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Laboral
Trabajadores pobres: condenados por las reglas del juego
Las de Luis, Jenifer y Patricia son las vidas de tres de las 2.600.000 historias de personas que están en riesgo de pobreza a pesar de tener una nómina.
Luis y Jennifer le tienen miedo al invierno, al viento helador que entra por las rendijas de sus ventanas, a la gotera que cae a los pies de su cama los días de lluvia. Les asusta que todo sea exactamente igual al año pasado, cuando ocuparon el apartamento.
En cambio, Patricia no levanta tanto la vista. Su mayor fantasma aparecerá en dos semanas: ha calculado que para entonces se le acabará el dinero. Tendrá que racionar la comida hasta que se vacíe la nevera de la vivienda que ocupa.
El 4 de septiembre la despidieron del trabajo porque la empresa cerró. Llevaba un mes y medio ahí con un contrato a media jornada: 428 euros. Hasta ahora, ese sueldo mantenía a Patricia y a su niño de 10 años. Luis, en cambio, es repartidor a jornada completa. Aunque él pone su furgoneta y el combustible: ingresa 704 euros, menos los 200 que gasta de media en el gasoil. Su mujer, Jennifer, cuida de los cuatro hijos que tienen, ordena la casa y se ofrece para limpiar en otras viviendas. Patricia, Luis y Jennifer siguen la primera regla que les exige la sociedad: trabajar.
El primer impulso de Patricia cada mañana es encender la luz “para ver si sigo enchufada”, explica. Hace justo un año, ocupó un piso en Parla y varias veces le han cortado el suministro. Entonces la comida de la nevera se pudre y surge una grieta de desesperación: “Cuesta tanto llenarla”, comenta.
En 2015, trabajaba en un matadero de Toledo como autónoma y cobraba un sueldo digno. Ese año, tuvo un accidente de coche y no pudo volver a su empleo. Tras esto, dejó su piso porque no lo podía pagar y se fue a vivir un tiempo con una de sus hermanas. Pero eran demasiadas personas para un piso de 60 metros cuadrados.
Las secuelas del accidente todavía las siente en su cuello: no puede hacer algunos movimientos. Por eso, pidió la incapacitación aunque solo le concedieron un grado de un 6%. Y cada mañana, sin necesidad de un recordatorio físico también nota las consecuencias de ese percance de 2015.
Patricia, de 29 años, vive con su hijo en un piso de Bankia: “Hasta que no te toca a ti, no sabes lo que es ocupar”. Cuando entraron en la vivienda, llevaba cinco años vacía. Tuvo que arreglar el baño, los cables de la luz y la cocina: “Estaba llena de cucarachas”, señala.
Luis cobra el sueldo mínimo y tiene cuatro hijos. No le alcanza para alquilar una vivienda y por eso ha tenido que ocuparla
Luis y Jennifer, de 38 y 32 años respectivamente, compraron en 2006 un apartamento en Burgos. “Un cuchitril”, apunta Luis. Dos años después, le despidieron de su empleo como operario de mantenimiento de carreteras. Y, en 2009, dejaron de pagar la hipoteca a Bankia. El desahucio se produjo tres años más tarde.
A partir de ese momento, vivieron con los padres de él y en pisos de alquiler. Cuando ahorraban un poco de dinero se mudaban a un apartamento hasta que se volvían a quedar sin ingresos para pagarlo. En diciembre del año pasado decidieron ocupar un piso con sus cuatro hijos: “Con el poco dinero que entraba en casa, tenía que elegir entre la renta o que comieran mis hijos”, narra el padre. Segunda norma del sistema: comprar una vivienda.
“Nos daba miedo ocupar una vivienda pero desde el primer momento pedimos un alquiler social. No creo que nadie quiera estar así, con la intriga de si te van a tirar la puerta abajo”, apunta Luis.
El apartamento que ocupan pertenece a Caja España. Esto ha complicado su caso: fueron desahuciados por Bankia pero han entrado en la casa de otro banco distinto.
Además, como Luis tiene una nómina, los servicios sociales del Ayuntamiento de Burgos no consideran que su perfil sea prioritario. “A veces pienso que si no trabajara, que si todo estuviera un poco peor, nos ayudarían más”, sentencia Luis.
Sin embargo, explica que su empleo le “despeja, no me como tanto la cabeza porque siento que estoy haciendo algo por mejorar la situación”. Sus compañeros conocen lo que está sufriendo y le animan. Pero se lo oculta a su jefe. Siente vergüenza al contarlo y, sobre todo, tiene “miedo a perder el trabajo”, reflexiona Luis.
Su mujer, en cambio, se queda en casa y hace malabares con el dinero: “Pienso qué voy a poner para comer a mi familia para que el sueldo nos alcance todo el mes”. Pero entre nómina y nómina, los días se hacen muy largos: “Pasan las primeras semanas y lucho y aguanto, pero llega el día 20 de cada mes y exploto. Esto es muy duro”, reflexiona Jennifer.
Patricia, en Parla, ocultó que estaba de ocupa mientras trabajaba. Se veía sola, sin el respaldo emocional de alguien que le dijera que ella no es culpable de su situación. Todavía no quiere salir en las fotografías. Aunque argumenta sin dudas que no ha hecho “nada ilegal: la vivienda estaba vacía. Es mejor para los vecinos que yo esté aquí y la mantenga”.
Con la ayuda de la PAH, pidió hace meses un alquiler social a Bankia. A pesar de que entregaron toda la documentación solicitada, nadie se ha puesto en contacto con ellos. Y, como alterna contratos temporales y vive de ocupa, los servicios sociales tampoco consideran su caso urgente.
Mientras espera respuesta, su rutina se divide entre repartir currículos, su hijo y la casa. Cuando va al supermercado siempre lleva una calculadora y resta lo que tiene para gastar menos lo que va poniendo en el carro. Patricia es madre soltera, el padre de su hijo desapareció dos meses después del nacimiento.
Algunas veces, se apoya en su familia y en sus amigos para llenar la nevera. “Aunque ellos también sufren lo suyo”, comenta. En una ocasión se acercó a un centro de reparto de comida en Parla e hizo “una hora de cola bajo la lluvia, con mi niño, para que me dieran unos pocos paquetes de pasta y leche”, se indigna. No volvió.
Son pequeñas cicatrices de una vida que nunca imaginó. Por eso recuerda con claridad que el año pasado no había dinero para celebrar el cumpleaños de su hijo, que este verano no le ha podido mandar de vacaciones para que desconecte, que han pasado dos años desde que se compró el último “capricho: algo que no necesite para sobrevivir. Era ropa”, señala.
La salida del pozo
Para estas dos familias, la rutina consiste en contar: euros, días para cobrar la nómina, currículos entregados o kilos de comida en la despensa. Hay poco tiempo para planear el futuro.“Lo único que hacemos es luchar, sobrevivir”, sentencia Luis. “El sistema nos ha echado”, denuncia Patricia. Y en sus casas, en sus nervios, se ve ese sentimiento de intranquilidad perpetua. La pareja de Burgos decoró su nuevo hogar con muebles que encontraron en la basura. “No puedo invertir el dinero que no tengo en ello o en pintar; además con el miedo de que nos echen”, resume Luis.
A mediados de agosto, la Policía vino para desahuciar a su vecino, también ocupa. Jennifer vio y escuchó lo que pasaba en la puerta de al lado. “Como se les hubiera ocurrido pasar aquí al lado...”, rememora.
Patricia se encuentra con la incertidumbre mientras duerme: “Tengo pesadillas en las que sueño que alguien entra por la noche en la casa. Me he despertado muchas veces a las tres de la mañana asustada”, cuenta.
Entonces amanece otra vez y se guarda para ella los malos pensamientos. Su hijo no entiende la situación. Solo sabe lo que ve y vive: ha cambiado cuatro veces de colegio en los últimos dos años. Aunque no es consciente de lo que pasa, “lo demuestra con su comportamiento: está muy revoltoso, un psicólogo le está apoyando porque ha repetido 4º de Primaria”, explica su madre. Dice que no quiere irse de Parla, que ya ha hecho amigos.
Por eso, Patricia se esfuerza tanto en encontrar un empleo en la zona sur de Madrid. Aunque, cada día, consume gasolina de su coche. Un gasto más que casi no puede cubrir. Por eso, se junta con gente del barrio para repartir currículos y visitar empresas. “Compartimos gastos incluso para conseguir trabajo”, apunta.
Uno de los cuatro hijos de Luis y Jennifer comenta desde el pasillo de la casa que “entra tanto viento por las rendijas que parece que va a abrir la puerta de la habitación”. Los dos hijos mayores, de 13 y 10 años, son conscientes de lo que están viviendo. En el colegio, los profesores también lo saben y apoyan a la familia. Los dos chicos pequeños, de 3 y 4 años, no entienden bien qué pasa. Pero lo sienten, por ejemplo cada mañana, cuando no hay agua caliente suficiente para se duchen los seis habitantes de la casa.
Jennifer motiva a sus cuatro hijos con planes de futuro: “Les explico que estamos buscando una casa mejor. Una donde puedan pintar las paredes como quieran, donde tendrán habitaciones para ellos solos”, expone. “Yo nunca les he dicho que nos van a echar a la calle”, sentencia.
Patricia, Jennifer y Luis cumplieron con las normas de juego del sistema: trabajo, esfuerzo y casa. Y cuando le han necesitado, descubrieron que habían sido expulsados. La ecuación lógica de empleo y estabilidad ha desaparecido. Según la oficina de estadística europea, Eurostat, el 13,1% de los españoles son trabajadores pobres.
“Si te rindes, pierdes toda la esperanza”, reflexiona Luis quien sufre, con su mujer, casi diez años de malas rachas. Patricia, después de estos meses, se ha convencido de que la vivienda no tiene por qué ser un problema: “Volveré a ocupar si mañana me desalojan. Lo importante es mi hijo”.
Esta determinación viene porque pelean por el futuro. Aunque Luis duda de que quizá ya estén ahí: “Me rallo porque, aunque tiramos, luchamos, nunca salimos” del pozo.