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Sexualidad
Preliminares: la dictadura fallida del lenguaje sexual
Sofía (nombre ficticio) me asegura que es virgen. La miro con extrañeza, le conozco más de una conquista sexual. “Corrijo —me dice entonces—, soy virgen para esta sociedad”. Comienza a contar:
—Hace mucho tuve mi primera relación sexual con mi primera novia —da un sorbo al vermut—, es la una y la plaza del Dos de Mayo está atiborrada.
—¿No llegaste a conocerla, no?
—No, digo, aún no éramos amigas. Pues bien, justo después de hacerlo por primera vez, las dos nos miramos fijamente y le dije en voz alta: “Qué fuerte, ya no somos vírgenes”.
Sonrío. Continúa:
—Pero luego descubrí que aquel desvirgamiento no era legítimo frente a mis amigas heteras. ¿Me explico?
Le respondo que sí, que he escuchado comentarios como que el sexo entre dos mujeres cis no es follar-follar.
—¡Lo que te decía! Porque lo suyo, en cambio, sí que es sexo de verdad: el pene-vagina vuelve, una vez más, para cerrar el círculo. Porque lo que tú y yo hacemos, querida, son solamente preliminares, algo que está a medio camino de la meta sexual definitiva, la adulta y verdadera.
Alza el vaso, poco a poco, y brindamos por nuestros encuentros sexuales sacados del horno antes de tiempo, y por Freud, que nos llamó invertidas (o histéricas, o las dos cosas, no lo recuerdo bien).
—Si es que encima —añade—, yo soy una Gold Star Lesbian, ¡para muchos, sigo siendo virgen!
“¿No echas de menos una espalda ancha?, ¿o que te empotren?”, cuenta que le preguntaron el otro día. Río. “Que sí —les respondió—, que lo nuestro solo equivale a lo que vosotras hacéis en el parque con vuestros novios a los dieciséis, eso de tocaros y frotaros entre los árboles. Un calentamiento antes de llegar a la cima”.
Brindamos de nuevo: ¡por la cima! Es decir, por el pene. Por el tótem de carne. Pero en realidad, pienso, no tiene nada de gracioso, y me viene Shakespeare a la mente: ¡inquieta vive la cabeza que lleva la corona! Ya en el metro, sigo riendo debajo de la mascarilla. Entonces, mi voz interna, una perra fiel y domesticada, me susurra: “Aquí tienes algo sobre lo que escribir”. Olfateo. Es cierto, esto huele a tierra en barbecho. Así que busco en torno a estas dos preguntas: ¿Quién ha decidido que los preliminares no son follar-follar? ¿Por qué en el consciente colectivo la culminación del acto sexual se da exclusivamente con la penetración pene-vagina? Doy con un maravilloso texto de Yadira Calvo, La aritmética del patriarcado (Bellaterra, 2016), en el que la autora se remonta al Eclesiastés para denunciar los discursos machistas que han constituido pilares del pensamiento occidental. Cita a prohombres de la filosofía, de las ciencias, de la teología, etcétera, que han justificado la subordinación de las mujeres a los hombres en diferentes épocas. Aristóteles, Santo Tomás, Otto Weininger, Schopenhauer, Hegel, Comte, Retzius, Paul Broca, Darwin…, el consenso era unívoco: todas las mujeres debíamos estar a la sombra de un hombre. Y así es como a través de ellos tomamos nuestras medidas, terminamos por definirnos y, poco a poco, fuimos permeando esa mirada del mundo.
Tales ideas heteropatriarcales han cristalizado hasta invadir uno de los terrenos más íntimos, como es la sexualidad. De ahí preguntas como: ¿qué hacen dos mujeres cis en la cama sin un falo?, ¿eso no son preliminares? —léase el subtexto: ¿cómo se puede rechazar un pene?, sin pene es imposible llegar a la culminación absoluta—; o afirmaciones tipo: ¡se ha vuelto bollera porque ningún tío quiere con ella! —léase el subtexto: como el hombre la rechaza, solamente tiene una opción, residual en todo caso, que es convertirse en homosexual—; y, a veces, cada vez más, parecen mostrar sorpresa: ¡no pareces lesbiana! —léase el subtexto: ¿por qué escoges esa opción?, ¿has tenido algún trauma previo? Si vuestros juguetitos tienen forma de pene, es que en el fondo lo echáis de menos—. Comentarios como este último se deben a que la heteronorma ha agotado la sexualidad basada en falsas dicotomías, sirviéndose de los términos —terroríficos— de “femineidad” y “masculinidad”. Y es así, cuando no se cumplen estos mandatos performáticos —pelo largo, no jugar a fútbol y ser lesbiana, por ejemplo—, como ha expresado Judith Butler en innumerables ocasiones, que a la sociedad se le funden los plomos. La razón: ser identificada como lesbiana no hace referencia tan solo a la propia sexualidad, sino también al rol o a la identidad de género. El lesbianismo como fuente de amenaza. El lesbianismo genera reacciones polarizantes entre los hombres y las mujeres que se autodenominan heterosexuales —a veces, incluso, las mujeres cis que tienen relaciones sexuales con otra mujer cis se sienten violentadas por miembros del mismo colectivo LGTBQ+. En La protección internacional de las personas LGTBQ+, de la institución ACNUR, se afirma que las lesbianas son sometidas habitualmente a acciones dañinas por parte de agentes no estatales, incluidos actos como la violación “correctiva”, la violencia de represalia por ex compañeros o esposos, el matrimonio forzado y delitos cometidos por miembros de la familia en nombre del “honor”—.
El lesbianismo puede despertar odio y ansiedad extremos al ser percibido como amenaza, por eso de que las lesbianas roban un “goce de los hombres” y, como consecuencia, usurpan a éstos sus credenciales masculinas
Por un lado, el lesbianismo puede despertar odio y ansiedad extremos al ser percibido como amenaza, por eso de que las lesbianas roban un “goce de los hombres” y, como consecuencia, usurpan a éstos sus credenciales masculinas. Por otro lado, como expuso Erika Lust, pornógrafa, en una entrevista concedida al diario digital Hipertextual, persiste el mito lésbico alimentado por la pornografía mainstream, en la que las dos actrices, además de responder a la belleza hegemónica, actúan con el único fin de alimentar el deseo masculino. No sorprenden entonces frases como que todas las tías somos bisexuales —ellos, por supuesto, no—, o por eso van al baño de dos en dos, los tíos esto no lo hacemos. O, si mi chica me engaña con una tía no son cuernos del todo, al contrario, incluso me pone… He aquí cómo la dominación se sigue camuflando de condescendencia lasciva.
¿Por qué esa incapacidad, tanto de ellos como de ellas, para aceptar que puede haber placer femenino sin pene? La realidad se refleja en el lenguaje. Pero lo realmente crítico es que esta colonización de la intimidad a lo largo de la historia se ha perpetrado mediante el lenguaje, convenientemente construido para y alrededor de los hombres. El resultado es que la jerarquía de géneros ha transmutado en jerarquía de palabras. Sin embargo, como todos los sistemas, la esperanza de vida del lenguaje pierde puntos si no deja espacio a irse actualizando, reajustando o suprimiendo si es necesario, conforme a la evolución de los tiempos. Y en eso nos hallamos.
El prefijo “pre” indica anterioridad local o temporal, y al haberse construido en torno a una estructura heteropatriarcal, la penetración se convierte en el último eslabón sexual
Volviendo a Sofía, un buen ejemplo de ello es lo que sucede con el término preliminares. Su significante es la palabra en sí misma, pronunciada o escrita, que activa en nuestra cabeza una imagen determinada —o varias—: el significado. En este caso, diferentes imágenes sexuales. Todas las posibles, diría, y para deleite de todos los gustos del imaginario colectivo, excepto la de la penetración pene-vagina. ¿Por qué sucede esto? El prefijo “pre” indica anterioridad local o temporal, y al haberse construido en torno a una estructura heteropatriarcal, la penetración se convierte en el último eslabón sexual. El de la excelencia. Esto invalida o relega a un segundo plano el resto de prácticas y/o disidencias sexuales. Y así es como queda “atado y bien atado” que las mujeres cis que practican sexo entre ellas no lleguen jamás a alcanzar el último eslabón, perpetuamente estancadas en un quiero y no puedo de completitud sexual. La aceptación y empatía hacia las orientaciones sexuales disidentes libera, a su vez, a hombres y a mujeres heterosexuales.
Reconsiderar el lenguaje de la jerarquía sexual no es solo beneficioso para las disidencias sexuales, sino que ofrece, nos ofrece —a la sociedad en pleno— una oportunidad impagable de restar peso a la performatividad que muchos hombres sienten que tienen que cumplir, no digamos ya a las mujeres que se acuestan con ellos
Quizás deberíamos reconsiderar el lenguaje de la jerarquía sexual, y esto no es solo beneficioso para las disidencias sexuales, sino que ofrece, nos ofrece —a la sociedad en pleno— una oportunidad impagable de restar peso a la performatividad que muchos hombres sienten que tienen que cumplir, no digamos ya a las mujeres que se acuestan con ellos. Porque eso no solo restará exigencia al hecho de que tenga que medirte más de 14 centímetros, que dures más de 15 minutos, que te ligues a más de x tías al mes, que niegues que te ocurra eso de la eyaculación precoz, o que, como mujer que se acuesta con ellos, sientas que si no se le levanta es por tu culpa, o que no es lo suficientemente “masculino” porque no dura lo suficiente, etcétera.
Entregará derechos a quienes han sido colocados en los estratos más bajos de la pirámide y, ¡sorpresa!, sentirás como con ello te liberas de un peso del que quizá no eras consciente. Así caen las dictaduras, cuando sus élites descubren que dejando de fingir que no están presas de su propia trampa prueban la libertad y les sabe a natural.
Que los preliminares asciendan a la dignidad de sexo saludable y completo, que el aparentar que el gatillazo es un fracaso de otros descienda a un mal recuerdo. La libertad en el lenguaje sexual, que cada individuo, pareja o grupo pueda sentir que sus prácticas son sexo de verdad, nos ahorrará lo que siempre ha lastrado el progreso: excusas, apariencias, prejuicios y jerarquías. Si no, que se lo digan a Sofía; si la quieren seguir llamando virgen, allá ellos.