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Ruido de fondo
Necromancia digital
Explotamos la imagen de los muertos para que dé cuenta de nuestros anhelos y frustraciones, y, en el proceso, no comprendemos que hemos puesto fecha de caducidad a la legitimidad de nuestra mirada sobre el mundo.
El 14 de febrero de 2018, Joaquín Oliver, un adolescente de origen hispano-venezolano, falleció junto a otras dieciséis personas en una masacre acaecida en el instituto Stoneman Douglas de Parkland, Florida. El responsable de los hechos, un exalumno de apenas diecinueve años, había podido adquirir sin impedimento ninguno en un comercio de la zona un rifle semiautomático, que descargó sobre los estudiantes y profesores del instituto.
Los padres de Joaquín, Manuel y Patricia, emprendieron de inmediato varias campañas destinadas tanto a concienciar a la población estadounidense sobre la necesidad de un control más estricto sobre la venta de armas, como a respaldar a los políticos dispuestos a legislar en ese sentido. Dadas las inquietudes del padre, casi todas las campañas han tenido un sesgo creativo: murales con el rostro de Joaquín y alusiones a las demás víctimas de Parkland, una obra teatral itinerante “con argumentos de justicia social” que interpreta Manuel y en la que interactúa con grabaciones de su hijo...
Los padres de Joaquín ya habían sido criticados por capitalizar durante los dos últimos años con un protagonismo personal excesivo el recuerdo o, para ser más exactos, la imagen del joven. Pero la gran polémica ha saltado con la nueva iniciativa de la pareja, hecha pública a principios de octubre: recurrir a una empresa de marketing para que, tecnología del deepfake mediante, Joaquín pueda resucitar y concienciar a los votantes sobre la necesidad de elegir en las inminentes elecciones presidenciales al candidato más comprometido con la limitación a la venta de armas: “Las elecciones de noviembre son las primeras en las que podría haber votado, pero ya nunca podré elegir el tipo de mundo en que me gustaría vivir, así que os pido que recojáis mi testigo como votantes (...) Votad por políticos a quienes preocupen más las vidas humanas que los beneficios de la industria armamentística”.
El simulacro fue realizado en dos pasos. En primer lugar, un actor imitó los gestos y modismos de Joaquín mientras recitaba el discurso escrito por Patricia y Manuel. Después, una inteligencia artificial transformó sus rasgos en los del fallecido. Los padres de Joaquín han asegurado que, gracias al vídeo, “las ideas de nuestro hijo se han expandido (...) él reaccionaría con nuestras palabras a la parsimonia de los políticos (...) Joaquín ha pasado así de ser una víctima a ser un activista (...) Conocíamos perfectamente a nuestro hijo y sabemos exactamente qué quería de la vida”. Muchas voces han celebrado lo novedoso, contundente y emotivo del vídeo. Pero otras tantas, especialmente en YouTube y redes sociales, han puesto en duda la ética de poner discursos en boca de un muerto y han apelado con reiteración al término “necromancia digital” para expresar el desasosiego que les produce la recreación de Joaquín.
Muchas voces han puesto en duda la ética de poner discursos en boca de un muerto y han apelado con reiteración al término “necromancia digital” para expresar el desasosiego que les produce la recreación de Joaquín
Lo cierto es que la técnica del deepfake tuvo que elaborarse en esta ocasión a partir de escasas imágenes, a diferencia de lo que sucede cuando se recurre a actores de cine o celebridades mediáticas. El resultado es antinatural: Joaquín parece un personaje de videojuego. Su presencia suscita el famoso efecto del uncanny valley o rechazo del observador ante una figura que trata de ser fiel a las cualidades fisionómicas del ser humano pero fracasa en matices clave. Sin embargo, como adelantábamos, hay quien se ha sentido conmovido por el vídeo y, de hecho, “existe un precedente del fenómeno en Corea del Sur (...) ya son varias las empresas que tantean proveer con este tipo de servicios a quienes los requieran para superar la muerte de sus seres queridos”.
El concepto de necromancia digital está en el aire desde el periodo de entresiglos, cuando los actores Jason Scott Lee y Oliver Reed fallecieron durante los rodajes respectivos de El cuervo (1994) y Gladiator (2001) y su participación en una y otra película se completó —aún no existía el deepfake— mediante el copiado y pegado de sus rostros, ya filmados en determinadas secuencias, en otras incompletas. Pero fue entre 2011 y 2013 cuando la necromancia digital trascendió el ámbito de la ficción artística para satisfacer intereses de otro tipo, lo que trajo consigo debates éticos diversos: el rostro de Bruce Lee, por ejemplo, sirvió al objetivo de publicitar un whisky, a pesar de que el alcohol y el organismo del intérprete fallecido en 1973 nunca habían compaginado bien; y actores vivos por entonces como Robin Williams se aseguraron legalmente de que nadie podría beneficiarse digitalmente de su imagen hasta pasados veinticinco años de su desaparición, por entender que el deepfake envilecía el sentido que deseaban otorgar a su presencia en la pantalla.
Una medida poco efectiva, como habría comprobado el propio Williams de no habernos dejado en 2014: la práctica del deepfake se ha abaratado hasta el extremo de que cualquiera puede acceder a ella a través de una app para el móvil y rentabilizarla en redes privadas o públicas. Por tanto, su explotación ya no tiene tanto que ver con los gélidos intereses corporativos de siempre, los que temía Williams con una concepción boomer de las dinámicas socioeconómicas, sino con la compra-venta de bienes tangibles e intangibles en que nos ha sumido la hiperrealidad; con el prosumo de las emociones y las inclinaciones propias y ajenas, en el que la imagen juega el papel de moneda flotante de cambio, infinitamente adaptable a nuestras conveniencias.
En este aspecto, el simulacro de Joaquín Oliver no difiere en exceso del creado a partir de Carrie Fisher en Rogue One: una historia de Star Wars (2016), o de los simulacros de actores y actrices célebres en vídeos pornográficos —que pusieron por cierto el deepfake en el mapa—. El pretexto para recurrir a la tecnología puede ser político, lúdico o erótico. Pero en todos los casos la necromancia digital responde al ansia de que la imagen rinda pleitesía a nuestros imaginarios simbólicos y nuestra escala de valores. Es el motivo de que para muchos espectadores carezca de relevancia que el espejismo tenga mayor o menor calidad. Su ilusión cumplida aporta lo que le falta a lo que ven. Es el motivo también de que la dialéctica de las imágenes en el sentido que sea con sus orígenes, es decir, con los rostros de los muertos, brille por su ausencia.
¿Acaso nos preocupa la correlación de nuestras propias características físicas con el avatar que somos a lo largo de la mayor parte de la jornada? A medida que se implante la generación 3.0 de Internet, la llamada web semántica, que se adaptará como un guante a la identidad con que alimentamos la esfera virtual, nuestra impronta física tendrá cada vez menor importancia. Aquí, como suele ocurrir, adquiere una pertinencia extraña un fenómeno del pasado. Nos referimos a los daguerrotipos post mortem, las primeras simulaciones fotorrealistas de muertos vivos, que se pusieron de moda durante un éxtasis de la imagen similar hasta cierto punto al actual, el de la fotografía durante la segunda mitad del siglo XIX.
El post mortem no estaba vinculado al fin y al cabo a la muerte de la carne, sino a la muerte de nuestra percepción de la realidad cuando no existía la fotografía
La idea de inmortalizar a los seres queridos recién fallecidos mediante una puesta en escena que negaba ese trance, solo tuvo a la larga, en palabras de Patrizia Munforte, los efectos de relativizar el sometimiento de la fotografía a la realidad y de propiciar el auge de los efectos especiales y el espiritismo fotográficos. Una primera forma de necromancia, la fotográfica, que no permitía acceder a la imagen de la muerte —irreproducible en tanto fenómeno sensible— sino que proporcionaba a nuestro imaginario común una nueva forma de vida, derivada de la alquimia con sustancias químicas. En ella cabían vivos y muertos, transustanciados sin diferencias cualitativas entre unos y otros a un plano de la existencia diferente, cuya naturaleza nada debía a las categorías morales o los dogmas programáticos de la época.
El post mortem no estaba vinculado al fin y al cabo a la muerte de la carne, sino a la muerte de nuestra percepción de la realidad cuando no existía la fotografía. Y si, a fecha de hoy, aún no hemos dilucidado con exactitud qué misterio nos reveló la fotografía, mucho menos tenemos las herramientas para saber qué puerta nos ha abierto la necromancia digital y hacia dónde. Explotamos la imagen de los muertos para que dé cuenta de nuestros anhelos y frustraciones, y, en el proceso, no comprendemos que hemos puesto fecha de caducidad a la legitimidad de nuestra mirada sobre el mundo. Manuel y Patricia se han empeñado en que su hijo Joaquín volviese a la vida, pero lo que expresa su simulacro está mucho más allá de lo que ellos esperaban y nosotros podemos entender ahora mismo.
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Un artículo buenísimo, sin duda puro reflejo del siglo XXI vivimos en un mundo donde solo creemos lo que vemos, aunque no sea real, ni la muerte es un obstáculo para los que quieren rentabilizar un producto.