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Estados Unidos
Seis minutos y veinte segundos para silenciar las armas
Los supervivientes del tiroteo de Parkland (Florida) lideran la Marcha por nuestras vidas en un sábado de manifestaciones multitudinarias en Estados Unidos.
Parece un día de partido, pero es una jornada de protesta. La concentración estaba convocada para mediodía. Sin embargo, desde horas antes, las calles aledañas a la Avenida de Pensilvania, una perfecta diagonal entre la Casa Blanca y el Capitolio, se llenaban de gente venida de todo el país para una manifestación inédita.
En el país que adora las armas, donde la Segunda Enmienda es sagrada, cientos de miles de personas se reunían en la capital para decir que ya está bien, que están hartos de la violencia con armas de fuego y, muy especialmente, que no quieren que los niños y adolescentes de Estados Unidos vayan al colegio con miedo a sufrir un tiroteo como el que en febrero dejó 17 muertos en un instituto de Florida.
Los supervivientes del tiroteo del instituto Stoneman Douglas de Parkland, en Florida, fueron los grandes protagonistas. La denominada March for our lives (Marcha por nuestras vidas) tuvo su acto central en Washington DC, y se replicó por las principales ciudades del país.
Sobre el escenario, situado con fuerte carga simbólica frente al Capitolio, los alumnos de Parkland y otras escuelas tomaron la palabra. Los políticos callaron por un día y cedieron el altavoz a niños y adolescentes, que intercalaron sus emotivos, nerviosos y furiosos discursos, con las actuaciones de cantantes pop(ulares) como Miley Cyrus o Ariana Grande, que acabó su intervención rodeada de adolescentes histéricos por hacerse una foto con ella.
Y es que, ante todo, esta es la protesta de los niños y los adolescentes de USAmérica. Son ellos los que han conseguido que, por una vez, el debate sobre las armas no desaparezca a los días de producirse el enésimo tiroteo masivo en Estados Unidos.
Es una mañana de proclamas, gritos y canciones sobre el escenario, pero no hay palabra ni sonido más poderoso que el del silencio, el de los seis minutos y veinte segundos en que Emma González, superviviente del tiroteo de Parkland, se mantuvo en silencio frente al micrófono, las cámaras de las televisiones nacionales y los cientos de miles de personas que la escuchaban en ese momento desde la calle.
Seis minutos y veinte segundos cronometrados, eternos, de congoja. Los que duró el tiroteo en su instituto. El tiempo que necesitó el tirador para acabar con la vida de 17 personas. Seis minutos y veinte segundos en los que las lágrimas descienden por el rostro de Emma, regadas por el recuerdo de los amigos perdidos y del horror vivido. El grito hacia afuera que es toda manifestación se tornó en recogimiento y conciencia. Es un país donde mucha gente vive traumatizada por uno de sus grandes derechos: el de tener un arma, cortesía de la Segunda Enmienda.
“Las armas son parte de nuestra cultura”, explica Morgan, de 23 años, que está trabajando como profesora en prácticas en las escuelas públicas de Richmond, en el Estado de Virginia. “No debería tener que hablarles de armas a mis alumnos de 12 años, ni explicarles qué debemos hacer si alguien armado viene a la escuela”.
Al igual que otros muchos asistentes a la marcha, y que la mayoría de ciudadanos de este país, no exige tanto una prohibición de las armas como “una regulación más estricta, para ver quién puede adquirir armas que han sido construidas para asesinatos masivos. No son de caza ni para usos recreativos, son armas de guerra”.
Armas de asalto como la utilizada por el autor del tiroteo de Parkland. Morgan, que no quiere saber nada de la posibilidad, apreciada e impulsada por Trump, de que algunos profesores vayan armados, se emociona al explicar que ella está allí no por razones partidistas, sino porque, “como dice el nombre, es una marcha por nuestras vidas. Es una marcha por la vida de mis alumnos. No quiero tener miedo a hacer el trabajo que amo”, concluye entre lágrimas.
Por los altavoces suena música a todo volumen. Rock para incendiar, Celia Cruz para mover el esqueleto, los Beatles y su “Yellow submarine”... Familias enteras caminan para coger posición. La marcha se convierte en concentración. No hay ni un solo metro de espacio libre en la avenida, imposible avanzar o retroceder. La mayoría lleva su cartel. Algunos se acuerdan de Trump y sus teóricos vínculos con Rusia, otros aprovechan la coyuntura para promover su propia movida (los antiabortistas no se pierden una), muchos señalan a la todopoderosa Asociación Nacional del Rifle (“¿Cuántos niños te has cargado hoy, NRA?”, se canta) e incluso hay quien, con humor, se sitúa frente a la puerta del Hotel Trump con una pancarta pidiendo el voto para Trump en 2020 de parte de los “Inseguros hombres blancos de pene pequeño por Trump”.
Hay también veteranos de la Guerra de Vietnam que, como Bruce, de 72 años, oriundo de Minnesota, defiende que “todos somos uno. Si no hubiera muros, no harían falta armas”. Trump está obsesionado con el suyo en la frontera sur, también con darle más armas al ejército, pero según Bruce, “estamos recibiendo muchos comentarios positivos y abrazos de gente que es favorable al ejército. Lo juro. Y esto es algo muy infrecuente”.
Pasadas las 12, se da inicio oficial a la March for our lives. La manifestación se concibe como un espectáculo pensado para la televisión, nada parecido a una protesta al uso en España. Los manifestantes son espectadores de un show que discurre en el escenario y se replica por las pantallas gigantes distribuidas por el recorrido.
En él buscan su sitio Sarah, Margaret y Shonda, estudiantes de ciencias políticas, educación y periodismo, respectivamente. Las tres lo tienen claro: prohibirían las armas.
Es la posición más radical y difícil de encontrar, pero forman parte de la población negra del país, una de las más afectadas por la violencia con armas. Además, el hecho de que “hasta presidentes hayan sido asesinados, debería llevarnos a cambiar las leyes”, dice Sarah. Margaret, futura maestra, se estremece ante la idea de ser una profesora armada: “¡Me dan miedo las armas! No quiero hacerme daño o hacérselo a mis alumnos”. Por lo general, hay consenso a este respecto.
A Katya, que tiene 17 años y estudia en un instituto de Fairfax, Virginia, le parece “horrible. Hay muchas cosas que podrían salir mal. A los profesores les podrían robar el arma”. Tim, de 18, y alumno de la Universidad de Maryland, va más allá y considera que “un profesor no debería estar pensando en sacar una pistola en cualquier momento, debería poder concentrarse en enseñar, ese es su trabajo”. El de Isabella, de 17, es estudiar. “Estoy en uno de los mejores sistemas escolares del país, no debería tener que preocuparme por mi vida”.
Cameron Kasky, otro de los supervivientes de Parkland, grita desde el escenario que su generación es la del cambio y pide medidas “de sentido común”. La gente jalea y aplaude sus palabras, al igual que abuchea a Trump y otros políticos contrarios a una mayor regulación de las armas, que aparecen en los diferentes vídeos que se proyectan en las pantallas gigantes.
Durante más de dos horas la manifestación se convierte en un gran espectáculo, en una sesión de terapia colectiva. Más de 187.000 alumnos han vivido la violencia con armas desde el tiroteo de Columbine en 1999. Sam Fuentes, superviviente de Parkland, no puede contener un vómito durante su discurso. En él se concentra el trauma de todo un país. De su generación puede depender que seis minutos y veinte segundos no acaben en tragedia.