Cómic
Carlos Giménez, merienda con profesionales
La vida del dibujante Carlos Giménez estuvo marcada por la guerra y la posguerra en el Auxilio Social de Paracuellos. Su compromiso con la clase a la que pertenece ha calado en sus obras, que aúnan una técnica depurada con el favor del público.

La calle Atocha es la entrada de servicio al centro de Madrid. De servicio significa que no es una gran avenida, como lo es Alcalá, como lo quiso ser Princesa. Atocha tiene comercios a punto de morir y franquicias que no terminan de arrancar. Divide dos barrios que no tienen nada que ver. Uno es Huertas, hoy conocido en las guías como Barrio de las Letras. Hecho a medida de estudiantes de Erasmus, calles empedradas para turistas en busca de un café y turistas en busca de un combinado. El otro es Lavapiés. El recordado Lavapiés, en un proceso interminable de huertificación. Un barrio ligado a la historia y al presente del Madrid más pobre. De quienes llegaron a sus calles sin nada. Del Madrid más castigado por la Guerra Civil. El de Arturo Barea, el de Gloria Fuertes. El Avapiés, como se llamó anómalamente durante algún tiempo.
Alrededor de Atocha, más cerca de Lavapiés que del Barrio de las Letras, vive Carlos Giménez (Madrid, 1941), dibujante de tebeos. Giménez es autor de algunos de los recuerdos más vívidos de aquella ciudad castigada, vencida y humillada en los años que van desde el 36 hasta, al menos, los 50.
Malos tiempos 36-39, Paracuellos, Barrio. Algunos de los álbumes de Giménez publicados desde los años 70 son relatos únicos de un tiempo lleno de sombras, de hambre, de misoginia, de venganza. El tiempo de los desamparados, el de los abusos, el de los abusones. Tiempo también de una dignidad callada. Dignidad de los de abajo que Giménez ha reivindicado con tenacidad en las páginas de sus obras, también en aquellas que no se corresponden con la memoria de la posguerra.
Giménez no siempre vivió en Madrid. Esta tarde, por ejemplo, algunos de los recuerdos lo sitúan en Barcelona. En el entorno de la Rambla, en las Selecciones Ilustradas, un sello de tebeos que el autor caricaturizó en su serie Los Profesionales. Cuatro tomos que no lo explican todo sobre la incipiente y precaria industria de los tebeos de los años 60 y 70 y que, sin embargo, permiten conocer eso y mucho más. Cómo actuó la represión de almas y cuerpos en el franquismo mediano y tardío. Cómo se conseguían abrir pequeñas ventanas en esa habitación cerrada. Qué difícil es, a pesar de la censura y la ignorancia, tapar las salidas a la dignidad, el humor corrosivo y la ternura.
Unos pocos profesionales se sientan esta tarde (año 2017) en torno a una mesa. Uno de ellos ha servido cubatas para todos y hay patatas fritas, pistachos, unos aperitivos de tipo oriental, croquetas y tortilla. Los profesionales son Giménez, Enrique Ventura y Adolfo Usero, también está Enrique Flores, dibujante de otra generación. Profesionales y apasionados del tebeo en torno a una mesa.
Salen los nombres de la editorial Molino, de Casas, de Bonelli, recuerdos de Hipo, Monito y Fifí, de la serie de El Hombre enmascarado y del almanaque Chicos. Pasan las horas contando la anécdota del que no dibujaba nada del otro mundo pero tenía éxito, también la de los ‘pasados’ que dibujaban El Víbora, hablan del que tuvo mala suerte, del que quería ser buena persona pero no le salía, y del que tuvo que dedicarse al tebeo picante cuando la factoría Interviú-Lib se lo comía todo.
Un amigo prepara la segunda o tercera ronda de cubatas. Los recuerdos van y vienen, intercalados entre alguna reflexión sobre el presente. También sobre la diferencia entre “tener talento” y conectar con el público a través de las viñetas. Giménez ha conseguido ambas cosas. Su mesa de trabajo muestra cómo lo ha logrado. Cada día dedica varias horas al trabajo. No las suficientes para hacer una página, nos dice, eso lleva más tiempo. Comenzó mucho antes de saber que se podría dedicar a ello, por eso, cuando a su álter ego en la serie Paracuellos, Pablo, le preguntan qué quiere ser de mayor, dice “médico”. Pero ya era dibujante de tebeos, y en 2017 sigue siéndolo. La adaptación de La máquina del tiempo, de HG Wells, y el octavo tomo de Paracuellos han sido las últimas obras que ha publicado.
Distinto de los Paracuellos, Barrio y la serie de España una, grande y libre con las que Giménez se consolidó como uno de los dibujantes más importantes de la España roja que volvió a emerger públicamente en 1975, en La máquina del tiempo, aparecen, no obstante, algunas de las constantes de su obra. La lucha de clases, la crítica a la burguesía y el valor del amor y la lealtad.
De amor y lealtad va también el primer relato del último álbum de Paracuellos, el octavo de la serie. Con los años, Giménez ha abandonado la denuncia descarnada de los días del auxilio social de esta localidad cercana a Barajas para escudriñar el valor de denuncia que hay en las historias mínimas, costumbristas, de ese encierro de hijos y huérfanos de los perdedores de la guerra.
Hambre, sed, aburrimiento y temor a las represalias. El destino de los muchachos del Auxilio Social fue entrar al mundo adulto por la entrada de servicio. Atendidos en la medida en que se les encontrase una utilidad, castigados al menor conato de rebeldía contra el autoritarismo imperante. En el Auxilio Social, en el mundo de los adultos, los curruscos de pan tienen más valor que cualquier discurso, el agua fresca de un botijo es un trago de felicidad y en el que las madres no tiene la culpa de no visitar a sus hijos internados.
El mundo en el que crecieron Giménez y Useros. Apuramos el último cubata con los profesionales. Al final de la reunión siempre hay prisas para hablar de los encargos, los libros prestados, los “quiero que mires esto”. En torno a su mesa de trabajo, minutos antes de la despedida, Giménez nos muestra la trastienda de su trabajo. Debajo, sigue el tránsito de la calle Atocha, con sus cientos de historias. Nunca sobra una bien contada.
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