Ni memoria ni reparación, las huellas de la violencia imperialista de Japón

La expansión de Japón por el Este asiático durante la primera mitad del siglo XX casó con las necesidades económicas de un país que se encontraba inmerso en la disputa interimperialista. Su presencia en territorios como Corea o China estuvo marcada por una especial violencia y crueldad.
Masacre de Nankíng
Civiles chinos enterrados vivos durante la masacre de Nanking.

La Segunda Guerra Mundial llevó a la Humanidad a cotas de violencia inauditas. El vínculo entre Estado y grandes capitalistas se expresó en su forma más violenta a través de un conflicto entre los distintos ejércitos de los Estados dirigentes del capitalismo mundial. Las grandes figuras de mando de la maquinaria militar en estos países se dieron la mano con el gran capital nacional; fueron, como quien dice, dos caras de la misma moneda. El honor y los privilegios en el seno de la burocracia estatal motivaron a los miembros de una dirigencia bélica que fue la punta de lanza de los proyectos expansionistas de un puñado de empresas que atesoraban capital con el único fin de atesorarlo en mayor proporción.

La explotación económica de las colonias

El contexto del expansionismo japonés del siglo XX estuvo marcado por la necesidad de acceso a recursos naturales y mano de obra barata, semiesclava o esclava, para asegurar la competitividad del capitalismo nacional. A medida que Japón fue más allá de Corea en los años 30 y ocupó Manchuria, Indochina y la costa este de China, la violencia y el grado de explotación sobre el grueso de las poblaciones “útiles” para la producción se intensificó. En este proceso, claro, estuvieron involucradas las grandes familias japonesas propietarias de los grandes monopolios o zaibatsu. La enorme extracción de beneficio asegurada por medio del dominio violento del Estado japonés sobre las colonias favorecía el crecimiento que los zaibatsu necesitaban para la competencia intercapitalista; el Imperio, por su parte, requería de la capacidad productiva de estas empresas gigantes. La adjudicación de contratos de explotación sobre la tierra y los trabajadores, así como la represión sobre los movimientos obrero e independentista eran condiciones inmejorables para firmas como Mitsubishi, Yasuda o Nissan.

Las exigencias empresariales en el marco de la política imperialista estuvieron presentes desde bastante antes de la Segunda Guerra Mundial. El Imperio Japonés, desde los primeros pasos de su expansión por el Asia Oriental, facilitó la violencia industrial de las grandes familias del país

En Japón, los grandes monopolios ocupaban una posición nítida de dirección en la contienda. Tal vez no tomaban decisiones técnicas en el campo de batalla, pero sí jugaban un papel central en el proceso de toma de decisiones políticas, incluso en aquellas que tenían que ver directamente con el desarrollo de la guerra; ocupaban, de hecho, posiciones centrales en los gabinetes, compartiendo (y pugnando por) el poder real con burócratas y dirigentes militares. Disponiendo de una posición ventajosa a la hora de definir la política económica en tiempo de guerra, fueron capaces de hacer valer sus intereses de exportación de capital. La expansión en ámbitos como el de la munición fue reflejo de su rápido despliegue.

Las exigencias empresariales en el marco de la política imperialista estuvieron presentes desde bastante antes de la Segunda Guerra Mundial. El Imperio Japonés, desde los primeros pasos de su expansión por el Asia Oriental, facilitó la violencia industrial de las grandes familias del país. Las necesidades particulares de cada zaibatsu, de los grandes capitalistas como clase dominante del Japón y del Imperio en general justificaban estos procesos. Compañías como Mitsubishi o Mitsui tienen a sus espaldas décadas de trabajos forzados a los que sometieron a centenares de miles de trabajadores coreanos y de otras naciones asiáticas.

La masacre de Nankín, las “mujeres de confort” y la violencia cultural

En su empuje imperialista, el Japón dejó una huella imborrable en múltiples territorios asiáticos en la forma de episodios terroríficos, marcados a menudo por una crueldad insolente. Esto bien lo saben en la ciudad china de Nankín. Allí, se recuerda cada año lo que el imperialismo japonés supuso para la vida de un enorme número de seres humanos. La Masacre de Nankín, uno de los eventos de mayor trascendencia de la ocupación japonesa del Este de China, ilustró hasta qué punto operaba en las lógicas militares japonesas aquello del Sankō Sakusen (algo así como “matar todo, saquear todo, destruir todo”). La historiografía china marca en 300.000 la cantidad de personas que fueron asesinadas durante las semanas que duró la masacre.

La Masacre de Nankín, como todo episodio histórico, se encuentra inmersa en una disputa de relatos; especialmente en el espacio político de Japón, donde el revisionismo histórico de corte negacionista es un actor de primer orden. Los hay que, como Masahiro Yamamoto, pretenden deshistorizar y despolitizar el caso. Fueron, en su visión, un simple puñado de locos. Para otros como Shintaro Ishihara, el suceso fue, a grandes rasgos, una mentira antijaponesa. Este último podría pasar por un desagradable usuario de Twitter o por un exaltado militante de alguna organización de extrema derecha, de no ser porque se trata de quien fuera gobernador de Tokio desde 1999 hasta 2012. Sobre la vinculación entre nacionalismo japonés, política institucional y relaciones exteriores y postulados revisionistas negacionistas —cuando no racistas— este artículo profundizará un poco más adelante.

Las “mujeres de consuelo” ocupan, sin duda, uno de los más ruines lugares en la larga lista de infames violencias del imperialismo japonés. Niñas, adolescentes y mujeres eran raptadas y aisladas durante años para ser sistemáticamente violadas por miembros del ejército imperial

Por su lado, las “mujeres de consuelo” ocupan, sin duda, uno de los más ruines lugares en la larga lista de infames violencias del imperialismo japonés. Niñas, adolescentes y mujeres eran raptadas y aisladas durante años para ser sistemáticamente violadas por miembros del ejército imperial. En Corea, China, Filipinas, Tailandia, Vietnam y otros territorios que llegaron a sufrir la ocupación japonesa, todavía hoy resuenan historias de aquellas jóvenes. La mayoría de ellas no vive ya hoy; el resto son muy ancianas.

Estos lugares de reclusión albergaron a decenas de miles de mujeres. Las estimaciones oscilan entre 20.000 y 400.000. Como sea, a medida que avanzaban las tropas imperialistas, las mujeres eran compradas, engañadas y raptadas para ser llevadas a los centros. Así, las avanzadas militares daban de sí una suerte de “sustitución” de las mujeres, renovándose las víctimas en consonancia con el desarrollo de la ocupación de territorios. Esta pesadilla no vio su fin hasta que la Segunda Guerra Mundial se cerró y trajo consigo la derrota total de Japón. Y, aunque como expone la investigadora Mª del Pilar Álvarez, la liberación “no pudo liberarlas del trauma vivido”, los esfuerzos en pro de la memoria ayudan a la dignificación de la figura histórica de decenas de miles de mujeres con una historia anclada décadas atrás.

Por supuesto, la violencia ejercida por el Ejército Imperial contra la población civil excede los límites de los dos casos expuestos. Sería inviable, en tiempo y espacio, recopilar siquiera como aproximación todos los eventos aterradores que dejó a su paso por el continente asiático. Merece mención, por ir un paso más allá, mentar la violencia cultural. En Corea, aunque también en otras coordenadas, Japón pretendió llevar adelante su proceso asimilacionista. Ya fuera desde la posición supremacista —la “raza japonesa” era superior (considerada, por algunos, aria) y debía “civilizar” Asia— como desde la que consideraba la existencia de ancestros comunes —y, en consecuencia, planteaba la tarea histórica de replicar su modelo (capitalista, desarrollado) en el resto de la región, especialmente en Corea—, el Imperio intensificó sus esfuerzos asimilacionistas en la década de 1930.

Coincidiendo con una exigencia productiva creciente en el marco del contexto prebélico, el impulso expansionista se fortaleció en el plano étnico, lingüístico, religioso y cultural. En la Península Coreana, las distintas teorías asimilacionistas fueron útiles a la hora de justificar la obligatoriedad del sintoísmo como credo nacional. Con Kazushige Ugaki como Gobernador General de Corea (1931-1936), se incrementaron las horas de enseñanza de la lengua, historia y ética japonesas, se obligó a los funcionarios a asistir a ceremonias de carácter sintoísta y se obligó a venerar a las deidades japonesas (¡en los propios hogares!), entre otras prácticas. Con Minami Jiro (1936-1942), que le sucedió en el cargo en los años más crudos de la contienda, la eliminación total de la identidad coreana pasó a ser la política cultural central en la colonia. Los nombres autóctonos fueron sustituidos por “equivalentes” japoneses, se instaló el idioma del Imperio como única lengua oficial y se eliminó el coreano de los programas educativos. Estas y otras restricciones tenían un alcance legal real: quienes no las acataban sufrían represión y limitaciones hasta tal punto que, para el final de la Segunda Guerra Mundial, el 84% de los coreanos se había adscrito a ellas.

Negacionismo y rechazo político a pedir perdón

Con todo, las disculpas y el reconocimiento a las víctimas no ha sido un lugar común en la política japonesa. El nacionalismo nipón, férreamente vinculado con posiciones que revisan interesadamente su historia imperial desde ópticas negacionistas, juega un importante rol en espacios de poder político como grandes empresas, partidos políticos, instituciones educativas o burocracia estatal. Las iniciativas en favor de la memoria y la reparación llegan a cuentagotas y, cuando lo hacen, son insuficientes y reciben el rechazo interno de los grupos de la derecha nacionalista. Cuando, como líder del Partido Socialista, Tomiichi Murayama fue Primer Ministro (1994-1996), se propuso la creación de un Fondo de Mujeres Asiáticas. El Fondo incluía carta de disculpas, asistencia médica y una compensación económica; fue rechazado por las organizaciones surcoreanas. El motivo fue que, esta propuesta, la más profunda que haya salido del Estado japonés, ni siquiera obligaba al país a hacer justicia con los responsables.

Las grandes familias de Japón, muchas de las cuales se beneficiaron de las ventajas competitivas de contar con fuerza de trabajo colonial, tapan su pasado y escapan de la responsabilidad que les adjudican la memoria y la verdad.

Los sectores más reaccionarios de Japón, defensores de posiciones racistas y contrarios a cualquier tipo de compensación histórica —incluso, a veces, reacios a reconocer los hechos o la culpabilidad de los mismos—, se atrincheran en organizaciones políticas como el Partido Liberal Democrático (PLD). Con más de la mitad de diputados en la Cámara de Representantes y habiendo ocupado el puesto de Primer Ministro desde 2012, la derecha nacionalista es el espacio político más importante de Japón. Tal capacidad directora, por supuesto, descarta una solución diplomática a medio plazo. Además, el debate sobre las responsabilidades históricas del Estado japonés se encuentra, en consecuencia, profundamente corrido hacia la derecha, por lo que una parte de la oposición se ubica en posiciones poco sólidas en lo que a la reparación se refiere.

A menudo, son noticia las disputas diplomáticas entre el Estado japonés y los Estados de naciones que antaño sufrieron la violencia imperial. En febrero de este mismo año, Japón solicitó que una serie de minas de plata y oro fueran declaradas Patrimonio de la Humanidad. Cerca de 780.000 coreanos trabajaron forzosamente en esas minas durante los años que duró el dominio colonial japonés sobre la Península. La iniciativa partió de los sectores más duros del PLD y a través del impulso del ex Primer Ministro Shinzo Abe. Empresas como Mitsubishi han sido denunciadas en las últimas décadas por familias cuyos miembros ancianos fueron empleados por las mismas firmas como mano de obra esclava o semiesclava. La respuesta de las capas directivas ha sido, a menudo, negativa; al amparo de un Estado que legitima y difunde los relatos revisionistas y negacionistas, las grandes familias del país, muchas de las cuales se beneficiaron de las ventajas competitivas de contar con fuerza de trabajo colonial, tapan su pasado y escapan de la responsabilidad que les adjudican la memoria y la verdad.

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