextual. Sus discursos no soportan un análisis mínimo. No hay datos, no hay argumentos, solo slogans. En Ayuso es notable. Que sea la líder de una ciudad como Madrid resulta alucinante. Yo me pregunto cuánto tiempo va a sostenerse el caudal electoral de Ayuso. Ella estaba en decaída, pero al surgir la pandemia y elaborar un discurso liberal, parece que la ayudó. Hablo de ese discurso de la libertad tan peligroso y ensuciado. Es muy difícil que se pueda construir política así, porque se hace en función de la polarización y el maniqueísmo.
Pienso ahora en la discusión en la SER entre Pablo Iglesias y Rocío Monasterio. ¿Hay que debatir con la ultraderecha? ¿Hay que responderles?
Cuando tienes a la ultraderecha en las instituciones es que están dentro. Y hay que hablar porque representan a sus votantes. Ahora bien, hablar no es firmar pactos con ellos. El límite se ha marcado muy bien en Alemania. Hay que distinguir qué es hablar y qué es darles prensa. Hay que preguntarles con los datos en la mano.
Conclusión: ¿Están en peligro real las democracias? ¿Sube la ultraderecha?
Sí, las democracias están en declive. Eso está claro. Y que la ultraderecha está en auge, también. Necesitamos más cohesión social y esta empieza por la política comunitaria, en las ciudades. Donde hay más socialización, es más fácil politizar temas. Soy ferviente defensora de la política comunitaria. Necesitamos teatros, bibliotecas, centros cívicos, espacios públicos, todo lo que construye comunidad política. Pero también creo que eso no basta. Hay que ocupar las instituciones. Los movimientos sociales pueden instalar cosas en la agenda y producen cambios culturales, pero no cambian las instituciones. El poder institucional es clave y debe conseguirse, estoy convencida, articulando un discurso que gire no sobre identidades sino sobre la concepción de la ciudadanía y el proyecto político común. Ahí es donde se debe dar la pelea.