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Literatura
Alejandro Zambra: “Escribir es escribir mal, equivocarse”
Acude a la entrevista Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) durante uno de los últimos días de unas semanas pasadas en España, en un viaje a medio camino entre las vacaciones y el trabajo, con su esposa, la también escritora Jazmina Barrera, y el hijo de ambos, Silvestre. El niño es el verdadero protagonista del último lanzamiento de Zambra, Literatura infantil (Anagrama, 2023), un curioso libro que contiene varios relatos y, especialmente valioso, un diario con anotaciones del padre al hijo durante el primer año de vida del retoño.
Esas notas, de índole diversa, configuran algunas de las preocupaciones (¿obsesiones?) de un autor que gusta de reflexionar sobre el objeto de su trabajo y el lujo del lenguaje. Cuando Silvestre tiene 83 días, Zambra le explica de qué va el libro que le dedica y por qué él es escritor, con estas palabras: “La expresión literatura infantil es condescendiente y ofensiva y a mí me parece también redundante porque toda la literatura es, en el fondo, infantil. Por más que nos esforcemos en disimularlo, quienes nos dedicamos a escribir lo hacemos porque deseamos recuperar percepciones borradas por el presunto aprendizaje que nos volvió tan frecuentemente infelices”.
El resultado de las indagaciones de Zambra en Literatura infantil es desigual, pero queda el regusto de estar ante otro título especial, en la senda de aquel Facsímil que Anagrama reeditó en 2021 donde el escritor chileno afincado en México —algo sobre lo que también cavila— jugó a convertir el texto en un examen de acceso a la universidad. A Silvestre eso aún le queda lejos, pues como le dice su padre a las dos semanas de nacer, “a tu breve vida de catorce días la palabra infancia le queda como poncho. Pero me gusta lo exagerada que suena. En inglés serías catorce días viejo”.
¿Algún día le leerás Literatura infantil a Silvestre o prefieres que lo lea él?
Que lo lea él o que no lo lea y yo se lo cuento… Él sabe que existe el libro, opinaba sobre los títulos, de pronto llegaba y me preguntaba cómo va a ser la portada. Muy tempranamente él se enteró de que su mamá y su papá somos escritores, la escritura estaba ahí alrededor, su mundo está muy cruzado por la literatura. Creo que él tiene la noción de que somos personas que trabajan en algo vinculado a la pasión, al placer, que ahí hay algo que ojalá siga siendo así.
Él sabe leer, tiene cinco años ahora y aprendió medio solo. Escucha, hay libros alrededor. Yo tenía un prejuicio positivo con la literatura infantil, pero no la conocía. Nos dedicamos a leerle desde muy chico. No hay que acelerar los procesos, pero he visto que varios niños hijos de padres que les leen mucho aprenden a leer solos. A los tres años ya conocía las letras… A veces quisiera yo que se demorara más porque de pronto agarra los libros y empieza como a repasarlos él solo. También porque estamos en el espacio doméstico y una parte de este está intervenido por la escritura. Y existe el deseo, y el esfuerzo, de que ese espacio sea parte de su experiencia. Cuando nació yo estaba muy dispuesto a que criar y crear no rivalizaran, era parte del plan, no era un pensamiento de último minuto.
La poesía ha registrado más directamente la paternidad y el vínculo entre lo masculino y la paternidad que la prosa
En la literatura no hay muchos padres que hablen directamente a sus hijos, las cartas al hijo son más bien escasas dices en el libro. ¿Te has sentido pionero?
No, seguramente hay más de lo que uno ha sido capaz de encontrar. Hay una tradición difícil de establecer. Supongo que si para mí es difícil, para otros lectores lo es más porque yo estoy muy dentro de la literatura. En la poesía es bastante más habitual, ha registrado más directamente la paternidad y el vínculo entre lo masculino y la paternidad que la prosa, la novela. No ha bloqueado esas emociones. En el caso chileno hay un poema bien importante de Enrique Lihn que se llama “Monólogo de un padre con su hijo de meses” del libro La pieza oscura, de 1963. Es un poema que todo lector de poesía chilena conoce y que ha cruzado el cerco de los lectores de poesía, es un poema muy popular. Es impresionante. No recuerdo cuándo lo leí pero sí recuerdo haber pensado por qué le habla a su bebé, que no puede contestarle. Luego descubres que es una forma de realismo porque la gente sí le habla a sus bebés. No es un poema precisamente optimista, porta una visión del mundo compleja, abigarrada, cuyo primer verso “Nada se pierde con vivir, ensaya” marca el tono de una reflexión compleja. Es un poema de largo aliento, con tintes trágicos, muy hermoso… En este caso sí hay una especie de modelo implícito que los chilenos tenemos en la cabeza. Pero fuera de la poesía recordaba pocas cosas y luego encontré algunas, pero siguen siendo pocas.
Lo que hay es autoayuda muy imperativa, unívoca, poco comprensiva con la complejidad de la experiencia. Cuando criamos vivimos preguntándonos si una pataleta o una frase ingeniosa son la manifestación de la infancia, en general, o de la personalidad de tu hijo. Es un problema entre comillas, algo muy interesante intelectualmente, no algo que aflija. A veces necesitas saber si otras personas pensaron lo mismo que tú, es un ámbito en el que a veces te sientes solo.
Escribir es difícil porque no sabes si hablas de tu hijo o de la infancia. Pero la verdad es que esa dificultad es la dificultad inherente a la literatura: nunca sabes si hablas del yo o del nosotros, si ese yo es un yo social o individual
Hay un libro muy bueno que hace poco tuve la oportunidad de prologar, la reedición en Chile de Veinte días con Julian y Conejito, de Nathaniel Hawthorne. Es un diario de veinte días en los que se queda solo con su hijo pequeño, la mujer se va con las dos niñas. Toma nota del comportamiento de su hijo, las cosas que hace, dice, de su propio hartazgo porque el niño habla demasiado… En el fondo, lo escribe para regalárselo a su mujer cuando vuelva, como una manera de mostrarle que entiende la importancia de su labor, no deja de concebir que criar al niño es la labor de su esposa. Es un libro muy raro, de mediados del siglo XIX, y uno se pregunta si hay un desprecio por el trabajo doméstico y un pudor para hablar de ello, se esconde. Seguramente ese sea el motivo principal para no hablar de ese espacio. Pero hay otros: uno muy obvio es el adultocentrismo, el desprecio por lo que esas vidas significan, la sensación de que los niños son borradores de adultos. Si es así, los adultos somos lo que quedó de los niños. Escribiendo este libro pensé que un motivo adicional, quizá no tan obvio, es la dificultad intrínseca de escribir sobre la infancia ajena, aunque sea tu propio hijo, sobre tus propias emociones respecto a su crecimiento. Es un discurso que, de antemano, parece muy cursi. Hay un límite ridículo que pesa sobre la representación de un vínculo que debiera ser muy natural a estas alturas. Pedro Lemebel nos enseñó a expresar nuestras emociones, leyéndole a Pedro aprendimos los heterosexuales…
Escribir es difícil porque no sabes si hablas de tu hijo o de la infancia. Pero la verdad es que esa dificultad es la dificultad inherente a la literatura: nunca sabes si hablas del yo o del nosotros, si ese yo es un yo social o individual. Son problemas literarios súper ricos, de muchísima espesura y consistencia.
¿Podría haber escrito Literatura infantil una madre?
No sé, podría haber escrito un libro muy parecido y quizá mejor. Yo lo hermano con las cosas que ha escrito mi esposa, que también ha escrito sobre nuestro hijo. Lo veo complementario, aunque creo que es un libro que intenta hacerse la pregunta por lo masculino. Como padre, es muy fácil renunciar a toda la experiencia previa. Somos muy distintos de nuestros padres. Yo fui padre mucho después que lo fue el mío, en un momento en el que la paternidad era para mí una opción, el mío lo fue porque había que serlo. Yo he circulado por un pequeño espacio que existe en todos los pueblos, ciudades y países en el que parece que hemos sostenido ciertas discusiones sobre la paternidad, la maternidad, género, identidades y que esas discusiones han sido profundas… y después salen los resultados de las elecciones y nos damos cuenta de cuán pequeño es ese espacio y de que discutimos ferozmente con personas con las que básicamente estamos de acuerdo.
Me interesa ver qué parte de la crianza heredé, y no hablo solo de conductas o lo bueno y lo malo, sino de cosas como la violencia verbal, la fuerza física, el miedo, que tienen que ver con esas discusiones.
Me llama la atención una idea: “La literatura le ha cedido a la autoayuda casi todo el espacio reflexivo que la paternidad requiere”.
Sí, necesitas orientaciones concretas sobre asuntos que no están en YouTube, aunque parezca mentira. Yo leí cosas que parten de una idea de lo masculino muy retrógrada, que puede ser tristemente actual en muchísimos casos, pero pensaba que algo más debe de haber. En las conversaciones entre hombres que acaban de ser padres encontré un espacio muy interesante, muy nutritivo, que se mezclan con las conversaciones de la pareja pero son distintas.
Otra idea interesante: “A lo largo de la noche, cada dos o tres minutos contengo el aliento para comprobar que respiras. Es una superstición tan sensata, la más sensata de todas: dejar de respirar para que un hijo respire”. ¿El escritor también deja de respirar para que su obra respire?
Claro, el libro es algo que entregas y por eso este mismo espacio en el que lo apoyas siempre es difícil, le puede hacer daño al libro hablar de él y en ese sentido sí se parece a un hijo. Le puedes poner demasiadas etiquetas… Yo intento construir un discurso paralelo, pero más bien gozo en el momento en el que ya no hablo del libro.
En la paternidad lo que sucede es que aparece la muerte en otra dimensión. Es algo tristemente, terriblemente, trágicamente, hermosamente romántico: hay alguien por el que morirías, te pondrías entre la bala y otro ser humano. Como imagen es súper bonita, pero sentir que efectivamente lo harías sin dudarlo si fuera necesario te cambia la idea de la muerte. Saber que estás dispuesto a morir, que no es una frase, que no es literatura…
Formalmente seguimos desaprovechando todos esos conocimientos democráticos con los que los niños llegan a los cinco años. Saben contar chistes, que es muy difícil. Los chistes funcionan casi igual que la literatura
¿Hay un paralelismo entre ser padre y escribir?, ¿el escritor cuida su obra como el padre cuida al hijo?
Antes de ser padre la imagen que más me gustaba es que los libros son como los hijos cuando se van de casa. Ya los criaste, hiciste todo lo que había que hacer. Una vez que los publicas quieres que vayan a almorzar los domingos, que no se metan en demasiados problemas, pero ya no son tuyos. Pero esto trasciende estas metáforas. Los libros me importan mucho, pero ahora menos. Me he sorprendido a mí mismo pensando de otra manera mis libros, otros proyectos. Me ha vuelto a interesar la enseñanza de la literatura, creo que hay demasiadas cosas pendientes y hemos echado a perder la literatura. Se sobrepedagogizó, es muy difícil desintoxicarla de toda esta rarificación que sucedió en la escuela. Es tan distinto de lo que pasa con la música. Escuchas música y la analizas pero no tienes la sensación de estar analizándola, se mantiene a distancia de la palabra “análisis”. En cambio, una de las primeras palabras que te ponen en la cabeza cuando empiezan a enseñarte formalmente literatura es la palabra “análisis”. Y ahí todo se va a la mierda. Formalmente seguimos desaprovechando todos esos conocimientos democráticos con los que los niños llegan a los cinco años. Saben contar chistes, que es muy difícil. Los chistes funcionan casi igual que la literatura.
¿Cómo ha afectado en lo formal ser padre a la escritura de Alejandro Zambra?
No sé realmente, creo que iría más allá de la paternidad, la maternidad, la adopción… Pienso en los hermanos mayores, quienes tuvieron hermanos 5, 7, 9 años menores y en cierto modo los criaron y presenciaron ese momento que va del balbuceo a la frase, que te vuela la cabeza. Además, somos incapaces de recordar que no sabíamos hablar. Ver cómo va avanzando un niño y de repente tiene 20 palabras en la mañana para decir cien cosas, y hacerlas chocar, y en la noche cuando se acuesta ya tiene 70 palabras. O cuando empiezan a usar el lenguaje de forma metafórica y completamente instintiva. Cuando mi hijo tenía un año, agarró el pelo a su mamá y dijo “selva”. Para qué le vas a enseñar qué es una metáfora, ellos te enseñan a ti. Luchan contra la dificultad expresiva y gozan de las palabras. Escogen una palabra y se cagan de la risa. O la primera vez que usan el lenguaje de forma irónica. Es un proceso que te remece y, si te dedicas a escribir, es imposible no pensarlo todo de nuevo. A mí se me confunde con el cambio de país porque me fui a vivir a México hace seis años y todo esto ha pasado allí. Siempre nos podemos entender, la comunicación nunca está en riesgo pero hay un problema pequeño de código. En seis años casado con una mexicana y viviendo en mexicano, todas las semanas descubro algo, algún matiz, el principio de un malentendido. Es imposible saber cuál es tu lenguaje hasta que no lo pierdes.
Creo que ha cambiado mucho mi forma pero no sé en qué. Hay palabras que uso y alguien tiene que hacérmelo notar.
Los escritores que no crecimos en casas llenas de libros nos acercamos a la literatura no como norma sino como desviación, nos gustó la literatura porque había algo ahí y nos fanatizamos en la literatura
¿Hasta qué punto la literatura es un juego de niños?
Es muy habitual esa idea y la idea de que hemos perdido algo que queremos recuperar. La batalla es una batalla contra el tiempo, a favor del ocio y contra el negocio. Obtienes a través de los medios de comunicación la idea de un escritor que se levanta temprano, corre dos kilómetros y después escribe 300 palabras, entrega su libro a tiempo, posa, da entrevistas y que eso es ser escritor, algo muy disciplinado, un Vargas Llosa. Pero la mayoría de los autores no somos así, somos más bien gente obsesiva que está tratando de ganar tiempo. Los escritores que no crecimos en casas llenas de libros nos acercamos a la literatura no como norma sino como desviación, nos gustó la literatura porque había algo ahí y nos fanatizamos en la literatura. No era algo natural, que nuestros padres quisieran que sucediera, algo que confirmara una aproximación previa, no éramos hijos de escritores. A los siete años estabas escribiendo un poema en la mesita del living y pasaba tu papá y te decía “anda a comprar a la esquina”. Pero unos meses después habías ganado el tercer accésit del premio de poesía Miguel de Unamuno y te veían de nuevo escribiendo y tu padre decía “ya voy yo a comprar la cocacola, capaz es que tenga talento, que sea el futuro Neruda”. Te empiezan a respetar ese espacio.
Recuerdo pocos días en que yo haya escrito más de cinco páginas. Escribir es escribir mal, equivocarse, echar a perder, tirar a la papelera. Algo de lo que haces llega a publicarse, otras cosas te las guardas, pero en el fondo la batalla es contra el tiempo. Sí tiene algo de preservar el juego, una idea que necesitamos hacer creer como muy profesional.
Hasta ahora he dado por supuesto que Silvestre existe, que has sido padre. ¿Y si todo fuera ficción?, ¿cambiaría algo de lo que estamos hablando?
No, no cambiaría porque no importa en realidad. Como lector tiendo a la verificación y eso es una condición de la literatura. No sé qué tan biográfico es ese monólogo del poema de Enrique Lihn, tiendo a pensar que incluso no lo es, pero eso no tiene nada que ver con la emoción que te provoca. Al fin y al cabo, esto es algo que entregas, que está destinado a ser apropiado, a que deje de ser tuyo.
Te quería preguntar por Facsímil. Un juego, un artefacto político seguramente más potente que un manifiesto obvio.
Es un libro que quiero mucho, en parte porque creo que me buscó a mí. Yo estaba escribiendo algo sobre el año 93, el año en que vivimos el examen de ingreso a la universidad, y quizá era un relato afín a la experiencia, a este mundo en que sentíamos que solo había una oportunidad y había que aprovecharla, que el destino se jugaba para siempre y no había manera de engañar al sistema. Sin embargo, no me gustaba lo que estaba escribiendo, avanzaba, tenía 50 o 60 páginas, todo lo que había escrito lo suscribía pero sentía que no estaba aprendiendo nada, no estaba yendo a ninguna parte, estaba escribiendo por escribir. De pronto, entre esa insatisfacción todo eso reventó y me puse a imitar la prueba misma, el formato del examen. Imitar a alguien, imitar una voz, es difícil, pero proporciona un placer que tiene que ver con la técnica. Esa imitación luego se volvió más dolorosa porque era imitar a ese chico de 18 años que quiere tener todas las respuestas buenas. Al final se volvió un libro sobre cómo esos formatos nos escriben, nos condicionan, y cómo la literatura nos permite desescribir esos modelos y tratar de ir más allá de ellos.
¿Cómo se filtra la actualidad política de Chile en lo que escribes?
Está ahí, incluso en este libro. También está en algo que no hay que hacer y que he hecho en este libro, que es hablar de la pandemia. No podía no hablar, fíjate, porque yo vivo fuera de Chile desde hace seis años y todo esto lo he vivido dolorosamente desde fuera. No quisiera ser ese chileno que cree que lo entiende todo aunque está fuera. Me molesta eso. Pero a la vez también me molestaría que eso condujera al silencio. Es una posición ambigua, y creo que las posiciones ambiguas hay que defenderlas, no hay que disimular su ambigüedad. Vivo con la oreja puesta en Chile buena parte del día y se ha vuelto un problema en sí mismo informarse acerca de Chile. Lo hago de forma directa, hablando con amigos. Me gustaría que de todo eso saliera algo, no me refiero a un libro sino a un proyecto.
Sobre la situación de Chile, lamento mucho decirlo así pero creo que la clave es la pandemia. Sucedió tres meses después de la revuelta. Si no estuviéramos hablando de un país sino de una persona, y esta persona fuera a terapia, el terapeuta insistiría mucho en ese tiempo, qué pasó de estar en la calle y hablar por fin con tus vecinos, confesarles que estás endeudado y sentir que te entienden, perder la vergüenza… Ese momento catártico —nueve días después del estallido fui a Chile— se frustró de la noche a la mañana y hubo que cuidarse, encerrarse, confiar en el Gobierno que iba a comprar las vacunas, aceptar las medidas de represión con buena cara… La pandemia en Chile fue muy brutal, muy larga. En noviembre de 2021 Santiago todavía tenías pase de movilidad para entrar a cualquier parte,... Es imposible que hayamos llegado a entender todo lo que pasó. Toda esa proxémica, esa gestualidad, significa algo en esta historia. Como novelista tiendo a pensar que hay una clave ahí.
Se pasó del entusiasmo a la decepción y esta va a hacer que cualquier cosa que vaya contra la autoridad gane. Llegamos a la situación más ridícula del mundo, que la Constitución de Pinochet puede ser reemplazada por pinochetistas. No se le habría ocurrido ni al peor alumno de la escuela de guión.
El Gobierno desprotegió a la gente, fue despiadado en la negación de ayudas directas y eso hizo crecer los retiros del 10%. La gente empezó a descapitalizarse con el argumento de que podía sacar la plata que había juntado para su jubilación.
Hubo un grado de obediencia y miedo que yo no me atrevo a juzgar. Vi un grado de angustia que nunca había visto entre mis amigos, tanto los que eran críticos como los que eran críticos a su pesar.