Algunas películas y series tienen la capacidad de remover a mucha gente durante un periodo corto de tiempo. Su éxito es hablar de un “nosotros”, aunque ese nosotros sea difuso, ceñido a un tiempo o una generación determinada, o el ‘tal como éramos’ tenga vocación de nicho. Los años nuevos, creada por Paula Fabra, Sara Cano y Rodrigo Sorogoyen es uno de esos fenómenos. Una serie sobre la historia de un amor (único como tantos otros) en la que muchas personas nacidas entre los últimos años 70 y los primeros 90 se puede ver identificada. ¿Todas? No.
Hay, por supuesto, muchas personas de esa misma generación que no se van a ver conmovidas por las causas y los azares de esa relación sentimental. No, porque ellas pertenecen a otras clases: van a otras fiestas, escuchan otras músicas, optan a otros trabajos y se cortejan de otras formas. Pero la serie representa a la perfección —y cabe pensar que con absoluta conciencia— un pasaje mínimo de eso que el historiador Emmanuel Rodríguez ha llamado el “efecto clase media”: dos personas y sus respectivos entornos, perfectamente integrados en la sociedad a través de una combinación de mecanismos culturales, ideológicos y, solo en último término, materiales. Las andanzas de una pareja
destinada a la socialdemocracia y a la tibieza, como cantaron Las Víctimas Civiles.
No son pijos ni pertenecen a la clase media por defecto, tantas veces representada en audiovisuales en los que, no se sabe por qué (el pacto de ficción obliga), los protagonistas viven en pisazos y se dedican a nada más que a ellos mismos y sus movidas. En esta serie sí tienen importancia los apartamentos en los que viven y los alquileres que pagan los protagonistas y sus entornos; sí se palpa la precariedad en el trabajo y se habla de los costes que acarrean los problemas de salud no cubiertos por la seguridad social.
Los personajes de esta serie pertenecen a otra subclase media, culturalmente incrustada en lo que fue y aún hoy es lo indie, un movimiento que, aunque aún vive y genera un importante caudal económico y artístico, hoy ya no tiene el alcance mainstream que tuvo a comienzos de siglo. Tal vez Los años nuevos sea la última gran obra del indie audiovisual tras el momento de éxito que supusieron para este ecosistema cultural subterráneo-pero-no-tanto las películas de Julio Medem (Lucía y el sexo, 2001) o Isabel Coixet (Mi vida sin mí, 2003).
Pero no estamos hablando de un renacimiento, sino más bien de un digno entierro a un movimiento generacional no demasiado ruidoso —quienes lo formaban metían demasiada distancia irónica como para considerarse tribu— ni especialmente carismático, querido o añorado. Nada como lo indie ha representado a la España feliz y algunos de sus mitos: los fiestones, los viajes a China o a cualquier otro lado del mundo, y la vocación de compartir piso o irse a poner copas en Edimburgo (voluntariamente) para vivir nuevas experiencias estéticas —extrañamente parecidas a anuncios de cerveza. Pero la impronta más visible de ese movimiento ha sido tenue, hasta el punto de que es muy posible que ni las generaciones anteriores ni las posteriores sepan muy bien, o sepan a secas, qué es lo indie.
A lo largo de la serie de Fabra, Cano y Sorogoyen, la política se intercala entre las emociones como una especie de paisaje de fondo. Los protagonistas, sus incomprensiones y su adoración mutua, se sitúan en el centro cumpliendo un mandato de estas nuestras democracias liberales por el que los sentires del sujeto se colocan por encima de todo.
Antifascistas de Facebook
Las expresiones políticas de los personajes son escasas pero es sintomático y están muy bien traídos dos momentos. Uno, en el primer capítulo, en el que se habla del movimiento 15M. Es un eco en una conversación de ese raro momento de entusiasmo e indignación que se produjo en Madrid en los primeros años de la década de los diez. Está bien que sea un eco, porque no se trata más que de constatar que el alcance del 15M traspasó las barreras de los movimientos sociales y llegó a las capas políticamente más apáticas. El segundo, una pequeña línea de diálogo, nueve años después de cuando transcurre aquel primer capítulo, en el que la protagonista cuenta a su madre con cierto estupor que un amigo de la infancia cuelga "cosas de Vox" en su muro Facebook. Lo que nos sitúa en el momento actual en el que la mayor línea de defensa contra la extrema derecha es la estética (las redes sociales se han convertido en el modo hegemónico de expresión política).
En ese detalle, y en algunos otros parecidos, se encuentra uno de los hallazgos de Los años nuevos: cómo introduce comentarios políticos en el inagotable caudal del costumbrismo. Hasta el punto de que, como pasa en gran medida en la vida real, toda la enunciación política —incluso la en apariencia más arriesgada— deviene costumbrismo o ritual. Es una línea de diálogo tapada por lo que nos pasa en nuestras vidas, un zasca en Twitter que nos permitimos en el rato entre el curro, las extraescolares y los recados. No hay una reivindicación ni se trata de cine social, tampoco se aborda “lo político” como el material principal y, sin embargo, la serie es un retrato perfecto de una época en la que se pasó del entusiasmo y la indignación a otra cosa que aún no nos queda claro cómo podemos definir.
(El fotograma de arriba pertenece a la serie Los años nuevos, creada por Rodrigo Sorogoyen, Sara Cano y Paula Fabra para Movistar Plus+, 2024).