Ciencia, pseudociencia y revueltas del cólera

Las epidemias de esta enfermedad han generado graves problemas sociales frente a la incapacidad de las autoridades para enfrentarlas.

19 feb 2021 06:00

Doce del mediodía del 17 de julio de 1834. Puerta del Sol de Madrid. Mientras dos chiquillos juegan, a uno de ellos se le ocurre echar un puñado de tierra en el cubo de un aguador, los encargados de distribuir agua por aquel entonces. Lo hace en un ambiente asfixiante debido al calor del verano, a la guerra carlista y a la epidemia de cólera que en esos momentos se está llevando cientos de vidas al día en un país que apenas cuenta con 12 millones de habitantes. El pánico ya estaba disparado, todavía más al ver que el Gobierno afirmaba tener todo bajo control mientras corría a refugiarse junto a la familia real en el Palacio de La Granja de Segovia.

Estas circunstancias son el caldo de cultivo perfecto para ideas sin mucho fundamento. Corría el rumor de que los causantes de la epidemia eran los frailes, que envenenaban el agua. La teoría de la conspiración recibe ayuda de los propios religiosos, por un lado por su apoyo a la facción carlista en una guerra en la que, como de costumbre, mueren los pobres. Por otro, algunos como los jesuitas no tienen mejor idea que atribuir la epidemia en las zonas urbanas a un castigo divino contra sus descreídos habitantes.

El inocente chiquillo que ha tenido la pésima ocurrencia de arrojar tierra al cubo es acusado instantáneamente por algunos transeúntes de envenenador al servicio de los frailes. Es cosido a puñaladas y su cadáver es arrastrado por la calle Mayor como supuesta prueba del complot contra la salud pública. Su amigo ha huido y los rumores de la turba han dictado sentencia: se ha refugiado en un convento. Todo cuadra.

Dicho y hecho, en las siguientes horas varios conventos son asaltados y 73 frailes son asesinados.

El cólera y la cólera

El episodio anterior, relatado por Benito Pérez Galdós o Benjamín Jarnés, es solo una más de las revueltas del cólera, relacionadas con esa enfermedad diarreica aguda de origen bacteriano que ha causado incontables muertes y diversas pandemias durante la historia.

Durante el siglo XIX, las autoridades científicas se debatían entre dos teorías para la explicación de la propagación de la enfermedad: la “contagionista” y la “miasmática”. Mientras que la primera la atribuía al contacto personal entre personas infectadas y sanas, la segunda defendía que la causa residía en el aire de mala calidad. De esta forma, las típicas medidas de los Gobiernos para enfrentar las epidemias se centraban en la reducción del contacto humano (leyes marciales, cuarentenas en campos de encierro, prohibición de reuniones, cierre de fronteras…), junto con otras como desinfección de las ciudades para reducir el contagio aéreo, taparse la boca y/o la cara al circular por la vía pública…

Lamentablemente, el efecto sanitario era inexistente, pero el efecto social sí era apreciable: a la epidemia de cólera el común de los ciudadanos veía unida una epidemia de empobrecimiento, miseria y hambre todavía peor que la enfermedad. Mientras tanto, los ricos, como las autoridades españolas de 1834, se apresuraban a refugiarse lejos de las multitudes hasta que pasara la tempestad. Como apuntó Friedrich Engels, “cuando la epidemia se acercaba, un terror universal se apoderó de la burguesía”. Sabían que el cólera era la enfermedad de los pobres. Con no estar cerca de ellos, solucionado.

En este contexto se producían las revueltas del cólera, estallidos de lucha de clases marcados por la rabia y la frustración. En 1830, en Rusia, civiles y tropas rebeldes asaltaban cuarteles militares y edificios del Estado. En Novgorod formaron su propio tribunal para juzgar los crímenes de las clases altas. Al año siguiente, en Gran Bretaña e Irlanda estallaron decenas de disturbios. A medida que el Estado se escudaba en los médicos, la ira popular la tomaba con ellos. Con el recuerdo reciente de casos reales en los que algunos científicos habían cometido homicidio para conseguir cadáveres con los que experimentar, la epidemia era observada como un intento deliberado de exterminar a los pobres. En Edimburgo, cuando la asistencia a funerales fue prohibida, una multitud gritó “matemos a los médicos”.

La hora de John Snow

Afortunadamente, el método científico llegaría para desbancar a la pseudociencia establecida. John Snow, médico londinense ahora considerado “padre de la epidemiología moderna”, no estaba convencido por las teorías imperantes y se puso manos a la obra. En la epidemia que golpeaba Londres en 1848, Snow analizó los datos disponibles y expuso que el cólera se transmitía a través de “materia mórbida” presente en el agua. Sin embargo, las autoridades políticas y científicas le ignoraron, cuando no atacaron. Lo mismo ocurrió siete años más tarde. Snow demostró que un brote de cólera estaba vinculado a una bomba de agua, pero la ciencia no se abría camino. El editor de la todavía hoy prestigiosa revista médica The Lancet, gran defensora de la teoría miasmática, respondió a Snow de forma despectiva, con referencias a “su hobby” y su “falta de pruebas”. El médico falleció en 1858 sin que su descubrimiento fuera reconocido, pese a que el italiano Filippo Pacini (también ignorado) había aislado el bacilo del cólera en 1853. The Lancet dedicó a Snow un obituario. Su longitud era de dos frases y no se mencionaba el cólera.

Más suerte tuvo el alemán Robert Koch, quien, desconocedor del logro de Pacini, aisló de nuevo el bacilo en 1883. Aun así, la teoría de la transmisión por agua contaminada tardó en imponerse definitivamente a nivel mundial. En el verano de 1884, poco antes de la epidemia en Nápoles, el periódico anarco-comunista La Questione Soziale predecía lo que estaba de nuevo por llegar: “Cuando el peligro sanitario es latente, las comisiones de higiene se ponen a la tarea de promulgar medidas que nos harían reír de lo ridículas que son, si no fuera porque nuestra impotencia nos hace llorar de la rabia”. Miles de napolitanos morirían.

Tras las mejoras higiénicas y de alcantarillado, el cólera fue progresivamente vencido en muchos países. Sin embargo, aun hoy causa un mínimo de 20.000 muertes al año en todo el mundo. Los disturbios de Haití en 2010, en los que se acusaba a la misión de la ONU de propagar la enfermedad, muestran que las revueltas del cólera no son cosa del pasado.

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