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Vacaciones
32 de agosto
Hoy es 32 de agosto, o al menos eso pretenden las células de vacacionantes rebeldes que tomaron anoche aeropuertos, peajes y estaciones, con un objetivo salvaje: reclamar que el calendario no avance hasta que se renegocie un nuevo acuerdo social en cuanto al derecho al tiempo.
Ante las primeras noticias de este insólito hecho son muchos y muchas quienes se han dirigido a sus informativos y cabeceras de confianza para hallar a su vez un panorama nunca visto: redacciones desiertas u ocupadas con sombrillas e irónicas pelotas de playa daban la pista de algo que muchos se encontrarían después en oficinas y centros de trabajo: sillas vacías y gente tomando el sol en los pasillos.
“La verdad es que yo no sabía nada, pero me he encontrado con el percal en el supermercado y me he vuelto al coche, que todavía andaba la tumbona caliente en el maletero”, comentaba Mario Hernández, reponedor de Mercadona, mientras terminaba una novela de Truman Capote cómodamente instalado en la sección de cremas solares. Nadie parece saber cómo se ha detonado la protesta, y de qué manera tantos veraneantes a lo largo y ancho del Estado se han coordinado para ejecutar tan demencial acción. “¡Abajo la depresión post-vacacional, que se deprima la patronal!”, coreaban exaltados a primera hora un grupo de comerciales de mediana edad en un camping de Asturias. Esta minimanifestación y muchas otras similares llevan horas circulando en las redes sociales bajo el hashtag #32deagosto.
“¡Abajo la depresión post-vacacional, que se deprima la patronal!”, coreaban exaltados a primera hora un grupo de comerciales de mediana edad en un camping de Asturias”
“Lo que me gusta de esta movilización es que está abierta a cualquiera, yo misma, que llevo tres años sin vacacionar, me he enfundado las chirukas y he enfilado hacia El Retiro como quien emprende un safari”, ha afirmado una trabajadora de Glovo, que lleva 36 meses en fila colgada a la app. “Me dirás, ‘pero si tú no tienes ni contrato, a santo de qué pides más vacaciones’, y mira, yo ahí veo una rebelión, un aullido contestario, un desplazamiento del marco, en plan: ¿me vas a decir tú a qué tengo que aspirar yo, so imbécil?”.
“Era petarlo todo o petar nosotras”, ha declarado con relajada convicción María Pérez, una madre trabajadora que pasaba dos semanas de asueto entre árboles, montañas y alegría. “Llevábamos un par de días intentando consolar a los niños ante el obligado regreso a las extenuantes rutinas cotidianas, las prisas, las obligaciones, el encierro, los gritos por el estrés, la disciplina hostil de la sociedad moderna que interiorizas y reproduces por generaciones y generaciones de desgraciados, así hasta que un día fuimos honestas con nuestras vidas y vimos que nuestros argumentos solo se sostenían con la vetusta ética del trabajo y la devaluación consuetudinario de nuestro tiempo y nuestro deseo”, ha declarado Pérez bajo la mirada conmovida de sus hijos. “Coño, ya era hora —apuntaba su primogénito, un zagal de ocho años—, nosotros es que somos demasiado jóvenes para someternos al autoengaño: la vida es una mierda si tienes que entregar once doceavos de la misma a cambio de cuatro semanas de paz”.
Un manifiesto, firmado por el Frente Revolucionario de Agosto, se ha viralizado a partir de las 10 de la mañana: “Nosotros, los imbéciles del portátil, las que contestamos mails en las vacaciones, los que viven el domingo como el nuevo lunes, las que arañamos horas de sueño para entregárselas a una productividad idiota, los hámsters más entusiastas de la rueda, oprimidas y vilipendiadas por nosotras mismas y nuestros esclavistas super egos declaramos: se acabó. La vida es larga, y las vacaciones cortas. La vida es corta, y el curro no acaba nunca. Lo mires como lo mires, la cosa no se sostiene. O nos dais un mes más de vacaciones o aquí no vuelve ni Peter”, rezaba.
“Convengamos que el manifiesto es poco serio”, ha valorado, en bermudas con estampado de palmeras, el antropólogo especializado en movimientos sociales Chango Ortiz, “pero para alcanzar semejante profundidad impugnatoria del modelo, semejante sopapo al paradigma del trabajo como único recorrido digno de la vida humana, supongo que hacía falta un poco de chufla. Por otro lado, entiendo que el hecho de que la gente esté de buen rollo y bienhumorada contribuye a garantizar la reproducción del movimiento durante algún tiempo. A lo que asistimos, después de todo, es a la prolongación política de un estado de liminalidad que sucede más o menos en la operación retorno, cuando atravesamos el rito de transición anual por el que abandonamos el dominio sobre nuestro propio tiempo para entregar nuestra fuerza de trabajo, nuestras horas, y nuestra savia vital, a un sistema depredador que apenas nos compensa por toda la vida que nos roba”, ha concluido el investigador entre lágrimas.
“Lo que no queremos es volver a nuestras vidas de mierda”, resumía entre risotadas Ricardo Flor, oficinista 40 horas a la semana por contrato, y otras 20 horas más por gilipollas
“Lo que no queremos es volver a nuestras vidas de mierda”, resumía entre risotadas Ricardo Flor, oficinista 40 horas a la semana por contrato, y otras 20 horas más por gilipollas. “Bueno, por gilipollas no”, se explica, “es que si no haces horas de más, si dejas la oficina antes de que el astro rey se oculte tras las últimas montañas del horizonte, quedas como alguien poco comprometido con el trabajo”, se sincera. “¿¿Pero cómo hemos llegado hasta aquí??”, se interroga con la cabeza entre las manos.
Gracia Gil ha compartido sus motivaciones personales en un vídeo en Instagram. “Llevo un mes de trabacaciones, que lo llaman, rastreando wifi entre las cabras. He llegado a sentir odio por mí misma. Una parte de mí, la heredera de la noble lucha obrera que conquistó vacaciones pagadas para todas, quería estrangular a la otra parte, ese ser tan agradecido por tener un trabajo en esta escalada de precarización y exclusión que no podía concebir defraudar a la empresa”. En el vídeo, Gil explica cómo consiguió encontrar una salida a un pulso que la mataba por dentro: “Alguien me dijo que era una privilegiada por tener vacaciones, y que no tenía derecho a quejarme, en ese momento vi ante mis ojos pasar toda la lucha obrera del siglo XX. Porque, dime tú, ¿qué es la lucha de los trabajadores sino una batalla histórica por el derecho al tiempo, sin miedo a la pobreza o la miseria?”.
Si bien el movimiento espontáneo ha contado con la adhesión y simpatía de una parte considerable de la sociedad, no faltan los que afean que en un periodo de crisis total, con tanta gente con escasos recursos, la emergencia climática amenazando la vida en la tierra, y la factura de la luz por las nubes, no tengan nada mejor que hacer que reivindicar más tiempo libre. “Nos llaman posmodernos”, declaraba una cuadrilla de treintañeros ociosos en resistencia en un vídeo, “nos señalan lo egoísta y poco prioritario de nuestra lucha, como si no nos batiéramos por el tiempo de todos, como si solo pudiésemos llevar una lucha cada vez: pero hasta para ir a tomar las eléctricas ladronas necesitamos un tiempo que no tenemos. No sabemos si nosotros somos posmodernos, pero sí que quienes nos acusan de serlo son los clásicos granos en el culo de la noble imaginación política, motor de cualquier cambio histórico”.