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Opinión
En tiempo de villanos

La posición del brazo no dejaba espacio para muchas dudas. Y aunque los analistas más perspicaces de todas las televisiones habían fantaseado con la euforia, con la magia y con los picores, la mano se erguía en dirección a las nubes y buena parte de los transeúntes se dejaron llevar, miraron hacia arriba para buscar respuestas. ¿Era una mano o era un cohete? ¿Señalaba hacia arriba o hacia nosotros mismos? La respuesta no estaba en el azul del cielo ni en la lluvia que caía —por fin. La respuesta la habían tenido siempre delante de sus ojos, pero por no mirar con los filtros adecuados, ahora iba a llegar la tempestad.
Al ángulo de un brazo tenso, se le sumaban otros detalles. Estaban la verborrea y la amenaza, el castigo y el perdón, el ataque y la defensa. Estaba el delirio desmedido, el que es capaz de mover montañas o de hacerte caminar aunque se te haya quedado un miembro congelado y te lo vayan a amputar. De la boca, de tanto gesticular, se formaba una salivilla blanquinosa en la comisura de los labios que a nadie llamaba la atención, pero que le confería a los sujetos más irritados un aura de malos de película, de los que van en coches con las lunas tintadas de negro y llevan gafas de sol por la noche.
¿Qué se hace en tiempo de villanos? ¿Una cómo se sacude la maldad y el desasosiego de la camisa? ¿Sería posible arrastrar la capa de ira que cubre los poros de la piel con una simple toallita? La industria se quedó con la idea y los supermercados empezaron a comercializarlo y, una vez más, el capitalismo había ganado la partida.
Jóvenes, y no tan jóvenes, entraban a las tiendas y a las farmacias en busca de las toallitas antiira. Por la calle, de forma casi despistada y automática, abrían los paquetes de veinte unidades, extraían un ejemplar húmedo y lo restregaban contra todo su cuerpo con fuerza. Cara, brazos, pechos y piernas. También se frotaban en las axilas. Después de varias pasadas, toda la ira se iba fuera y ya podían volver a sonreír. Algunos hasta se hacían heridas y luego sangraban, pero para eso ya había una cura inventada y no daba tanto miedo o tanto reparo. Lo importante era lo de la ira, el mal carácter y las ansias de grandeza, y lo demás había dejado de importar.
En las calles de todas las ciudades se amontonaban toallitas antiira, porque en tiempo de villanos tampoco se usaban las papeleras ni los cubos de basura ni mucho menos los contenedores de reciclado. En las zonas verdes, al lado de los parques infantiles, junto a las colillas y a las latas vacías de cerveza, se arremolinaban también las toallitas antiira. La gente menos pudiente, de entre esos montones, rescataba algunos ejemplares todavía húmedos y casi totalmente blancos para volverlos a usar y ahorrarse cinco euros el paquete.
En tiempo de villanos, más centradas en el consumo del nuevo producto, en la apariencia con la que salíamos a las calles o hastiadas de tanto pensar en el futuro, que nunca llegaba cuando se le requería, fuimos dejando hacer. Primero fue un gesto descarado, después unas cuantas amenazas y finalmente un nuevo tipo de destrucción.