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“Todavía estamos a tiempo para salvarlo todo, todo; incluso el pseudo-socialismo instalado aquí y allá en Europa.” Estas palabras fueron escritas por Aimé Césaire en su carta de dimisión del Partido Comunista Francés el 24 de octubre 1956. Más allá de la reivindicación de una lucha por un mundo libre, justo y más humano, la denuncia de Césaire se centra en la demagogia y la impertinencia de la izquierda (comunista) por su silencio ante la represión de Stalin, así como por el colonialismo y el racismo que padecían las minorías negras en Francia. No le faltaban motivos a Césaire: les faits sont là, massifs (“ahí están los hechos, abundantes”), escribió. El planteamiento de Césaire —hay que recordar—, ya había sido rigurosamente formulado unas décadas antes por George Padmore. Ambos filósofos reivindicaban un cambio urgente de paradigmas para una sociedad más plural, capaz de sentar las bases para un vivir en comunidad.
El rigor intelectual de Césaire y Padmore nos exige descubrir nuestra misión, cumplirla o traicionarla como lo plasmó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra. Esto nos lleva a situarnos en el contexto actual en Europa, concretamente en España, donde el tribalismo, la homofobia y el racismo se han visualizado, normalizado e institucionalizado en estos últimos años. El etnonacionalismo, con el triunfo de VOX, acaba de irrumpir en España como un tsunami subterráneo del que nadie parecía haberse percatado.
Una irrupción que ha normalizado, con la complicidad de los medios de comunicación, discursos como el de Cayetano Martínez de Irujo, que en el programa de Cristina Pardo en La Sexta mostraba los fundamentos del etnonacionalismo español al que me refiero:
“Es mejor vivir en Europa porque somos unos países más avanzados (…). Es muy difícil cuando te viene un flujo de África. Conozco bien África y llevo 20 años yendo a África (…) El africano es muy diferente a nosotros y de adaptaciones muy distintas a nosotros. Los países árabes son gente mucho más culta, mucho más civilizada y se adaptan mejor a pesar del terrorismo. El flujo de africanos que llega a nuestro país puede desgraciar nuestra democracia y nuestro bienestar”.
De repente, España se ha vuelto menos empática, menos tolerante y ¿menos humanista? Para excusarse, la “gran España” se enorgullece de su gran democracia y su tolerancia hacia las ideologías que rechazan lo diferente. En Tolerancia represiva, Herbert Marcuse critica duramente el hecho de que la tolerancia esté extendida a medidas, condiciones y comportamientos políticos que no deberían tolerarse, puesto que impide construir oportunidades para una sociedad más cohesionada, más plural y abierta, y que favorezcan contemplar una existencia sin miedo y sin miseria.
¿Puede una sociedad democrática tolerar el uso de la confrontación identitaria para un rédito electoral? Mi respuesta es NO. Soy consciente, sin embargo, de que cualquier especulación sobre esta cuestión podrá ser, probablemente, tachada de utópica e ilusoria debido al carácter liberal, individualista y competitivo del concepto de la democracia en Occidente. Ahora bien, si nos posicionamos ante la necesidad de cualquier pueblo de encontrar una solución a sus divergencias y gestionar (humanamente) sus contenciosos para compartir valores y vivir en comunidad, debe imperar la necesidad de leer la historia en el presente —en color y no en blanco y negro— para inventarse un futuro.
Lo objetable en este argumento es que se trata de un desiderátum. Así pues, propongo reformular la pregunta: ¿debe una sociedad democrática planificar un proyecto de vida dentro de la pluralidad y la diversidad en base a la confrontación identitaria?
Con la irrupción de la extrema derecha, la narrativa periodística parece pintar un escenario de ciencia ficción; como si, de repente, un número considerable de españoles se hubieran contagiado de una enfermedad que distorsiona su visión de la realidad identitaria. ¿Una realidad? ¿Cuál? ¿La histórica, la ontológica o la política? Siempre, por doquier, ha habido algo de distorsión de las identidades culturales. Ahí tenemos a Martínez de Irujo.
Podemos seguir el análisis del empoderado etnonacionalismo español con la ayuda de la analogía de la película Memento de Christopher Nolan. Leonard, el protagonista de la película, es víctima de un atraco en el que su mujer acaba asesinada y él sufre una perturbación identitaria provocada por una memoria muy cortoplacista que le impide recordar quién es. Pero el ansia de venganza de Leonard, su frustración y la negación de su condición amnésica le llevan a inventarse una identidad. El resultado es que Leonard acaba adoptando una identidad ficticia, creada por las circunstancias y un entorno que tampoco comprende.
¿Sufren los militantes de VOX y Cayetano Martínez de Irujo una especie de amnesia? ¿O estamos ante una versión arcaica, vulgar y suicida de la generación del 98? No tengo las facultades ni el espacio para realizar un diagnóstico a este respecto, sin embargo, basándonos en las circunstancias, podemos argumentar en esta dirección. En todo caso, el propósito de este artículo es ofrecer una narrativa alternativa acerca del etnonacionalismo y la ideología de extrema derecha española.
El privilegio blanco
En “Identidades en pugna: África y la ontología postcolonial”, me referí a la Modernidad y la Posmodernidad como una actitud de superioridad cultural de Europa frente a los pueblos no europeos. Esta actitud ha sido descrita por Edward Said como orientalismo o el privilegio que tiene el europeo de ser el aval de cualquier cosa hecha o dicha por un no-europeo. En Orphée noir, Jean Paul Sartre describe de manera brillante este privilegio blanco: “El hombre blanco disfrutó de tres mil años del privilegio de ver sin ser visto; (…) la luz de sus ojos lo sacaba todo de la sombra”.
Así, durante siglos, ser blanco ha significado sentirse un ser superior, con capacidad racional y autoridad para estudiar a los otros pueblos y entenderlos mejor; más de lo que ellos mismos serían capaces de entenderse. Durante siglos el saber, el conocimiento y el progreso tenían que ser equivalentes al saber del hombre blanco, el conocimiento del hombre blanco. Lo que implica que el progreso solo puede venir del hombre blanco puesto que la razón, de alguna manera, solo podía ser exclusivamente blanca.
Ser blanco otorga ciertos derechos, cierto estatus social, cierta protección. Este argumento parece llevar el eco de una conspiración. El privilegio blanco consiste en cumplir ciertos requisitos socioculturales catalogados como características de una manera de ser blanco. Algunas lenguas africanas reflejan claramente esta definición. Por ejemplo, cuando te dicen tubabó en lengua mandinka, no te están diciendo que seas de piel blanca, sino que representas una manera de ser blanco o que gozas de ventajas que se supone que solo una persona blanca deba tener; en algunos casos te están diciendo que eres un alienado, es decir que aparentas ser lo que no eres en realidad.
Ser blanco y disfrutar del privilegio blanco significa (si nos fijamos en la narrativa xenófoba) no ser musulmán, no vender en la calle, no hablar de la igualdad de género, no defender la pluralidad y, esto sí, amar las corridas de toros. El privilegio blanco consiste en negar todo lo que puede unir a las personas en la diferencia, con el único propósito de asegurarse el disfrute de un modo de vida imperial. Esto es, un estilo de vida que se alimenta de la subyugación, la explotación, la discriminación y el racismo de Estado. Esto es, un estilo de vida que se alimenta de las teorías de la grandeza de la civilización occidental sobre las demás.
Racismo de Estado
En las primeras líneas de Discurso sobre colonialismo, Césaire ofrece una brillante reflexión sobre la civilización occidental y, todavía hoy, su descripción sigue valida: “Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas causados por su propio funcionamiento es una civilización decadente. Una civilización que elige cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización afligida. Una civilización que abusa de sus principios es una civilización moribunda”.
Debo señalar, antes de seguir, que la noción del privilegio blanco se ha deformado, parasitado y descontextualizado por la narrativa del racismo fenotipado. El racismo fenotipado es un reduccionismo del racismo comme il faut, es decir del racismo de Estado. Mientras que el racismo tiene manifestaciones psicológicas (falta de empatía y de tolerancia), culturales (rechazo de otras lenguas, religiones, costumbres), deshumanización (salvajismo, exotismo, permisivismo) y dominación (colonialismo, banalidad de la muerte), el antirracismo “fenotipal” pretende tomar la parte por el todo al centrar su narrativa en el color de la piel.
No podemos negar este racismo fenotipado, pero hemos de recalcar que contiene una perspectiva individualista y que sus daños colaterales son mucho menos nocivos que el racismo burocrático, institucional o lo que Jacques Rancière denomina “cold racism” (racismo frío) o “racismo intelectual”. Aunque las críticas de Rancière se centran en el estado francés, sus argumentos son válidos y aplicables a España.
Las políticas públicas en materia de inmigración consisten en implementar una serie de leyes y decretos fundamentados en los argumentos de la extrema derecha. En las últimas décadas, este racismo de Estado ha venido acusando a la inmigración de ser responsable de todos los males de la sociedad como la delincuencia y el desorden en la convivencia. Las ideas de los políticos, tanto de derecha de como izquierda, se fraguan en el discurso y las recomendaciones de los académicos.
El racismo intelectual pierde de vista un proyecto futurista para Europa que contemple la pluralidad. Inmersos en una especie de universalismo de sobrevuelo, siguen atrapados en el pasado de Europa. Su visión de Europa está limitada y anclada en el Estado-nación; su concepción de las naciones europeas es, en general, monolingüe y su noción de la identidad cultural se basa exclusivamente en valores judeocristianos. El reflejo de este racismo intelectual se puede observar a través de la ley de extranjería y los trámites humillantes para conseguir el permiso de residencia o la naturalización por arraigo. En definitiva, el etnonacionalismo no viene con VOX, se ha visualizado con VOX.
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Te has colado más que mi padre cuela las verdura para limpiarla por el colador.
Seguro que a Teodorín Obiang, negro, le tratan como un príncipe en las tiendas del barrio de Salamanca y a mí, blanco, me invitan amablemente a salir.
La aporofobia (resultado del mismo sistema racista en su vertiente neoliberal), crea es paradoja. En el momento que Obiang sea pobre, volverás a ser mejor tratado que él.