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Ecofeminismo
Libros para paliar, un poco, el déficit de naturaleza
En pleno confinamiento estricto, del principio de la pandemia, me llegó un tuit que es el germen de este artículo. En una primera imagen, se veían logos de distintas empresas automovilísticas. Preguntaba cuántos reconocía. Todos. Y eso que no tengo coche y no me llaman nada de nada la atención.
La segunda imagen mostraba hojas de distintos tipos de árbol. La pregunta era la misma. ¿Cuántos reconoces? Estupor: roble, castaño de Indias y poco más. Os juro que los árboles me interesan infinitamente más que los coches. El tuit continuaba invitándome a la reflexión: ¿por qué reconocemos más marcas de coches que tipos de árboles?, ¿cuáles son más importantes para nuestra vida, para la vida?, ¿puedes hacer algo para solucionarlo?
Esta anécdota se quedó prendida en mi cabeza. En mi pecho. Desde luego, quien diseñó el tuit consiguió su objetivo. Y se complementó con otra anécdota familiar al poco tiempo. Tengo un hijo que ahora tiene siete años. Con seis recién cumplidos, una tarde, me preguntó: “mamá, ¿qué coche es ese?” Tardé en entender la pregunta. Repito que no tengo coche, y este niño en cuestión los odiaba, porque se marea muchísimo y vomita cada vez que monta en uno (condicionamiento clásico a tope). “No sé, creo que es un XXXX”. Se pasó toda la semana preguntándome las marcas de los coches cuando íbamos por la calle. Nunca, nunca, me ha preguntado nombres de árboles; alguna vez, de pájaros. Su mejor amigo conocía muchos tipos de coche, y él también quería conocerlos. ¿Por qué es socialmente relevante conocer coches y no lo es conocer flores, árboles o insectos? ¿Qué estamos haciendo mal?
Desde entonces, me propuse paliar un poco mi ignorancia. Voy por los parques intentando reconocer árboles, y me agacho a ver las hierbas que crecen en los parterres. Con los insectos, lo admito, todavía no he empezado. Intento llenar ese hueco en mi conocimiento, y tal vez, también en mi alma. Una vez que caí en la cuenta de esta contradicción en mi formación, debo reconocer que me duele. Tengo, claramente, déficit de naturaleza, como nos explicaba nuestra compañera Elvira C. Pérez en este artículo. Y no quiero que mi hija y mi hijo lo arrastren. Tampoco mi alumnado.
Puedo discutir la afirmación de que lo que no se conoce, no se ama, no se puede cuidar. No conozco los árboles, pero siento hacia ellos un respeto y un agradecimiento profundos. Tal vez se puede matizar: lo que se ama, se debe conocer. El caso es que decidí paliar un poco mi analfabetismo sobre naturaleza, porque lo mismo me pasa con los peces (reconozco el gallo, la trucha y la merluza. Ya), con las plantas, con los pájaros… Mi incultura naturalista llega a límites vergonzantes.
Y como nos tememos que este desconocimiento de lo natural es “mal de muchos”, en Saltamontes nos ha parecido oportuno que comparta los libros que más me han acercado a mitigar un poco esto del déficit de naturaleza. Aunque, no nos engañemos, lo que más lo soluciona es pasear por el campo al lado de alguien que sepa, una abuela, tu amiga entomóloga, ese sobrino que tienes que está loco por los pájaros… Cultivar una huerta, o al menos visitar la de tu grupo de consumo. O apuntarte a las actividades de conservación de la naturaleza del grupo local de Ecologistas en Acción que te pille más cerca.
Todos los libros que voy a reseñar aquí los he disfrutado mucho. Están destinados a personas adultas, pero de algunos he compartido fragmentos con mi hija y mi hijo, y también los han disfrutado. Algunos se leen de corrido, y otros son para sacar de vez en cuando de la estantería. Habrá cien mil más hermosísimos, y esperamos que nos los recomendéis por las redes sociales.
En la profundidad de los océanos y en el silencio del paisaje
Soy muy fan de un científico del CSIC, experto en microbiología, que me parece un divulgador maravilloso, con una prosa muy inteligente, muy cercana y nada pedante. A mis manos llegó Bajo la piel del océano, de Carlos Pedrós-Alió, publicado en Plataforma Editorial. Un ensayo en primera persona en el que el autor conjuga sus reflexiones personales durante las expediciones oceanográficas con información y anécdotas sobre seres tan dispares como las ballenas (¿sabías que cada especie tiene un chorro distinto?) y sobre los microorganismos que viven en las profundidades marinas. Todavía estoy asimilando datos como este “si pusiéramos en uno de los platillos de una balanza gigante todas las bacterias del océano, para equilibrar el fiel de la balanza tendríamos que colocar 214 millones de ballenas azules en el otro platillo”. El mar es un compendio de vida asombrosa, en gran parte desconocida. Los problemas que el cambio climático y la contaminación conllevan a estos ecosistemas se nos explican al mismo tiempo que describe qué es la bioluminiscencia y cómo se siente uno al bajar al fondo marino en un batiscafo… Ganas me han dado de ponerme a estudiar ya mismo biología marina, para enrolarme en alguna expedición.
Otro autor al que admiro mucho, y que me encantaría que me dejara seguirle en sus correrías por los montes, es Carlos de Hita. Es especialista en paisaje sonoro. ¿Y qué es eso? Se descubre en su libro El sonido de la naturaleza. Calendario sonoro de los paisajes de España. Editado de manera exquisita por Anaya Touring, este libro bellísimo nos lleva de paseo por diferentes paisajes de nuestra geografía, y además de relatar con una prosa hermosa, nos remite, mediante un código qr, a la grabación de los sonidos que en ese paraje se recogieron. Así podemos escuchar el zumbido de las abejas, el ladrido del zorro, la tormenta aproximándose, los flamencos, las grullas, la berrea de los ciervos, la manada de lobos… Y podemos descubrir cómo nombrar toda esa belleza sonora. Y cómo identificarla, gracias a las ilustraciones de Francisco J. Hernández. Nos encanta ponerlo en casa, leer un pasaje, escuchar los sonidos que lo protagonizan, y soñar con pasear por esas tierras o esas rocas, en silencio sonoro. He echado de menos alguna cita literaria de autora, pero las que hay recogidas son tan bellas…
La cultura rural y la constancia de un diario
Autora queridísima de este blog, María Sánchez, publica en GeoPlaneta Almáciga, su vivero de palabras de la cultura rural. Este libro en sí mismo es un objeto precioso. Las ilustraciones de Cristina Jiménez son de una delicadeza poética. Me conquistó enseguida porque habla de las palabras, de la importancia de nombrar y de cuidar el lenguaje con el que percibimos la realidad. Saber cómo se denomina en nuestros pueblos a la última luz de la tarde, la oriscana, o a la escarcha que blanquea los campos, la cencellada, o las pergañas, las semillas que se quedan enganchadas en los bajos de los pantalones y los cordones de los zapatos. En cuanto llegue la primavera, prometo truchar los pies en algún arroyo. Recoge las palabras que nos hablan de todo el saber rural que estamos perdiendo, porque son las palabras y los objetos y quehaceres que se olvidan. Como los trabajos comunitarios, que tienen nombre en todas las hablas y lenguas de la península, y que son una llamada a construir lo común. Este libro está lleno de citas maravillosas, de autoras y autores que tendré que leer algún día. María Sánchez sabe de campo, y de literatura. Por último, para que os queden aún más ganas de disfrutarlo, os aviso de que es un libro lleno, lleno de preguntas. De las preguntas que se hace la autora, sensible observadora de lo que la rodea, ante la vida, ante las palabras.
Pendiente desde hacía ya tiempo tenía el Diario del naturalista, de Wheelwright y Heinrich, que ha publicado una de las editoriales pioneras en mundo natural, Errata Naturae. Es una guía de observación, un poco voluminosa para llevarla encima, que enseña cómo organizar un cuaderno quinquenal de apuntes sobre naturaleza. Te animan a desperezarte y a observar lo que tengas cerca: esos brotes en los árboles de tu calle, los cantos del jilguero que oyes desde tu casa, las hierbas que crecen en la acera… o en tus paseos por la montaña. Es otro libro hermoso, porque está muy bien editado y cuenta con unas ilustraciones, de Heinrich, que son una maravilla. Reconozco que me atrae mucho la idea de educar en la observación y en la constancia, que van implícitas en la idea del cuaderno de campo.
Entre árboles y plantas
Los tres siguientes libros van de plantas y árboles. Uno para tener en la estantería, o exponerlo en una vitrina, de lo bonito que es: Botanicum, de Katie Scott y Kathy Willis, de Impedimenta. Es uno de los que más he compartido con mis hijos. Es de gran formato y sus dibujos capturan. Nos habla de cada tipo de planta como si hiciera un recorrido por las salas de un museo. Sala 1, las primeras plantas; sala 4, las herbáceas; sala 6, orquídeas y bromelias (¿sabes que las piñas son bromelias? Yo no tenía ni idea).
Para aprender sobre los árboles que tenemos cerca quienes vivimos en la ciudad recomiendo el trabajo de nuestro compañero de Ecologistas en Acción Luciano Labajos, bellamente ilustrado por Clara Moreno, editado en Penguin. Un libro de formato grande (no esperéis una guía de bolsillo), Árboles de tu ciudad, que nos habla de los árboles más habituales en calles y parques de los núcleos de población españoles. Nos cuenta sus orígenes, las características, usos prácticos y anécdotas históricas. Así he descubierto que ese árbol que me impresionaba en octubre en el camino al trabajo con sus brillantes hojas rojas es un liquidámbar o que el que da las bolitas negras en las aceras del pueblo es un aligustre. Y que los árboles que me sorprendieron con su olor cuando por fin pudimos salir a pasear después del confinamiento eran paulonias. La parte educativa del libro merece mayor desarrollo, porque hay mucha necesidad de libros prácticos sobre naturaleza cercana para usar en el aula. He aprendido mucha terminología de botánica. Y es que Luciano Labajos es un referente en jardinería ecológica y respetuosa.
El siguiente libro lo busqué a propósito. ¿No os encantaba ver los parterres llenos de hierbas después del confinamiento? ¿Y los parques con amapolas, con caléndulas en flor? Sentí una tristeza enorme cuando volvieron los operarios a dejarlo todo bien “limpio”, desangelado. Una flor en el asfalto, de Raquel Aparicio y Eduardo Barba responde a la admiración por los hierbajos y las florecillas. Escrito en primera persona, entre sus páginas nos hablan seres vegetales de nombres tan sugerentes como llantén, matacandil, o zarramaga. En cuanto pueda, me voy a hacer una ensalada de verdolaga y de diente de león. Nos cuentan, con tono airado y de reproche muchas veces, cómo son y dónde viven todas estas plantas supervivientes, colonizadoras de espacios claramente hostiles, como los descampados, los muros o las calles asfaltadas. La preocupación por la contaminación y por algunas costumbres absurdas y ecocidas que tenemos los humanos nos llega desde estas páginas, entre ilustraciones y anécdotas. Esperamos que en la segunda edición (¡tiene que haberla!) se puedan corregir algunas erratas que se han escapado. El descubrimiento de la Editorial Tres Hermanas, que no conocía, merece la pena: tiene un montón de literatura de autoras de lo más apetecible.
Sabiduría indígena y ciencia
Por último, un ensayo largo y denso, hermosísimo, que me recomendó Luis González Reyes. Una trenza de Hierba sagrada, de la botánica nativa americana Robin Wall Kimmerer, es un librazo. Lo publica Capitán Swing, otra de nuestras editoriales de cabecera. La autora, en primera persona, desgrana lo que ha supuesto para ella el contacto con la naturaleza, desde la cosmovisión de su pueblo. Conjuga el conocimiento indígena, dándole una explicación científica. Nos explica la importancia de los cultivos asociados, la belleza del nenúfar, la cultura del agradecimiento… Sus reflexiones sobre maternidad, o sobre educación, me han interpelado muchísimo. “Tengo miedo de que un mundo de dones no pueda coexistir con un mundo de bienes de consumo. Tengo miedo de que no seamos capaces de proteger del Wendigo todo aquello que amamos. (…) El cambio climático derrotará sin lugar a dudas a todas aquellas economías basadas en la apropiación desmedida que no da nada a cambio. Pero antes de que el Wendigo muera, destruirá mucho de lo que amamos. Podemos esperar a que el cambio climático reduzca al mundo y al Wendigo a un charco de agua rojiza, pero también podemos ajustarnos las raquetas de nieve e ir a por él.”
Todas estas autoras y estos autores adoran el océano, los bosques, los jardines urbanos, los ríos, los huertos. La vida. Todos estos libros demuestran y transmiten un profundo amor por la naturaleza. Un amor que surge de la cotidianeidad y el asombro. De la humildad de saberse interdependientes. De la generosidad de querer compartir esos saberes y, sobre todo, esa admiración.