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Derecho a la vivienda
Feminismo y derecho a la vivienda: una alianza imprescindible
En la coyuntura actual y con un gobierno denominado progresista deberíamos poner toda la carne en el asador para presionar, codo con codo, movimiento feminista y movimiento por la vivienda, a fin de arrancar todos los derechos posibles en esta materia.
Instrucciones de lectura: este artículo fue escrito para un acto feminista, justo antes de la crisis abierta por Covid19, el virus que, como el niño del cuento que señaló al rey desnudo, está poniendo en evidencia la fragilidad extrema de una sociedad que lleva décadas intubada a una anestesia neoliberal. Hoy, inmersxs ya en una crisis económica y social que amenaza con elevar al cubo los efectos devastadores de la de 2008, tenemos la oportunidad de volver a despertar, como en el 2011, para exigir, de entrada, unas medidas que garanticen de manera efectiva el derecho a la vivienda. El Real Decreto-ley 8/2020 de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19 impone una moratoria al pago de deudas hipotecarias y una garantía de suministros de agua y energía a consumidores vulnerables. Bienvenidas sean. Pero ¿dónde se van a calentar y duchar todas las inquilinas e inquilinos (entre el 20 y el 30 % de la población) en situación de vulnerabilidad si no se suspende el pago de alquileres? De vuelta al contenido del texto que sigue, las demandas en materia de derecho a la vivienda asoman más necesarias que nunca y por eso no queríamos dejar pasar la ocasión de pediros apoyo para la petición al gobierno de suspender el pago de los alquileres mientras dure la crisis.
Como bien saben las más empobrecidas, el entramado comunitario que se fortalece día a día desde las relaciones de cercanía se traduce en redes de apoyo mutuo esenciales tanto para no perder los exiguos derechos que nos quedan, como para arrancar otros nuevos
Sí, parar desahucios es feminista
Uno de los dispositivos fundamentales de producción y reproducción de la relación de dominio patriarcal es la división sexual del trabajo. Esto significa simplemente que las personas “hechas”, que no nacidas, como mujeres (como bien explicó Simone de Beauvoir) hemos asumido históricamente el rol de sostener la vida. Así, mientras peleamos porque esta función se reconozca, valore, reparta y socialice, limpiar culos y educar a los peques, atender a familiares y amigas enfermas o tejer los imprescindibles entramados relacionales, no solo familiares, sino también vecinales y políticos, siguen siendo un asunto mayoritariamente femenino. Este papel tradicional tiene un enorme problema: al no estar valorado ni social ni económicamente, su desempeño sitúa a la mayoría de las mujeres (siempre con enormes asimetrías en función de clase, extranjería, racialización, identidad sexual y de género, etc.) en posiciones de mayor vulnerabilidad social. Si las mujeres nos enfrentamos, por un lado, con mayores dificultades de acceso a renta (y por ende, de mantener una vivienda) y todavía hoy asumimos, de forma impactantemente principal, las tareas de cuidados, el resultado es que el movimiento de vivienda tiene rostro de mujer. Las mujeres (solas, precarizadas, madres solteras, mayores, racializadas, con personas dependientes a cargo, con diversidad funcional…) somos, por lo tanto, las principales afectadas por la ausencia de un derecho a la vivienda efectivo. Pero las mujeres somos, también, protagonistas en la defensa de ese derecho. Porque sabemos que nos va la vida en ello. Literalmente. Así, en el Informe de ocupación de la Obra social de Barcelona de 2018, una de las encuestadas declaraba: “no me voy a quedar en la calle y que me quiten a mis niñas por estar en la calle. Si no hay otra opción y me tengo que meter de patada, me meto”.
Ahora bien, cuando se lucha por la casa no solo se quiere proteger cuatro paredes y un techo, ese hogar de valor incalculable donde se cultiva, material y psíquicamente, la imprescindible intimidad cotidiana. Cuando se para un desahucio se defiende, al mismo tiempo, los lazos que nos vinculan al paisaje, urbano y humano, que nos rodea. Porque, como bien saben las más empobrecidas, y más aún, en tiempos de precarización de la existencia, el entramado comunitario que se fortalece día a día desde las relaciones de cercanía se traduce en redes de apoyo mutuo esenciales tanto para no perder los exiguos derechos que nos quedan, como para arrancar otros nuevos. Frente a la ciudad neoliberal que pretende condenarnos a un sálvese quien pueda constante, una ciudad que ponga las condiciones de vida en el centro depende absolutamente de ese tejido social. Así nos lo enseñaron nuestras abuelas y madres, que en la década de 1970 lucharon con uñas y dientes por convertir aquellos barrizales a los que habían sido arrojadas, junto a sus familias, para cubrir las necesidades del capitalismo industrial, en verdaderos barrios con condiciones de vida dignas. Ellas lucharon por el derecho a la vivienda, a la salud y a la educación. Por el derecho a la ciudad. Ahora nos toca a nosotras impedir, con la misma fuerza y apuesta por lo común, que nos arrebaten esas casas, calles, barrios, centros de salud, educativos y sociales, convertidos en nuevos nichos de negocio de las élites financieras.
El movimiento feminista es uno de los movimientos políticos con más poder de trastocar el statu quo capitalista: por su enorme capacidad de movilización, por su increíble conquista del sentido común, por su transversalidad, por su escala internacional, por su carga subversiva
¿Por qué un horizonte social postcapitalista exige un movimiento feminista y un movimiento de vivienda entrelazados y poderosos?
El movimiento feminista es, en estos momentos, uno de los movimientos políticos con más poder de trastocar el statu quo capitalista: por su enorme capacidad de movilización, por su increíble conquista del sentido común, por su transversalidad, por su escala internacional. Pero también, y sobre todo, por su carga subversiva. Al poner en el centro la vida, esto es, las condiciones de su reproducción desde los bienes más básicos, como la vivienda, el alimento o el cuidado del medioambiente natural y urbano que habitamos, hasta el sostén de los entramados comunitarios capaces de defenderla, el feminismo interrumpe y cortocircuita las principales vías de acumulación del capitalismo financiero global.
Ahora bien, el motor de la especialización capitalista de esta provincia europea denominada España se alimenta de una economía financiarizada dedicada en cuerpo y alma al sector inmobiliario y turístico. ¿Qué significa esto? Pues que las élites financieras, el movimiento feminista y el movimiento por el derecho a la vivienda estamos luchando por lo mismo. Por las casas, los barrios, las formas de vida. Con una diferencia radical: lo que para el capital es bien de cambio destinado a la especulación infinita, para los movimientos de lucha por la vida es bien de uso, un bien de valor incalculable para preservar nuestra reproducción biológica, medioambiental, cultural y social.
¿Cual es el reto al que nos enfrentamos entonces? En la coyuntura actual y con un gobierno denominado progresista deberíamos poner toda la carne en el asador para presionar, codo con codo, movimiento feminista y movimiento por la vivienda, a fin de arrancar todos los derechos posibles en esta materia. El movimiento de vivienda lleva décadas proponiendo medidas concretas: desde la básica decencia de prohibir los desahucios sin solución habitacional a la necesidad de un parque público de viviendas en régimen de alquiler, pasando por la urgencia de recuperar para el bien común las casas públicas hoy privatizadas por la Sareb, de hacer real la dación en pago, de implementar frenos a los precios del alquiler o de poner fin a los procesos de gentrificación y turistización que depredan los barrios.
Para vencer a los fondos buitre, las entidades financieras y demás grandes tenedores de vivienda (incluida la clase media rentista), para que la inteligencia propositiva del movimiento de vivienda se haga ley, solo hace falta una cosa: que en el movimiento feminista apoye con toda su fuerza la palanca de cambio que transformará las actuales políticas institucionales de especulación en unas políticas públicas de derecho a la vivienda.