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Cuando era un niño, desde diversos ámbitos, ya conocía lo que era el cambio climático y los desastres que en el planeta podría causar este proceso. No eran pocas las semanas, los días, en los que la prensa sacara apuntes negativos sobre la situación de los casquetes polares, el agujero de la capa de ozono (¿os acordáis cuando se hablaba de esto?), el aumento del nivel del mar, la tala masiva en el Amazonas o cualquier otro evento que pusiese en jaque la estabilidad de nuestra casa, si es que podríamos estar estables de por sí.
Aquella narrativa apocalíptica me causaba un malestar y una preocupación acordes a las de un infante, pero confiaba en lo que todos los medios contaban al mundo: el cambio climático sería, por decirlo de una forma simplista, problema de las generaciones venideras. El azar divino quiso que nuestra existencia no se basara en el sufrimiento de un mundo dantesco, sino en el compromiso de cambiar radicalmente nuestro modo de vida para evitar, o en la medida de lo posible, mitigar, a las siguientes generaciones de tal espantoso panorama. Estábamos, pese al esfuerzo que conlleva sustraernos de las comodidades y necesidades del ser humano contemporáneo, a salvo. Pues resulta que no. No estamos a salvo.
Cuando todavía persiste en la memoria la destrucción del Katrina, Irma barrió por su paso todo lo que encontraba, causando innumerables daños materiales y pérdidas humanas
Las predicciones simplistas de las últimas dos décadas se han quedado en papel mojado al descubrirse muy empíricamente que el cambio climático es un problema real y presente. Personalmente, pondría el ojo en los últimos cuatro años para dar cuenta de una aceleración importante de este fenómeno, coincidiendo con un Niño (fenómeno climático asociado a una anomalía de temperatura en la corriente del Pacífico, contrario a la Niña) muy fuerte que produjo un calentamiento récord en el planeta, sumado a otros desastres como el de las costas de Perú.
Centrándonos en España, los problemas del calentamiento del planeta son palpables en cuanto nuestro país es frágil a este fenómeno. Las sequías (actualmente padecemos la peor en cuarenta años, con los embalses a una media del 40% de su capacidad) o las continuas olas y episodios de calor, provocan una reacción inmediata sobre la agricultura, las ciudades y, en definitiva, sobre nuestros modos de vida. Según las predicciones para las próximas décadas, el aumento de la temperatura conllevará el traslado de los viñedos cada vez más al norte, al tiempo que el sur será progresivamente más cálido y árido hasta adoptar las características climáticas del norte de África (he de recordar que localidades como Córdoba sufrieron altísimas temperaturas del orden de 46ºC durante varios días el último verano). Prueba de ello es el otoño actual; previsiblemente será uno de los más calurosos jamás registrados en nuestro país (el más caluroso fue 2014) y de los más secos, algo que no ayuda a la agricultura. Con el paso de los años vamos percibiendo que la chaqueta pasa cada vez más tiempo en el armario, y es que es un problema bastante duro para nuestro ecosistema.
Las predicciones simplistas de las últimas dos décadas se han quedado en papel mojado al descubrirse muy empíricamente que el cambio climático es un problema real y presente
El golfo del Caribe ha sufrido el peor huracán nunca visto hasta ahora. Cuando todavía persiste en la memoria la destrucción del Katrina, Irma barrió por su paso todo lo que encontraba, causando innumerables daños materiales y pérdidas humanas. La India sufre cada año olas de calor superiores a los 50ºC y, en la época de los monzones, lluvias torrenciales que destruyen prácticamente todo. Japón sufre cada vez tifones más virulentos con una capacidad de destrucción progresiva, a lo que se ha de sumar la radiación de Fukushima (ni la han podido sofocar ni tienen ni idea de cómo hacerlo).
La conservación del planeta es tarea de todos. Todos somos inquilinos y tenemos su usufructo (que no su propiedad), por lo que ayudar a mitigar este fenómeno es nuestro deber y nuestra responsabilidad. No hacerlo es, directamente, ser un irresponsable.
Texto: Víctor Marrero | Ilustración de El Teto