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Opinión
Lo siento, ser solo antifascistas ya no basta
El progresismo vive desde hace tiempo una parálisis política medular. Sé que esto son palabras mayores. Sé que muchos no estarán de acuerdo. Y también que las emociones de otros tantos estarán ahora mismo ebullendo. Pero así lo pienso.
Desde hace más de una década asistimos al avance de fuerzas reaccionarias que con una inteligente matización del discurso y una escucha de las demandas está ganando cada vez más enteros. Formaciones que cuestionan los principales postulados de la democracia liberal, que vuelven a la matriz étnica de las naciones y que no se le caen los anillos a la hora de situar los chivos expiatorios en la población migrante o en las vanguardias de derechos. Detrás de este avance electoral se encuentra una conversión profunda de la ciudadanía europea a los valores de derecha.
Este avance, que índices como The Populist demuestran que han experimentado un crecimiento exponencial en la última década, ha dejado a todo el bloque progresista, socialdemocracia, nueva izquierda, poscomunistas, en un estado de asombro caracterizado por la impotencia y la incredulidad. Desde la crisis del 2008, primero, y la crisis de refugiados del 2015, después, la estrategia de cortafuegos que se ha levantado contra estas formaciones radicales ha pasado por una revaloración de los símbolos del pasado. La manera de impedir su avance electoral y cultural reside en un recordatorio cuasi paternal desde las instituciones hacia la ciudadanía: “No votéis a estas personas malas”.
La conquista de derechos y libertades no ha traído consigo vacuna definitiva alguna contra el extremismo
No es una característica de bloqueo que únicamente se viva en España. Afecta a todos por igual. El momento de impasse que se vive paraliza e incentiva retrotraerse a pasados comunes y satisfactorios. Los mismos símbolos o los mismos mensajes del pasado. Aunque suene a academicismo, cuando se hace énfasis en la necesidad de diferenciar fascismo y movimientos radicales del presente no solo se hace por un motivo teórico, también práctico. La historia no se repite, pero sí rima, ¿recuerdan? Las formaciones y corrientes reaccionarias del hoy guardan similitudes con las del pasado, pero sus registros no son los mismos. La analogía puede ser sugestiva, pero deja matices por el camino: Nueva Derecha, derecha radical, derecha populista, diversas formas de posfascismos, el neotradicionalismo…
Por ejemplo, hoy sabemos que una de las diferencias fundamentales entre las formas fascistas del siglo XX y las nuevas corrientes radicales actuales es la toma y gestión del poder. Antaño la conquista del poder era violenta, rápida y aupada por las masas. Hoy, sin embargo, la gran mayoría de los movimientos extremistas no solo aceptan las normas electorales básicas de la democracia liberal, además participan en ellas. Además, este cambio del tempo de conquista también modifica el ritmo de la desarticulación de los resortes liberales y democráticos. Como una gran cantidad de autores han defendido recientemente, los derechos y libertades hoy día son dislocados desde el poder pausadamente. Como si la conquista de lo cultural, en términos gramscianos, viniera antes.
El partido de Viktor Orban, Fidesz, lleva gobernando Hungría más de una década, pero no ha sido hasta recientemente que ha prohibido el contenido homosexual en colegios, o gobierna por decreto desde la instauración de un estado de alarma ad infinitum. El PiS lleva gobernando Polonia desde el 2015. No se produjo entonces ninguna golpe a la democracia directo, pero sí se han ido restringiendo los derechos civiles poco a poco. En la actualidad hay hasta más de 30 zonas “libres de ideología LGBT”, donde este colectivo no puede vivir o relacionarse.
Puños, rosas y canciones pueden ser el barbecho necesario, pero no el fin último. La gestión del día a día cotiza cada vez más: salario, condiciones dignas, diálogo
Pero más allá de los matices hay algo superior que entronca con el debate nostálgico que ha cooptado buena parte de nuestras conversaciones en medios y redes recientemente. La misma crítica a la nostalgia y melancolía de mensajes que quieren volver a pasados no tan idílicos puede aplicarse en este caso. La impotencia de estos mensajes radica no solo en la omisión de conquistas de derechos, sino también en la incapacidad de proyectar futuro. Recordar lo malo que fue el fascismo o los buenos tiempos de tus padres con hipotecas puede ser muy seductor para el regate corto, pero terriblemente estéril para convencer de nuevos futuros.
Países como Francia, Italia o España han luchado, de diversas formas, contra el germen fascista. Ocupaciones, regímenes dictatoriales, lucha clandestina, guerras civiles, rupturas y transiciones. Con mayor o menor calado, las democracias liberales han acabado ganando la partida a las dictaduras. Sin embargo, la conquista de derechos y libertades no ha traído consigo vacuna definitiva alguna contra el extremismo. Formaciones como Vox, Reagrupación Nacional o Fratelli d’Italia están instaladas y normalizadas en nuestros sistemas políticos. Y figuras como Santiago Abascal, Le Pen, Zemmour, Salvini o Meloni, aunque compartan vínculos y características fascistas, no se entienden únicamente en base a ello. La cuestión fundamental es que dan respuestas plausibles a los miedos del siglo XXI. De índole cultural, social, económico y político.
El fetichismo antifascista italiano siempre sale al ruedo. Se recuerda que la Constitución Italiana está fundamentada en resortes antifascistas y partisanos, que fue el país del más grande Partido Comunista de Occidente. Pero se obvia que el ADN fascista pervivió durante décadas en las alas dirigentes del Movimento Sociale Italiano (MSI), y que sus descendientes forman parte del partido político que encabeza en la actualidad todas las encuestas, Fratelli d’Italia. Peor todavía, pues todas las quinielas para la formación del próximo ejecutivo italiano contemplan a Matteo Salvini y Giorgia Meloni, representantes de las dos formaciones ultras más notables de nuestro entorno occidental.
El recuerdo no basta para evitar que la política más votada en las últimas elecciones romanas haya sido la nieta de Benito Mussolini
La batalla simbólica en el país transalpino dio comienzo mucho antes que en España. Los anticuerpos fascistas llevan tiempo repitiendo el mismo tacticismo. Canciones, manifestaciones, símbolos, recuerdos de luchas pasadas. Pero el “Bella Ciao” no ha impedido que casi la mitad de la población tenga la intención de votar por estas opciones políticas.
Probablemente David Allegranti es el autor que mejor describió esta impotencia. En su libro Cómo se convierte en leguista detalla cómo en Pisa, ciudad roja histórica, la izquierda se recluyó en palacios administrativos e hizo oídos sordos a las principales preocupaciones de su ciudadanía. Esta exigía respuestas a problemas de seguridad, laborales, de percepciones de desdibujamiento cultural y nacional. ¿Quiénes eran? ¿Qué les pasaba? Cuestiones que mientras unos decidieron obviar, otros entraron de lleno. Salvini les dijo que eran italianos, que estaban en manos de políticos vendidos al orden mundial y que sus males emanaban de la población migrante. Un conjunto de demandas rellenado con deseos reaccionarios. La victoria en el municipio de esta derecha radical tuvo como consecuencia manifestaciones donde se vinculaba a Salvini con Mussolini y con el ISIS, pero sus votantes no veían eso. Solo veían interlocutores que los tranquilizaban sobre los nuevos miedos.
En ocasiones, la revalorización de los símbolos del pasado actúa más como un agente conservante que como uno que amplía. Nos pueden reconfortar, movilizar o hasta emocionar, pero no basta para crear nuevos horizontes políticos compartidos. El recuerdo no basta para evitar que la política más votada en las últimas elecciones romanas haya sido la nieta de Benito Mussolini (en una candidatura con Fratelli d’Italia), ni que dos de cada tres jóvenes italianos crea que la dictadura tuvo cosas positivas. Tampoco evita que polemistas como Éric Zemmour en Francia crezcan utilizando la teoría del reemplazo en sus discursos. Y por supuesto no sirve para entender y evitar que la formación de Santiago Abascal no baje del 15%.
No hay fórmulas simples o mágicas de idealización del pasado en orden a cortar el avance de opciones reaccionarias
Nadie debe caer en equívocos. La “memoria perdida” de la que habla Enzo Traverso, toda la “cultura de la derrota” y su consecuente nostalgia crítica, es necesaria para construir y avanzar. Lo que en estas líneas he querido resaltar es que no hay fórmulas simples o mágicas de idealización del pasado en orden a cortar el avance de opciones reaccionarias. La melancolía y la utopía son dos caras de la misma moneda. Muy juntas una de las otra, pero separadas al mismo tiempo. El tránsito de la primera a la segunda es el objetivo.
El adversario hoy puede mirarse en el espejo del fascismo de entreguerras, pero no es el mismo. La melancolía de las derrotas en ellos sí ha actuado como un crisol crítico. Han aprendido que para ganar deben actuar sobre las ansiedades presentes, no sobre las pasadas. El campo progresista necesita entender que esto no va de recuerdo o razón, sino de convencer que hay otro futuro posible. Puños, rosas y canciones pueden ser el barbecho necesario, pero no el fin último. La gestión del día a día cotiza cada vez más: salario, condiciones dignas, diálogo. Contra su devenir marcado por la decadencia, nuestro porvenir marcado por el esplendor de unas generaciones que hicieron todo lo que pudieron, pero a las que hay que desbordar.