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Filosofía
La sombra del esclavo
Callar ante una pregunta es como el rebotar de un arma contra el
escudo o la armadura.
Elias Canetti
Es conocida la escena del diálogo platónico Menón en la que Sócrates, a través de su método de pregunta y respuesta, consigue que un esclavo resuelva un problema que requiere conocimientos de geometría: trazar a partir de un cuadrado dado otro que tenga el doble de superficie que el primero. El método socrático demuestra a través de hábiles preguntas que el esclavo es capaz de razonar los principios de la geometría y trazar el segundo cuadrado sobre la diagonal del primero. La tantas veces rememorada escena del diálogo merece aún un comentario por parte del filósofo Jacques Rancière en la obra El maestro ignorante, al hilo de la teoría pedagógica del francés Joseph Jacotot. El método socrático, la mayéutica, es el contrapunto de la llamada «enseñanza universal» de Jacotot. En el diálogo, Sócrates lleva de la mano al esclavo, lo guía hacia adquisición de un conocimiento, pero ese conocimiento no hace al esclavo más libre, no lo emancipa de modo alguno, sino que lo hace consciente de su propia ignorancia, de que necesitará siempre caminar cogido de la mano de alguien. En el diálogo, el razonamiento del esclavo sirve para reforzar la lección de Sócrates. La de Jacotot será la lección del alumno, lección que, finalmente, lo liberará del maestro.
Señala Rancière que no es el proceso ni el método lo que emancipa, sino el principio, el punto de partida. El principio del método de la enseñanza universal es la igualdad de inteligencias, igualdad que debe ser verificada en cada caso, para no acabar desgajada en la boca como tantas otras buenas intenciones. La enseñanza universal toma así la forma de la emancipación intelectual. Sin esta igualdad no sería posible la inteligencia. Las respuestas disciplinadas y monosilábicas que el esclavo da al maestro interrogador siguen la estructura de la obediencia, lo anclan en el círculo del aprendizaje que tiene como centro la propia carencia de la desigualdad. La verdadera construcción del conocimiento no se produce a partir de las respuestas que damos a preguntas ajenas, sino desde el propio modo en que nosotros mismos interrogamos al mundo.
¿Cuántas preguntas nos quedan por hacer? ¿Cuál es la verdad que nos hace falta? Nuestros expedientes académicos dicen que sabemos más de lo que nuestros padres llegaron a saber nunca. ¿Nos hace este conocimiento más libres, más capaces? El sabio atonta -nos dice Jacotot- al hacer creer a los alumnos que nunca podrán caminar sin él, al hacerse imprescindible. La escuela de los atontadores es la que institucionaliza el orden de la desigualdad, la que torciendo la enseñanza, tiene como fin la instrucción del pueblo pero nunca su emancipación como principio. Este saber que no nos emancipa ni hace más capaces es el mismo que nos convierte en predecibles clientes y consumidores. La tecnocracia, que avanza en el camino del monopolio del saber, necesita una estructura de docilidad que la posibilite, la misma que nos hace caminar una y otra vez por las respuestas conocidas, que nos hace varar en la orilla de cualquier cuestión preliminar, en la orilla, en definitiva, de nosotros mismos. Pero, ¿cómo salir del círculo de un conocimiento ya convertido en sumas y restas de créditos múltiplos de dos, tres o cinco a escoger dentro de unos itinerarios de la formación permanente, continua, eterna? ¿Cómo dejamos de bailar el baile de la especialización y la competitividad en esta noche que parece no tener fin? Quién sabe si dejar sin respuesta, callar ante la pregunta pueda hacernos salir del círculo de la incapacidad que trazan diariamente los discursos autorizados con los que los expertos analizan la realidad y determinan las condiciones de enunciación de nuestra vida, la nuestra, sin nosotros. Liberarse del experto es la lección que nos descubre finalmente nuestra enseñanza.
Y es en el joven esclavo de Menón en quien pienso ahora, esclavo que por no tener no tiene ni nombre. «Esclavo», nos dice, sin más, el diálogo. Y lo veo soltarse de la mano de Sócrates, poniendo un pie fuera de ese círculo. «Tengo un nombre», dice el esclavo alejando de sí el gigante que le hace sombra, reclamando la libertad en la afirmación de su nombre. «Ya sabemos», decimos nosotros cogiendo con las manos la palabra, capaces de hacer eso que habíamos olvidado que sabemos.