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El desenvolvimiento de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía el terreno sobre el cual ha establecido su sistema de producción y de apropiación. Ante todo produce sus propios sepultureros.
Eso decían Marx y Engels en El manifiesto comunista, y eso es lo que todavía hoy sigue pasando. La clase obrera ha ido creciendo cuantitativa, pero también cualitativamente, de acuerdo a las exigencias del propio desarrollo del modo de producción capitalista. A fin de cuentas, es en ella donde el capital plasma su peor despotismo, sin duda, pero también sus mejores virtudes y mayores potencias, aquellas que de hecho pueden desterrarlo de la historia. Por supuesto, no es este el lugar para ahondar en este proceso, cuyo despliegue requeriría, al menos, de un recorrido por las determinaciones que se examinan en la colosal obra que es El capital. Nos daremos por satisfechos si conseguimos poner de manifiesto lo que otros no han hecho más que negar cerrilmente a lo largo de los últimos años, a saber, que nuestra clase es cada vez más grande y está cada vez más capacitada para protagonizar un movimiento revolucionario que triunfe en aquellos ámbitos en los que antaño fracasó. Para ello nos centraremos en los países (mal) llamados “desarrollados”, justamente donde se ha hecho más popular afirmar que el espécimen obrero está en peligro de extinción y donde, para bien o para mal, nos vemos ubicados a la hora de organizar nuestra acción política.
Debemos aclarar preliminarmente lo que entendemos por clase obrera, trabajadora o proletariado. Digamos, para evitar equívocos, que usamos esta triada de términos indistintamente para referirnos a quienes carecen de medios de producción con los que insertarse en el metabolismo social capitalista. Aunque se trata de un colectivo diverso, que excede ampliamente lo que usualmente llamamos “asalariados”, es importante constatar que la relación salarial es el vínculo que por excelencia se establece entre esta ingente masa de personas y el capital. Por ello, y de cara a la aprehensión empírica, nos contentaremos con sumar a quienes perciben un salario con aquellos que tratan de percibirlo a través de la búsqueda activa de empleo (con lo que, nótese, se está dejando de lado todo tipo de posiciones enmarcadas en lo que llamaríamos “población obrera sobrante”, sobrante para el capital, claro).
Las huestes de la clase trabajadora en activo se nutren tanto desde su ejército de reserva, como desde los repudiados por la misma dinámica depredadora que en su día les permitió detentar la propiedad sobre sus medios de vida
Para demostrar nuestras premisas no tenemos mejor herramienta que la estadística. Con todos sus problemas, es el único medio del que disponemos para tratar de dar cuenta de nuestra realidad al nivel en el que tratamos de aprehenderla. Es gracias a ella que podemos ver que, a lo largo de todo el siglo pasado, no ha cesado de crecer la cantidad de personas que sobreviven gracias a vender su propia fuerza de trabajo (Tabla 1). A partir de los años 90, y con tasas de proletarización superiores al 80 % el incremento, si bien su avance no se detiene, se ralentiza en estas regiones (Gráfica 1) —son otras partes del globo, como América Latina, Asia o los países árabes, las que cogen el testigo del crecimiento acelerado—. Este es el resultado de la continua inclusión de personas directamente en los circuitos capitalistas, así como de la expropiación que el mismo capital lleva a cabo respecto de sus personificaciones, a través de los mecanismos de centralización. Las huestes de la clase trabajadora en activo se nutren tanto desde su ejército de reserva, como desde los repudiados por la misma dinámica depredadora que en su día les permitió detentar la propiedad sobre sus medios de vida.
Pero no solo son cada vez más los desposeídos. También están más preparados. Ante la exigencia moderna de incorporar la ciencia a la producción, el capital no tiene más remedio que hacerlo aumentando la cualificación de los trabajadores (algo que puede verse con claridad en la Gráfica 2). Estos son, como alcanzó a ver Marx, paulatinamente quienes controlan y planifican la producción, relegando a la clase capitalista a una condición crecientemente parasitaria. Todas las tareas que antaño eran realizadas por los propietarios —contabilidad, gestión, organización, etc.— caen una tras otra en las atribuciones de figuras asalariadas, en el cuerpo del obrero colectivo. La clase obrera se cualifica a sí misma a través de los sistemas de educación para, sin saberlo, ser capaz de usurpar a su antagonista inmediato las riendas sobre el conjunto del capital (asistida, además, por los medios técnicos de los que ella misma se dota).
Este movimiento se expresa de forma contradictoria. Su desarrollo toma la forma de un incremento general, pero francamente desigual, de las capacidades productivas. De cara a englobar todo tipo de funciones en su seno, el proletariado no ha podido más que devenir un grupo en extremo heterogéneo. La mercancía fuerza de trabajo ha tendido a diferenciarse: las aptitudes científicas han proliferado tan solo en algunos segmentos mientras otros veían cada vez más recortada su participación a la repetición de un número muy limitado de acciones parciales. Tras esa disparidad llega a resultar muy difícil, incluso para las conciencias productivas más desarrolladas, rastrear los elementos que les conforman como un único grupo ligado por su posición en el entramado de relaciones sociales de producción. La transformación es tan profunda que podríamos decir que el incremento cuantitativo y cualitativo se muestra negado, como si de su disolución se tratase: una parte no menor de la clase trabajadora, precisamente por los atributos de los que hace gala como clase trabajadora, se revela incapaz de reconocerse como tal. En un contexto marcado por esta tendencia —especialmente aguda en la época del así llamado “neoliberalismo”—, la acción colectiva de la clase trabajadora se ha resentido notablemente. Además de decaer casi generalizadamente la densidad sindical (como puede verse en la Gráfica 3), esta queda en gran medida reducida a la lucha de carácter gremial, acotada a ámbitos laborales o sectores productivos específicos. Y ni hablemos del precario estado de salud del que gozan en la actualidad las organizaciones políticas reconocidamente clasistas.
Este es el escenario en el que nos emplazamos para tratar de articular una praxis política revolucionaria. ¿Qué hacer?, es la gran pregunta. Tal vez en primer lugar, escapar de las apariencias y espejismos en los que ha caído buena parte de la izquierda. Lo diga quien lo diga —y el elenco es variado a la vez que abultado: Laclau, Gorz, Negri, Sousa Santos, Standing, etc.—, la clase trabajadora es hoy más potente que nunca, no solo a nivel mundial, también en los contextos occidentales en los que nos toca intervenir. Únicamente ella puede reconfigurarse, y solo podrá hacerlo a través de su lucha, tal y como ya lo ha hecho hasta ahora. Ninguna otra potencia capitalista es capaz de portar la necesidad de revertir, superándola, la fragmentación a la que hoy se ve sometida. Eso es lo que hace, de forma espontánea, cada vez que se alza en defensa por ejemplo de la sanidad o la educación públicas; y eso es lo que deberá (deberemos, en realidad) hacer de forma organizada y consciente para dar un contundente paso adelante en la superación del capital. No se trata de una fe ciega, cargada de nostalgia, en un sujeto revolucionario uniforme e inmaculado, más bien nos reconocemos en la esperanza racionalmente situada en manos de un agente colectivo que cuenta cada vez con más fuerza y razones para colocar bajo su comando inmediato la totalidad de la producción social.
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Una cosa es la clase, y otra las formas concretas que toma la clase en distintas zonas (precariado, cognitariado...), esto es, sus características particulares. Pero la especificidad no constituye una clase como tal. Muy buen artículo.
De acuerdo, entonces quizás sería mejor decir “clase trabajadora precarizarada” antes que “precariado”, ya que puede dar lugar a confundir mas que aclarar..