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Opinión
Francia: racismo fuera y dentro
En los últimos años hemos podido ver cómo nos llegaban noticias provenientes del país galo marcadas por las tensiones entre sociedad y Estado a partir de diferentes movilizaciones de amplio calado: chalecos amarillos, transportistas, pensionistas, etc. Hay que decir que la cultura de protesta en Francia tiende a ofrecer un tipo de enfrentamiento en el que quienes protestan llevan a otro nivel sus acciones —al menos en comparación con España), pero sobre todo en el que la fuerza policial es especialmente violenta a la hora de controlar o reprimir las protestas. De ahí que hayamos podido ver en todo este tiempo videos muy violentos de los choques que, desde el contexto español, resultan cuanto menos llamativos.
La última expresión de estas tensiones de protesta la hemos visto los últimos meses después de que un policía cometiera un nuevo asesinato racista contra Nahel, un joven racializado desarmado, tras dispararle durante un procedimiento policial cuando estaba en un coche. Este acto prendió nuevamente la mecha de una juventud racializada y migrante trabajadora agotada por el cerco policial con el que viven, por las condiciones materiales nefastas a las que están empujados y por el señalamiento constante de la institucionalidad y la sociedad blanco-francesa en su conjunto como chivo expiatorio de sus problemas, despropiando a todas estas personas de su condición identitaria francesa y estableciendo una correlación entre la blanquitud y la “francesidad” o, lo que es lo mismo, entre la racialidad en negativo y la extranjeridad/peligrosidad. Solo se es francés si eres una persona blanca/atea/cristiana bajo una cárcel identitaria esencialista racial que desecha todo lo demás.
Este señalamiento institucional se ha vuelto con los años, y a partir de nuevas leyes, un proceso cada vez más explícito. Un punto de inflexión fue la denominada “ley contra el separatismo islamista”, que sigue en la línea ya trazada del control de las mezquitas, o la prohibición del velo en espacios públicos, entre otras normativas que coartan la libertad de estas personas. Hoy nos encontramos con el anuncio de la prohibición de las “abayas” en las escuelas públicas, que vienen a ser túnicas vinculadas a las culturas islámicas. Estas son en última instancia prendas que no se reducen a simbologías religiosas, sino que ostentan un carácter cultural en el que no se limita su uso meramente a personas practicantes de diferentes confesiones musulmanas. Por el contrario, es una prenda que puede encontrarse en diferentes culturas y religiones de distintas formas.
La persecución de la población musulmana dentro del territorio francés se recrudece desde los marcos legales, fortaleciendo el racismo estructural contra colectivos que acaparan los peores indicadores de acceso a derechos políticos, económicos, sociales y culturales
Se normalizó hace tiempo el control de los cuerpos de las mujeres migrantes bajo la excusa de la defensa de las propias mujeres y la ceguera del feminismo blanco liberal. Mujeres blancas burguesas que aceptan premisas y discursos que señalan y violentan al resto de mujeres, asumen la infantilización de las “otras” mujeres y por lo tanto su tutelaje como un bien mayor a la vez que señalan a los hombres inmigrantes como sujetos en esencia violentos y naturalmente violadores.
Todas estas prohibiciones se producen además sin que se dé un ejercicio de pedagogía de los significados de estas prendas o de sus cargas simbólicas al conjunto de la sociedad. Y sobre todo sin que se permita a las poblaciones señaladas tener capacidad de decisión sobre las mismas, así como silenciando todo lo que tengan que decir sobre ello mediáticamente. Esto facilita que en términos generales el conjunto de la sociedad receptora de estos mensajes asuma sin una actitud crítica este tipo de normativas y políticas públicas. Por qué no vamos a negarlo, en general somos amplios desconocedores de todo lo que tiene que ver con las culturas islámicas y con la religión musulmana, pero nos permitimos validar las prohibiciones y legislaciones que van dirigidas directamente sobre ese conjunto de la población.
La persecución de la población musulmana racializada dentro del territorio francés se recrudece desde los marcos legales fortaleciendo la islamofobia y el racismo estructural contra unos colectivos que precisamente acaparan los peores indicadores de acceso a derechos políticos, económicos, sociales y culturales. Este marco de señalamiento ha recrudecido la violencia explícita y directa contra estás personas, especialmente las mujeres, y está fortaleciendo el terrorismo supremacista blanco, que cada vez más se ve legitimado por las retóricas políticas de los gobernantes. No obstante, el terrorismo de ultraderecha supremacista ha pasado a ser una de las principales amenazas del país.
Una ultraderecha que ha conseguido ir imponiendo su agenda, una agenda cada vez más asimilada desde diferentes sectores de la derecha y la socialdemocracia francesa. Así como desde una izquierda nacionalista afín a la ideología de la blanquitud que bajo la excusa del laicismo ha puesto en el punto de mira a las poblaciones racializadas principalmente musulmanas. Cómo en España, Francia también cuenta con su izquierda racista. No por nada, las encuestas han llegado a señalar que el 67% de la población francesa está preocupada por el reemplazo poblacional alineándose con las tesis supremacistas de la Teoría de la Sustitución.
Son las poblaciones originarias de las excolonias francesas quienes precisamente se ven más condicionadas y sometidos por marcos legales y simbólicos que las señalan
Son las poblaciones originarias de las excolonias francesas quienes se ven más condicionadas y sometidas por estos nuevos marcos legales y simbólicos que las señalan, las estigmatizan y en última instancia las privan de derechos. Porque el racismo nacional no se entiende sin su relación colonial y de continua subordinación neocolonial.
Esta relación neocolonial que perdura, y que se explica en parte desde los llamados pactos coloniales que vinieron con las independencias, en los últimos años ha venido a ponerse en cuestión desde diferentes países del continente africano poniendo en aviso a la antigua metrópoli. Ahí es donde nos encontramos ahora con la coyuntura en el Sahel, con la reacción de Mali en un primer momento, seguido de Burkina Faso y actualmente de Níger.
En el 2011 Francia lideró y promovió junto con Estados Unidos la intervención de la OTAN en la guerra de Libia provocando la muerte de Gadafi. Aquel que había sido un socio estratégico y comercial en el pasado (recordemos al condenado Sarkozy por recibir dinero de Libia) y que tenía controladas tanto la inmigración como la posibilidad de levantamientos de grupos terroristas en la región. En este proceso se armó a decenas de milicias que posteriormente terminaron en Mali con una capacidad armamentística y unos territorios cada vez más amplios, elementos descontrolados que propiciaron el fortalecimiento de toda esa fuerza terrorista. Justificaba así el país de la “Libertad, la Igualdad y la Fraternidad” operaciones militares como la Operación Barkhane y una nueva etapa de presencia militar francesa en la región en Mali, Burkina Faso o el Níger.
Los años sin los logros prometidos, el resurgir de una juventud cada vez más preparada pero con nulas salidas laborales y con una conciencia anticolonial histórica forzó que los golpes militares sucedidos en Mali (por doble partida) y posteriormente en Burkina Faso demandaran la salidas de Francia de sus territorios a nivel militar pero también en términos de las dependencias económicas a través del Franco CFA, las reservas de divisas de estos países en manos de París y el fin del expolio de sus recursos naturales. La ola se expandió hasta Níger.
Pero Francia no se puede permitir tal situación. Sus más de 60 centrales nucleares —de cuya energía Francia depende en un 80%— funcionan con uranio importado, procediendo de Níger casi un tercio del total. Ante esta realidad París no solo está buscando iniciar una guerra en la que defender sus intereses a partir de terceros. Sino que se niega a retirar sus tropas y a su embajador de este país como ha solicitado Níger.
Quizás la población francesa no es consciente o no dimensiona las consecuencias a nivel migratorio que tendría una intervención militar en Níger. O simplemente les da igual. Así, Francia convive perfectamente con una relación neocolonial con los países africanos a la vez que legisla sobre los cuerpos de muchas de estas personas que se ven obligadas a migrar a las (no tan) antiguas metrópolis minando sus derechos, señalándoles y poniéndoles en la diana de los discursos que limitan sus posibilidades de disfrutar de una vida digna. De esta forma, opera un reajuste y configuración constante del racismo en función de sus intereses en un plano nacional e internacional, que vienen a ser similares a los intereses de un pasado no tan lejano.