Cuidados
Los cuidados y la cultura de mercado

Sara Escribano (Granada, 1989) escribe y traduce sobre procomún, feminismo interseccional y colaboración radical en Guerrilla Translation/Guerrilla Media Collective y es miembro de DisCO.coop.
Las personas somos seres vivos vulnerables e interdependientes. Nacemos con una fragilidad extrema. Tardamos un año en levantarnos, dos en comunicarnos mediante el lenguaje y cuatro en poder vestirnos solas para protegernos del frío. Nuestra vulnerabilidad y dependencia son la razón por la que vivimos en comunidad. Para sobrevivir, dependemos del tiempo, los trabajos y los afectos que otras personas nos dedican.
Cuando hablamos de cuidados nos referimos al conjunto de tareas que sirven para regenerar cotidiana y generacionalmente el bienestar físico y emocional de las personas, y que se producen normalmente en circuitos de intimidad y en el marco de los hogares.
Desgraciadamente, los cuidados son invisibles, gratuitos, precarios y, en nuestra sociedad y modelo económico tienen sexo y clase social.
El término cuidados, que tiene un largo recorrido en los estudios feministas, reconoce la importancia del trabajo desmercantilizado y del valor intrínseco, conceptos generalmente ignorados o infravalorados por la cultura de mercado.
Cuando las personas cuidan los bosques, los cultivos, el agua o los espacios urbanos, estos pasan a formar parte de su memoria, cultura, vida social e identidad común. No producen bienes o mercancías como los individuos racionales descritos por los economistas, sino que se convierten en administradores de todo lo que necesita de nuestro cuidado: los objetos, sistemas vivos y relaciones que precisan de nuestro cariño, cuidado, experiencias comunes y vínculos emocionales. Abarcan las relaciones afectivas con la vida cotidiana y la cultura de cada uno.
El procomún incorpora los cuidados a nuestra conceptualización de la economía. Con el auge del capitalismo, las labores como los cuidados de personas, la crianza de los niños y la educación se han tratado como actividades externas al funcionamiento o de la economía. A excepción de la educación pública, las demás se consideran como algo a lo que dedicarnos en nuestro tiempo libre y que corre por nuestra cuenta. El procomún no externaliza las labores de cuidados, al tener en cuenta que la vida de una persona posee muchas más dimensiones aparte de la necesidad de ganar dinero.
Dos generaciones de economistas e investigadoras feministas fueron las primeras en criticar duramente las deficiencias de la economía dominante en lo que respecta a los cuidados. Varios estudios demuestran que aquellas personas que consiguen escapar de la influencia de regímenes mercantiles de valoración (dinero, precios) a menudo muestran mayor motivación y preocupación por la calidad a la hora de proporcionar cuidados. Esto se debe a que los salarios, las bonificaciones, los sobornos y otros incentivos monetarios inducen a la gente a comportarse como jugadores de mercado cínicos y competitivos. Por el contrario, la práctica del procomún suele alentar a la gente a dar lo mejor de sí misma y a fomentar tanto la confianza social como unas relaciones más estrechas. La práctica de cuidados y el trabajo desmercantilizado les muestran el camino para reconocer su Yo interdependiente.
El ejemplo más habitual de esta (no siempre consciente) dinámica es la donación de sangre, una forma de economía del obsequio. El investigador británico Richard Titmuss descubrió en la década de los sesenta que las personas que donan sangre voluntariamente suelen tener una sangre más sana y segura que aquellos que donan sangre por dinero —ya que estos últimos a menudo tienen enfermedades o problemas de abuso de sustancias.
Todas las personas necesitamos recibir cuidados de manera permanente a lo largo de la vida, de tipo e intensidades diferentes, dependiendo del momento del ciclo vital en que nos encontramos, y de las capacidades de autocuidado y atención a los demás que tenemos en cada etapa de la vida. Aunque la infancia, la vejez y los momentos de enfermedad requieren cuidados físicos específicos y más intensivos, las personas necesitamos afectos y atención emocional de manera permanente, incluso cuando somos adultas sanas e independientes. Hay que pensar en la necesidad de cuidados no como una situación de excepcionalidad, sino como una característica inherente a la naturaleza humana, en que todos y todas tenemos el derecho, pero también el deber, de recibir y proveer cuidados.
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