Planeta madre
Planeta Tierra sobre fondo verde (Valentina Shilkina)
23 abr 2024 06:00

‘LEY DE AGUAS’: Regirá con carácter general: 

1.º El abastecimiento de población, incluyendo en su dotación la necesaria para industrias de poco consumo de agua situadas en los núcleos de población y conectadas a la red municipal.

2.º Los regadíos y usos agrarios. 

3.º Los usos industriales para la producción de energía eléctrica. 

4.º Otros usos industriales no incluidos en los apartados anteriores. 

5.º La acuicultura. 

6.º Los usos recreativos.

7.º La navegación y el transporte acuático. 

8.º Otros aprovechamientos. 

Artículo 60. Orden de preferencia de usos’ 

(Real Decreto Legislativo 1/2002, de 20 de julio) 



Río observó el cielo, lleno de nubes alargadas que parecían trazar la cuadrícula de un gigantesco tablero de ajedrez, como ese del abuelo Alfonso, con el que pasaba horas y horas practicando gambitos y mates clásicos que, según aseguraba, le enseñó un antiguo maestro ajedrecista.

Río crecía sobre el páramo desértico, que sirvió como embalse de aguas y mucho antes como sostén de tierras de cultivo, con hermosos olivares, encinares y robledales, allí donde se asentó un pueblo primigenio que tuvo que emigrar por no sucumbir bajo toneladas de agua. El pantano vino… y marchó, durante la llamada 'Era Pandémica': cuando despertó un monstruo totémico en el espíritu humano con sed de control sobre la vida, los recursos naturales y el propio agua, fagocitando todo lo que tuvo forma de río o presa.

- El ser humano pasó de vivir a sobrevivir, esclavo de los sueños de otros -le recordó la única voz en todo el Pueblo Pintado que vivió los terribles episodios de la mayor y más desigual de las guerras, cuando era niño.

- El monstruo humano transformó el fértil valle en desierto -continuó explicándole Alfonso-. Modeló las nubes, antes redondas, redujo a cenizas los bosques y destruyó diques y presas, con la excusa de producir electricidad: las reservas hídricas con las que contó una vez la agricultura y los pueblos de urdimbre rural y sirvieron de hogar a muchas otras especies: peces, mamíferos y aves.

El abuelo Alfonso era hoy un viejo entrañable, de rostro curtido por el devenir de los años, que fue pastor trashumante antes de que los últimos rebaños muriesen de una terrible sequía impuesta. Vivió en una cueva durante una década y hoy pasaba a ser la persona más longeva del Pueblo Pintado, y tal vez del mundo entero, pensaba a menudo Río, tanto que se rumoreaba que nació hace dos siglos, cuando los primeros embalses fueron construidos por un viejo dictador en el conocido actualmente como 'Desierto Peninsular': un amplio territorio que acogió a toda una nación soberana y hoy servía para abastecer de energía solar a la 'Gran Babel': la mezcolanza de gentes de lenguas diferentes que sobrevivía a los estragos del tiempo mediante el recuerdo de antiguas identidades culturales, condicionadas a ser meras comunidades humanas productivas, o sombras fantasmales de un pasado marchito más cerca de parecerse a una granja de sobreexplotación animal, opinaba el abuelo Alfonso.

- ¿Qué pasó para que todo cambiase tanto, abuelo? -le preguntó Río en cierta ocasión a Alfonso, cuando paseaban junto a las ruinas del gran 'Templo de las Aguas'.

El abuelo Alfonso miró el muro derruido, viajando una vez más a través del tiempo hasta el terrible año de la sequía impuesta, donde cientos de 'Templos de las Aguas' acabaron siendo demolidos sin previa consulta popular, siguiendo un juego estratégico de poder y control, miedo y asfixia colectiva.

- ¡Perdimos la guerra, Río, eso es lo que nos pasó! -respondió.

- ¿La Guerra Civil Española? -quiso saber Río, conocedora de la historia gracias a los libros que sobrevivieron después del gran derrumbe de la ‘Era Virtual’ y la quema de bibliotecas: lugares de culto donde moraba el silencio y se guardaba el saber y el conocimiento en forma de lenguaje escrito, ese que daba forma al más gran tesoro: ¡los libros!

- Fue la ‘Guerra por los Recursos’.

- ¿Y qué pasó en esa guerra, abuelo?

- Nos pilló desprevenidos a todos -reconoció-. A algunos muertos de miedo y enrocados en los hogares, a otros con la voluntad vendida a los conflictos de intereses y al dinero y a otros durmiendo dentro de un laberinto de ilusiones prediseñadas, fascinados por los sueños de desarrollo tecnológico.

Alfonso no era únicamente su abuelo, sino el de todo el Pueblo Pintado; él había sobrevivido al holocausto promovido por los hombres grises, los también llamados ‘ahorcados’, pues en las fotos antiguas aparecían siempre vestidos con un nudo y trozo de tela colgando del cuello: ‘Corbatas’ las llamaban; lo descubrió Río en uno de sus ratos autorizados de lectura en la pequeña biblioteca del pueblo, esa que había subsistido a la erosión del tiempo y acogía un centenar de libros salvados de la quema y censura impuesta por la élite todopoderosa. Río regresó a casa y se sirvió un plato de la sopa con hormigas rojas, saltamontes y grillos que había preparado la anciana Ma como único plato del día. La joven sabía que antiguamente se cocinaba de forma muy distinta, pues la biblioteca también acogía libros de cocina, con recetas de arroces, guisos y postres.

- Antiguamente se criaban gallinas, ovejas y cerdos, y hortalizas cultivadas en el llamado huerto familiar -le narraba Ma con pasión-. Además, no había un solo plato al día, pues se cocinaba en abundancia para quien quisiese repetir.Pasó aquella época de abundancia, o de consumismo feroz que esquilmaba recursos y arruinaba ecosistemas -como solía recordarles el abuelo, antiguo socio de una organización ecologista de aquellas sin ánimo de lucro-, junto a la terrible sequía y drástico descenso de la población mundial, esa que fue tan numerosa en su día que hizo parecer al Planeta Madre un hormiguero.

Río no conoció la nevera ni los helados, ni los supermercados repletos de comestibles ni los grandes centros comerciales. No tuvo opción de ir a un cine, donde se proyectaban en imágenes algunos de los libros que había leído, ni de entrar en una ‘Ciudad de Cinco Minutos’, donde el tiempo se comprimía y todo funcionaba con dinero digital. Claro que Río conocía el dinero físico, pues la abuela Ma de vez en cuando sacaba un viejo estuche repleto de monedas. Río llegó después, junto al carnet de ‘Buen Habitante’, los puntos canjeables por alimentos y el trabajo obligatorio de doce horas diarias, que ocupaba tres grandes sectores: las plantas generadoras de energía solar, las cooperativas criadoras de insectos comestibles y los laboratorios productores de agua sintética. Ella era ‘una hija del desierto’, nacida en el desarraigo, que sentía curiosidad por saber acerca de aquel mundo antiguo al que le acercaban las historias, relatos y cuentos de Ma.

- El Pueblo Pintado defendió su más grande tesoro: ¡el agua! -le reveló Ma, que sufría uno de sus acostumbrados dolores de migrañas, que según le contó le sobrevinieron siendo niña, a partir del momento en que le obligaron a mezclar con su sangre un líquido extraño con el pretexto de conseguir un bien común.

Ese tesoro al que se refería Ma reconoció Río qué era: ¡el propio pantano!

- Fue el último en ser demolido -le recordó Ma. Los últimos ecologistas lo defendieron hasta el final, con sus propias vidas, entre ellos tu propio padre. Cayó, abatido por los drones, luchando por defender un sector primario que rápidamente se veía forzado a desaparecer por imposición de los ahorcados y vino a traer la ruina a la pequeña economía rural.

La abuela Ma formó parte de la primera generación en poner a los recién nacidos nombres con auténtica conexión con los elementos (Agua, Tierra, Aire y Fuego) y hacía que Río se llamase Río, o que tuviese unos amigos llamados Nube y Ascua, o quizás una madre que no había conocido en persona con el fantabuloso nombre de Tierra, y de la que muy a menudo Ma le narraba anécdotas, pues Ma era una muy buena cuentacuentos y junto al abuelo Alfonso habían pasado a ser las dos últimas personas que recordaban haber vivido el histórico ‘Éxodo’, pues con apenas cinco años Ma fue testigo de cómo las gentes antiguas dejaron el mundanal ruido civilizado para retornar a las raíces mitológicas y ancestrales: ¡el Pueblo!, que ya exento de árboles Ma y algunos otros artistas vocacionales tuvieron la idea de pintarlos con ceras y acuarelas sobre las piedras, ampliando así horizontes.

- La historia se repite girando en espirales infinitas -continuó exponiendo Ma, mientras retiraba los platos del guiso de saltamontes y grillos-. Este lugar, cuna de nuestros antepasados, estuvo una vez sumergido bajo aguas, pues mucho antes de que se construyese el pantano nuestro pueblo ya existía y la memoria de sus gestas se transmitía de generación en generación.

Tiempo atrás Ma podía convocar a las lluvias, aunque las migrañas se volvieron tan fuertes que la inhabilitaron de tan hermoso oficio.

Río conocía la antigua historia del Pueblo Pintado, con sabor a ruptura que hizo marchar a su gente para evitar ser sepultados bajo toneladas de agua, y también la parte que les hizo regresar a los orígenes, convirtiendo el 'Templo de las Aguas' en ruinas y el fértil valle en desierto, con una 'iglesia' reducida a basamento de piedras y círculo sagrado donde Ma y Alfonso se reunían a conversar, dedicar cantos y rezos al Planeta Madre.

Cinco años habían pasado sin ver caer una gota del cielo. La última vez que Río vio llover fue cuando era muy pequeña y lo recordaba como una gran fiesta donde todo el pueblo compartió comida no insectívora, cantos, risas y bailes, a pesar de que la lluvia fue más barro que agua. Fue la última vez que Ma ejerció su labor como 'llamadora de las lluvias', y la única en que Río la vio feliz, vestida con su traje relicario, ahora guardado en su armario ropero: un traje con superpoderes mágicos, lleno de fieltros, plumas y campanitas tintineantes de latón y bronce.

Tras la muerte de su madre, Tierra, Ma la acogió como tutora, pues pocos niños nacían hoy y menos madres sobrevivían a un parto. A Ma no le gustaban los títulos honoríficos de 'madre' o 'abuela', y seguro tiene sus razones, pensaba Río, pues alguna vez escuchó decir que ella fue quien dio a luz a una bebé llamada... ¡Tierra!

Dos veces al año regresaban los hombres de las estrellas con sus naves voladoras, vestidos de blanco y con guardianes armados con pistolas desintegradoras: aquellos a quienes les gustaba autodenominarse como “padres”, “dioses” o “creadores de un nuevo orden”. Casi siempre traían regalos para los 5 niños, junto con medicamentos, paquetes de comida aséptica y fardos con compuestos químicos para elaborar agua sintética, sonriendo y con modales exquisitos, justificando su presencia como algo necesario para velar por los intereses del planeta, la seguridad, el orden y el bienestar de cada uno de sus habitantes más desvalidos.

Alfonso y Ma recordaban a la gente del Pueblo Pintado que su vínculo no era con los hombres de las estrellas, herederos de los ahorcados del pasado, sino con el Planeta Madre. A pesar de ello, cada vecino del Pueblo Pintado sabía que debía acatar los mandatos de los hombres del espacio si querían sobrevivir y tener agua para saciar la sed, aunque eso significara ser un simple rebaño.

El río los vio bajar de sus naves espaciales, esta vez con el ceño fruncido y sin regalos para los niños, cuestión que no servía como buen precedente al diálogo. Parecían seriamente enfadados por sus gestos. Discutieron con Ma sobre el tema de la plantación clandestina de alimentos, prohibida por sus leyes, e interrogaron al abuelo Alfonso sobre el uso que daba a la biblioteca. Finalmente optaron por llevarse el último remanente de libros y también a Ma y Alfonso, maniatados y con bozales asépticos pegados en el rostro que les impedían hablar, con la excusa de que se habían ganado un lugar en el Paraíso. Algunas almas sumisas, acostumbradas a la obediencia del rebaño, quisieron creer en ellos desde sus restos de fe marchita, mientras que otros acataron con resignación las órdenes de los amos. Quedó luego a cargo del poblado Rayo: un hombre ambicioso de poder y protagonismo que siempre recibía a los visitantes con lisonjas y cumplidos.

Río reconocía que Ma y Alfonso ya nunca regresarían al Pueblo Pintado. Otras veces se habían llevado a personas mayores, bien instruidas en artes antiguas, junto al secuestro y quema de libros, lo que fue reduciendo la biblioteca hasta dejarla vacía. Lloró Río la pérdida de los libros y la de los dos grandes maestros, que siempre velaron por el bienestar y la pervivencia del pueblo.

Las naves voladoras por fin se marcharon, junto a los dioses siderales y sus guardianes de librea roja, llevándose como trofeo los últimos libros y a Ma y Alfonso. Tras la pérdida irremplazable, Río sintió la presencia de un espíritu cercano que le susurraba frases de amor al oído y transformó súbitamente su dolor y pena en alegría y jolgorio, pues supo reconocer quién guiaba sus pasos: ¡su querida Madre Tierra!

Retornó a casa para reencontrarse con el viejo armario de Ma y el vestido relicario cargado de superpoderes mágicos, decorado con plumas y campanitas. Se vistió con él y marchó hasta el mismo corazón del pueblo: el lugar que acogía el basamento de piedras de una antigua iglesia y donde sus dos abuelos dedicaron cantos a los espíritus cuidadores y al propio Planeta Madre.

Alrededor de Río se congregó un nutrido círculo de curiosos. Allí estaban sus amigos Nube y Ascua, y muchos mayores a quienes el mismo miedo los inhabilitaba para tener hijos, y Rayo, el nuevo líder elegido por los hombres de las estrellas, quien reía jocoso ante la ocurrencia de Río:

- ¡Anda, niña, déjalo ya! ¡Estás haciendo el más espantoso ridículo vestida así! -le ladró-. ¿Te has creído quizás una chamana con superpoderes mágicos?

Agitaba Río la maraca y cantaba una melodía muy antigua, cuya letra hizo conmover a muchos de los corazones presentes, incluso al propio Rayo. Y sucedió... De pronto se agitó el viento vespertino y junto a cada párrafo recitado fue concentrándose sobre sus cabezas una inconsistencia húmeda. Y cayeron… las primeras gotas después de cinco años de abrumadora sequía. Empezaba a llover, y no barro, sino agua clara, desde unas nubes que removían los espíritus.

Al séptimo día de lluvia, Río, vestida con el traje con superpoderes, se acercó hasta el cauce del antiguo río. Allí vio agitarse renacuajos sobre una corriente de aguas que le hizo reconocer que la lucha por la supervivencia no acabaría nunca mientras existiese el ciclo del agua y creciese una brizna de hierba sobre la tierra. Ahora entendía que ellos no representaban la ‘resistencia’, sino más bien la ‘existencia’, dentro de esa definida por Ma como una guerra continua con muchas batallas aún por librar, pero ya no desde el odio y el rencor, sino desde el amor fraternal y el acercamiento hacia un planeta…

…¡con nombre propio!

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