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Educación
La Formación Profesional, entre la crisis y la esperanza
La empleabilidad servil y hacer pasar formas de privatización encubierta y de explotación de fuerza de trabajo cautiva por mecanismos de aprendizaje orientado a la práctica laboral son los mimbres de la Formación Profesional.
Casi el 27% de los titulados de máster cobra menos de 1.000 euros al mes. Según el periódico El País, nuestro modelo educativo es “antinatural”: los actuales planes de estudio no se adaptan a la realidad social que viven las nuevas generaciones, un hecho que es calificado como 'bullying institucional'.
El sistema educativo de nuestro país, en definitiva, está en crisis. Ni preparada para el trabajo en una sociedad donde los contornos de las profesiones están en continua mutación; ni genera individuos críticos y reflexivos; ni, pese a la obsesión continua con las tendencias normalizadoras de las últimas décadas, consigue la obtención de buenas notas en los exámenes internacionales de alto riesgo como PISA. Exámenes, por otra parte, cuya centralidad dentro de los planes institucionales es enormemente discutida en el ámbito de la profesión docente en todo el globo, ya que empujan a formas de funcionamiento de los centros y de las clases en clara oposición a las necesidades de una educación crítica y realmente formativa.
Y dentro de esta enseñanza en crisis el patito feo es la Formación Profesional. Considerada tradicionalmente como una educación “de segunda”, destinada a quienes fracasaban en el modelo principal, la perentoria necesidad de una FP de alta calidad se hace cada vez más palmaria. Nuestro modelo productivo no es capaz de absorber y dar trabajo a todos los titulados universitarios, pero necesita una mano de obra lo suficientemente formada para ejercitar tareas cualificadas de tipo medio, así como preparada en las competencias básicas de la empleabilidad. Una formación integral en habilidades sociales, destrezas académicas y capacidades técnicas orientadas a la práctica que sólo una enseñanza centrada en el trabajo efectivo puede dar.
La FP, por tanto, podría aparentar estar cerca de convertir en plausible el viejo sueño proletario de una educación integral. Una formación del ser humano total, que abarcaría tanto lo teórico como lo práctico, el trabajo como la reflexión. Y, muy especialmente, el trabajo sobre uno mismo que haría al estudiante capaz de desarrollar las competencias y destrezas que le doten de un pensamiento crítico, de iniciativa y de capacidad de seguir aprendiendo durante el resto de su vida, así como de encontrar su sitio como profesional responsable en el marco del sistema productivo.
La realidad, sin embargo, no es esa: la falta de recursos en los centros, agravada por los recortes operados durante la crisis económica; los efectos de la crisis educativa ya narrada, que genera desconcierto y hartazgo en la profesión docente; las propias vivencias de precariedad y creciente pobreza de alumnos y docentes, que inauguran tensiones en las aulas de muy difícil control; y un concepto de empleabilidad servil para con los intereses de las grandes empresas que muchas veces hace pasar formas de privatización encubierta y de explotación de fuerza de trabajo cautiva por mecanismos de aprendizaje orientado a la práctica laboral; constituyen también los mimbres de una Formación Profesional que busca su camino en medio de la densa neblina del mundo pedagógico de nuestro tiempo.
La implementación efectiva de la Formación Profesional Dual en la mayoría de las comunidades ha derivado en una fuente de mano de obra precaria para los gigantes del mercado
Un ejemplo de todo esto es la implantación de la Formación Profesional Dual en nuestro país. Trasladada desde el norte de Europa a las distintas comunidades autónomas como un mecanismo que facilitaría la interrelación de los alumnos con las empresas, y que por lo tanto, generaría un aprendizaje más orientado a la práctica real, su implementación efectiva en la mayoría de las comunidades ha derivado en una fuente de mano de obra precaria para los gigantes del mercado, con escaso control desde los centros educativos y con un efecto flexibilizador sobre las condiciones de trabajo de la propia profesión docente.
Mientras en Alemania, supuesto modelo de nuestra FP Dual, los tutores en las empresas de los alumnos en prácticas tienen que ser cualificados y controlados por el propio sistema educativo y el sistema entero está sometido a formas de control sindical efectivo para evitar que, con la excusa de la formación, se use trabajo cautivo y por debajo de los estándares de los convenios colectivos, en nuestro país la falta de control es evidente, efecto maximizado por el hecho de que este tipo de formación implica una cualificación menos polivalente —sólo se aprende la forma de funcionar de una empresa concreta— en el marco del mercado de trabajo y, muy acusadamente en la llamada FP Ampliada de Grado Medio, una peligrosa falta de formación académica básica de los alumnos.
En un mundo cambiante, sometido a continuas revoluciones de las fuerzas productivas, donde la formación continua y la adaptabilidad a las enormes mutaciones sociales y económicas que se suceden es cada vez más importante, no hemos de perder de vista que nuestra FP está también lastrada por las limitaciones de un modelo productivo español centrado en actividades de poco valor añadido, en la utilización extensiva de formas de trabajo precario y de baja productividad, y en una desindustrialización endémica.
Eso hace que, desde las autoridades educativas e, incluso, muchas empresas, se le de poco valor a la cualificación de la fuerza de trabajo y a las capacidades de innovación y de iniciativa en el marco de la empresa que una FP bien entendida puede desarrollar.
El sistema educativo, en gran medida, sigue al sistema productivo en su proceso de desarrollo. Pero también puede abrir puertas y oportunidades para este último, cualificando a los jóvenes para iniciar actividades innovadoras. Aquí, una perspectiva que entienda la empleabilidad como el fomento de las capacidades de creatividad y autonomía por parte de los jóvenes, capacitándoles para iniciar proyectos de emprendimiento social y cooperativo, o para adoptar en las empresas ajenas un rol de transformación, podría ayudar al imprescindible cambio de modelo productivo que nuestro país necesita como agua de mayo.
Como profesionales de la Formación Profesional sólo nos cabe recuperar lo más preciado de nuestra profesión: la capacidad de formar los jóvenes trabajadores en su conocimiento de los derechos laborales, los mecanismos de la prevención de riesgos y sus capacidades para la iniciativa, la autonomía, el pensamiento crítico y el interés y el gusto de seguir aprendiendo. Y hacerlo, además, mediante metodologías activas y críticas que nos permitan salir de la selva pedagógica por la vía del aprendizaje colaborativo y el pleno respeto a las necesidades y derechos de los alumnos. Una pedagogía de la ternura, como decía Hugo Assmann, pero también del conocimiento y la práctica autónoma.
Como ciudadanos y trabajadores de la sociedad del capital, sin embargo, debemos también hacer un llamamiento que ponga el debate sobre la educación y la Formación Profesional entre las prioridades de nuestra sociedad. Porque lo que está en juego es, como la FP misma, polivalente e integral: la formación y experiencia en el trabajo de las nuevas generaciones, la arquitectura de nuestro sistema productivo, las vivencias de generaciones enteras en el momento crítico de su socialización primera en la vida adulta, la antigua e innovadora promesa de la educación como partera de un mundo transformado.
Si queremos algo más que precariedad y explotación para nuestros jóvenes, que dependencia económica y desierto industrial para nuestro país, que degradación e involución para nuestro sistema educativo, la Formación Profesional es un ámbito estratégico de primer orden donde dar la batalla.
Una batalla desde las alternativas, desde la imaginación y la esperanza del trabajo en común, desde el palpitar de la conversación pedagógica primordial: la que se da cuando se dice todo, y de todo se aprende.