Mercados verdes: naturaleza al mejor postor

De la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y la degradación de la biodiversidad surgen nuevas oportunidades de negocio para el sector financiero. Desde lo privado, se impulsan mecanismos de mercado para dar respuesta a la crisis ecológica bajo el pretexto de la escasez de recursos económicos de los Estados. Pero, ¿sirven estas medidas para preservar la naturaleza?

La 'boina' de Madrid por la contaminación
David F. Sabadell La 'boina' de Madrid por la contaminación.

Este mes de noviembre se celebra en Bonn (Alemania) la vigésimo tercera Conferencia de las Partes (COP23) con el objetivo de desarrollar el marco propuesto en el famoso Acuerdo de París de 2015. Quizá lo más sonado de aquel acuerdo fue la decisión de fijar en dos grados el límite de aumento de temperatura media en la Tierra. Sobre las estrategias y herramientas para alcanzar esa meta no hay tanta novedad y el acuerdo, si bien abre alguna posibilidad de cambio, refuerza las soluciones al cambio climático definidas por los actores más contaminantes con las llamadas soluciones de mercado.

Hace unos meses, en el simposio sobre finanzas verdes, Jens Weidmann, presidente del Deutsche Bundesbank, afirmaba que “para afrontar el reto climático, los fondos públicos son importantes, pero sólo pueden proporcionar una pequeña parte de lo que se requiere. Esto significa que el capital privado tendrá que cumplir con la mayoría de estas necesidades de inversión”. Para Weidmann, defensor de la ortodoxia económica alemana que tanto estigmatiza los déficits, los Gobiernos no son lo suficientemente solventes para afrontar la lucha contra el cambio climático en solitario. Las alianzas público-privadas pueden resultar útiles, sin embargo, los mecanismos de mercado han recibido múltiples críticas por su falta de efectividad -según la ONU las emisiones globales de gases de efecto invernadero siguen aumentando- y por las injusticias que conllevan. 

¿Cuánto vale una tonelada de CO2?

El propio Acuerdo de París da rienda suelta al desarrollo de antiguos y nuevos mecanismos de mercado, al establecer el marco de cooperación internacional a través de estos en su artículo 6 y señalando el mercado de carbono como una herramienta a potenciar.

Los mercados de emisiones de carbono se diseñaron en el Protocolo de Kyoto y en ellos se especula con un elemento extraño: los derechos de CO2. Se basan en la esperanza de que, poniendo un precio a la tonelada de dióxido de carbono, estas se pondrán tan caras que las empresas contaminantes no podrán permitírselas, y se verán obligadas a reducir inevitablemente sus emisiones. “Si un país o empresa emite menos de lo pactado, puede vender su excedente en forma de derechos y permitir así que otro más contaminante no tenga que reducir tanto. Se cae, por tanto, en postergar el desarrollo de tecnologías que contribuyan a reducir realmente las emisiones”, explica Nele Mariën, investigadora de Amigos de la Tierra Internacional.

Los mercados de emisiones de carbono se diseñaron en el Protocolo de Kyoto y en ellos se especula con los derechos de CO2

Se han hecho múltiples cálculos del precio de carbón -que van desde los 40 a los 80 dólares- que asegurarían el cumplimiento de los compromisos de París, pero según un informe de Carbon Market Watch, el precio no es lo suficientemente alto para conseguir los objetivos, de hecho, “en la actualidad el precio de la tonelada de CO2 es tan bajo que a una empresa le sale más barato contaminar que cambiar la tecnología para ser más eficiente, por ejemplo”, dice Javier Andaluz, responsable de Cambio Climático de Ecologistas en Acción. Poner un precio al carbón no parece haber solucionado demasiado, es más, “por mucho que suba el precio, sin un firme compromiso de reducción de emisiones, la demanda de derechos para contaminar no se reducirá al ser muy inelástica. Más que la reducción de emisiones, el sistema favorece a quien se pueda permitir pagar”, comenta la economista Paloma Villanueva.

Además, este sistema “permite algo muy injusto: que gobiernos y empresas de los llamados países desarrollados puedan emprender en países en desarrollo proyectos que supuestamente conllevan la reducción de emisiones”, continúa Nele Mariën. La investigadora se refiere a la deslocalización de reducción de emisiones: se emprenden proyectos de reducción de emisiones en los países del sur que así generan derechos de emisión y las empresas y países industrializados pueden emplearlos para equilibrar sus emisiones netas. “Es una trampa porque no se reducen las emisiones globales y se facilita emprender proyectos contaminantes. Son herramientas para evadir nuestras responsabilidades con las que, además, cargamos a países que tienen un nivel menor de emisiones per cápita”, explica Nele Mariën. 

Bosques y biodiversidad al mejor postor

Con la esperanza de que el mercado remedie los problemas ambientales, también se pone precio a los bosques y a la biodiversidad. Quien los conserva genera derechos que puede vender a otro agente en otra parte del mundo que necesite disponer de territorio, y por tanto, la destrucción de ecosistemas se compensa. Son los mecanismos de compensación que, en el caso de los bosques, están regulados por la ONU en el programa REDD+ y que, por ejemplo, la Organización Internacional de Aviación quiere utilizar para equilibrar completamente las emisiones del transporte aéreo.

Sin embargo, para Javier Andaluz, “es imposible calcular cuánto CO2 absorbe un árbol”. “Las medidas no son en absoluto adecuadas”, coincide Nele Mariën, ya que “al comerciar con el carbono que almacenan los bosques no se reducen las emisiones globales, sino que se añaden más: a pesar de conservar un bosque, los gases que se producen a cambio en otro lugar del mundo provienen de la quema de petróleo o carbón, elementos de la corteza de la Tierra cuyas emisiones se añaden a las que ya se producen en la biosfera”.

“Los mecanismos de mercado parten de la errónea idea de que la naturaleza es perfectamente divisible y, en consecuencia, sustituible”, según Villanueva

En el caso de la biodiversidad, “intentar medirla es aún más absurdo. Se llega a afirmar que hay especies más valiosas que otras y que por conservarlas pueden destruirse muchas especies en otras zonas”. Hay distintas modalidades de traficar con ella que suelen consistir en la creación de bancos de biodiversidad que venden derechos de conservación a quien necesite compensar daños medioambientales. En definitiva, para Villanueva, “los mecanismos de mercado parten de la errónea idea de que la naturaleza es perfectamente divisible y, en consecuencia, sustituible”.

También en el casino: los bonos verdes

A todos estos mecanismos se han unido los llamados bonos verdes. Los bonos son deuda que emiten las empresas para conseguir fondos. En el caso de los bonos verdes, la cantidad obtenida se dirige teóricamente a financiar proyectos sostenibles. Es decir, una empresa que quiera hacer sus instalaciones menos contaminantes o iniciar un proyecto de energías renovables puede emitirlos y conseguir el capital necesario. La obtención de la etiqueta “verde” está en manos de las agencias de inversión que se han ido creando al calor de este nuevo mercado.

El primer bono verde lo emitió en 2007 el Banco Europeo de Inversiones (BEI) con normas definidas por él mismo. En 2014, los bancos de inversión más importantes del mundo como Goldman Sachs y JP Morgan establecieron los Principios de los Bonos Verdes para controlar el desarrollo de este mercado. Actualmente, la Iniciativa Bonos Verdes, financiada por la Fundación Rockefeller o el banco HSBC, ha adquirido un papel central y busca “movilizar todo el dinero de los mercados financieros para soluciones del cambio climático”, es decir, ampliar el casino financiero “sumándolo a la causa por el cambio climático creando activos de incierta rentabilidad”, en palabras de Villanueva, especialista en la materia.

Goldman Sachs y JP Morgan establecieron los Principios de los Bonos Verdes para controlar el desarrollo de este mercado

Ante el incierto futuro de las finanzas globales con unos tipos de interés que se mantienen bajos, el capital necesita nuevos mercados y se dirige al “verde”, entre otros, bajo la promesa del fuerte crecimiento que predicen los organismos internacionales. Para Villanueva, “a los inversores les da igual el color de los bonos, buscan con ansia mercados donde invertir y obtener rentabilidad”. El valor actual del mercado es de 221.000 millones de dólares, lo cual, aunque parezca una cantidad grande, no lo es para las finanzas internacionales y representa un ínfimo 0,2% del volumen total de bonos en circulación.

La sombra de la duda planea cuando se observa quiénes son los actores del mercado: por un lado, China y Estados Unidos, los países más contaminantes y, por otro, empresas que necesitan legitimar sus inversiones y quitarse el estigma de “sucias”, como Iberdrola, la corporación con más bonos emitidos. Se dan paradojas como que Repsol, una petrolera, haya conseguido este año 500 millones para financiar proyectos sostenibles en condiciones muy favorables. Los críticos piden más transparencia ante los sistemas de verificación que garanticen que las inversiones que se realizan son realmente sostenibles. 

¿Servirá el mercado?

No se trata de estigmatizar las finanzas como tales, sino de analizar qué papel están representando realmente. Para el experto en economía ecológica, Óscar Carpintero, las finanzas difícilmente pueden ser parte de la solución puesto que son “un instrumento de primer orden en la adquisición de riqueza de los agentes económicos, tanto a escala nacional como internacional. Ese proceso ha estado especialmente vinculado a la apropiación y deterioro de recursos naturales y territorios durante los dos últimos decenios”.

Es decir, hoy por hoy están orientadas al lucro y no han contribuido a mejorar el medioambiente. Encontrar soluciones reales, según Andaluz, pasa por “impulsar la descarbonización de la economía y dejar de utilizar combustibles fósiles y no perseguir la neutralidad climática que promueven estos mecanismos de compensación”.

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