Opinión
El ruido y la Luna

Todavía en pijama, y sintiéndome un poco débil porque acaban de extraerme la vesícula, un órgano menor que hacía que mi cuerpo desafinase, le pregunto a mi madre qué es eso de la Luna y la Tierra.

Desde la cocina, llegan algunos ruidos que, aun siendo tímidos, me despiertan del letargo. No me molestan, al contrario, me sanan. Escucho cómo se abre la puerta de un armario, y temo por los táperes que siempre están a punto de caer; oigo el sonido de una taza chocando contra otra y el zumbido del microondas, que es nuevo y está muy blanco, pero hace el mismo ruido de insecto amenazante que el primero que pusieron mis padres en la casa familiar cuando yo tenía 13 años.

Me imagino la cocina de mi piso de alquiler limpia y recogida, los azulejos del suelo relucientes y el cubo de la basura casi vacío porque anoche sacamos una bolsa de desperdicio cargada hasta los topes y no ha dado tiempo a generar más. El pasillo también está barrido y el comedor despejado, pero yo sigo en la cama, medio dormida, escuchándola moverse de un lado a otro, como los gatos cuando anochece.

Oigo sus pasos cortos, los pomos que chirrían y que necesitan tres en uno o la acción certera de algún manitas, y el quejido de las bisagras de unas puertas que tienen casi veinte años, pero que no me disgustan y no quiero cambiar porque hacen juego con el color de la madera del suelo, que es oscuro y poco visto en los pisos de alquiler de Madrid. Me gusta mi casa pequeña, que no es mía, por supuesto, y me gusta oír cómo ella descubre mi orden y mi desorden al hacerse el desayuno en una cocina ajena. Pero sé que lo va a encontrar todo. No me cabe la menor duda. Al fin y al cabo, es mi madre.

Me laten las heridas de la barriga y las observo bajo las sábanas. Está todo en su sitio. Hasta mi cama llega el olor del café recién hecho y espero que mi madre me guarde un poco o que, un rato más tarde, hagamos juntas otra cafetera y la repartamos. Le propongo usar la italiana que es más grande, pero ella prefiere la más pequeña, aunque tengamos que encender la vitrocerámica cuatro o cinco veces cada día. El café nos pone en órbita. Mi madre es la Luna y yo soy la Tierra. O al menos así lo veo yo, después de leer una conversación en el grupo de la familia en la que mi hermano cuenta que necesita que los días sean más largos y mi madre le responde que, “con el tiempo, a medida que la Luna se aleje, el día será más largo y así sus deseos se cumplirán”.

Todavía en pijama, y sintiéndome un poco débil porque acaban de extraerme la vesícula, un órgano menor que hacía que mi cuerpo desafinase, le pregunto a mi madre qué es eso de la Luna y la Tierra. “Antes, la Tierra giraba el doble de rápido, doce horas por día o incluso cinco. Al aparecer la Luna, el día empezó a alargarse”. Me quedo boquiabierta, con el sabor del café todavía impregnándome los labios. “¿Y por qué?”, mando un audio al grupo sin entender nada. “Por la dinámica inicial del Sistema Solar”, responde mi hermano.

Pensativa, termino el café, que está fuerte y cargado, y observo a mi madre, que sigue colocando vasos en su sitio y plegando bolsas del súper en forma de triángulo equilátero. Con ella, el mundo se frena y los ruidos de los vasos entrechocando y del lío de bolsas se vuelven armoniosos y poco importan el exterior, el desánimo o la angustia.

Si yo soy la Tierra, ella es la Luna.

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