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Opinión
Provocación en Ucrania: esa OTAN siempre en busca de pelea…
El escenario de la tensión actual OTAN-Rusia, que reproduce el tiempo y el ambiente internacional de la Guerra Fría, no es otro que el de las fronteras occidentales de Rusia, esas que vienen tentando a Occidente desde que el presidente Yeltsin vendiera la seguridad de su país entregándose al sistema capitalista y allanándose a la presión norteamericana, con la “recompensa made in USA” de recibir, en breve plazo, a las fuerzas de la OTAN ahora apostadas desde Estonia hasta Bulgaria, en lo que fuera hinterland aliado y protector de la URSS.
Como es lógico en una organización basada en la agresión, la amenaza y la permanente necesidad de enemigos y de conflictos abiertos, el descomunal fracaso vivido en Afganistán ha incrementado la frustración y las ganas de revancha en una OTAN humillada y con el rabo entre las piernas. Afganistán requiere una venganza, o al menos un resarcimiento que cubra y, a ser posible, haga olvidar de alguna medida la derrota militar. Pero a diferencia de Afganistán, donde el enemigo, si bien irreductible, no poseía capacidad para alterar la paz mundial, la opción belicista por Ucrania, con ese objetivo de anotarse un triunfo, sea estratégico, sea militar, no puede ser más peligrosa.
Opinión
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La crisis, en plena evolución en espiral, con conversaciones diplomáticas sin resultado y declaraciones amenazantes por ambos lados, tiene como origen la persistente injerencia de Occidente, Estados Unidos en primer lugar, pero también la Unión Europea, con el empecinado protagonismo de Alemania (una actitud que, por cierto, mantiene la actual coalición de gobierno en Berlín, cuyo sesgo belicista comparte el partido de los Verdes, lo que lo llevará a un adicional desgaste en su ya desvirtuada imagen ecologista) en la Ucrania surgida de la descomposición de la URSS. Esta injerencia ha consistido en la presión política “popular” contra los gobernantes prorrusos, mediante la instigación indisimulada de fundaciones de financiación norteamericana y, sobre todo, con la permanente intención de incluir a Ucrania en el dispositivo militar de la OTAN, amenazando a Rusia de una forma que resulta inaceptable: digamos que la entrada de Ucrania en la OTAN es una “línea roja” para Moscú, tanto por razones estratégicas y de seguridad como por motivos históricos, étnicos, etcétera.
La crisis [...] tiene como origen la persistente injerencia de Occidente, Estados Unidos en primer lugar, pero también la Unión Europea, con el empecinado protagonismo de Alemania [...] en la Ucrania surgida de la descomposición de la URSS
Sin duda que este apremio militarista, sin aparente voluntad de diálogo, así como la abierta actitud antirrusa de los gobiernos ucranianos que miran a la UE y a la OTAN, subyacen en el apoyo de Moscú a los irredentistas de las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk, de fuerte tendencia prorrusa, étnica y política, y que mantienen desde 2014 un desafío militar frente a Kiev. De momento, esta es la respuesta de Putin a la presión occidental, a lo que hay que añadir el cada día más conflictivo suministro de gas ruso a la UE, como respuesta a las sanciones de Bruselas a Moscú; una crisis, la del gas, que no parece resultar totalmente secundaria para Estados Unidos, que viene presionando, con éxito, para que la UE adquiera su gas, sustituyendo al ruso.
Destaca en esta crisis el despliegue de cinismo con que Occidente trata a la Rusia actual (que es lo mismo que hacía antes frente a la URSS), proclamando que nadie puede impedir que Ucrania entre en la OTAN si esa es su voluntad, con la clara intención de amenazar el territorio ruso (ya que es la OTAN la que entra en Ucrania), al mismo tiempo que se exige de Rusia que no despliegue fuerzas en sus (propias) fronteras con Ucrania. Putin lo ha dicho clara y directamente, saliendo al paso del doble lenguaje y la hipocresía global de la estrategia occidental: no quiere tropas de la OTAN en sus fronteras de la misma manera que Estados Unidos no consentiría tropas rusas en las suyas. Es el momento de recordar la crisis de los misiles de Cuba, de 1962, cuando Estados Unidos lanzó un ultimátum a la URSS para que renunciara a instalar misiles en la isla, ya que podrían alcanzar fácilmente el territorio de los Estados Unidos; o la invasión de la isla de Granada en 1983, cuando el régimen que accedió al poder fue considerado por Washington hostil y filocomunista; o la guerrilla de la Contra nicaragüense, financiada por Washington, que desgastó al régimen de los sandinistas hasta provocar la llegada de la derecha al poder.
Aunque nadie ignora que la OTAN es una construcción histórica de los Estados Unidos y que su mando militar pertenece al estricto control de Washington, siempre llama la atención el fervor con que los líderes civiles de esta organización sirven a estos intereses, que son esencialmente norteamericanos. El actual secretario general de la organización, el antiguo primer ministro noruego (laborista) Jens Stoltenberg, parece superar a sus antecesores como lacayo de la Alianza Atlántica, ciñéndose permanentemente a una actitud provocativa, cínica y belicista, que en buena medida parece querer contrarrestar el patetismo de sus explicaciones sobre la huida de la OTAN de Afganistán. Nunca se había percibido a un secretario general de la OTAN con las irresponsables ganas de pelea que exhibe Stoltenberg, obsesionado, según todos los indicios, por llegar a un abierto conflicto militar con Rusia: su necedad, sin precedentes, se convierte en un elemento distintivo, y quizás fatal, de esta crisis.
Aunque nadie ignora que la OTAN es una construcción histórica de los Estados Unidos y que su mando militar pertenece al estricto control de Washington, siempre llama la atención el fervor con que los líderes civiles de esta organización sirven a estos intereses, que son esencialmente norteamericanos
Hay un segundo, e igualmente ridículo figurón en esta crisis, y es el español Josep Borrell que, desde 2019 y en virtud de su papel como Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (Mr. PESC, para abreviar), alienta con entusiasmo este conflicto, llevado por su americanismo de fondo (simultáneo con su ambigüedad socialista, no menos profunda) y por su empeño en que la UE se dote de una potencia militar que la haga autónoma y capaz de defender sus intereses allá donde estos lo demanden. Para ello, ha elaborado un documento que llama Brújula estratégica, en el que plantea un inventario, en gran medida forzado, de amenazas y peligros de tipo esencialmente económico que, según él, ponen en peligro “nuestros valores liberales”; un documento en el que plasma su contribución a un futuro más insolidario, neurótico e inseguro. Y para demostrar su propio compromiso en este peligroso itinerario, no duda en visitar las líneas “calientes” de la frontera de Ucrania con Rusia, como particular contribución a la crisis.
La ocasión se presenta para evocar a otro notable español dejado llevar por las veleidades de la política internacional, igualmente perteneciente al redil yanqui, que también ha tenido un importante papel en el incremento de la tensión en las relaciones con Rusia: el socialista Javier Solana. Recordemos que aquel gesto de la OTAN, de traición a lo convenido con Rusia y de hostilidad irresponsable, cuando la URSS ya se daba por finiquitada, tuvo como protagonista a Solana, entonces secretario general de la organización, de cuya gestión los medios nos transmitieron un alegre compadreo con el amigable Yeltsin, antes de engañarlo y golpear en su (muy deteriorado) amor propio, sabiendo que lo tenía a su merced. Solana, destacado e histórico miembro del PSOE —en cuya responsabilidad quedaron los bombardeos pirata a Yugoslavia en 1999, sin declaración de guerra ni aprobación previa del Consejo de Seguridad de la ONU, que dieron lugar a numerosos crímenes de guerra—, continuó en su papel de enemigo cualificado de la nueva Rusia tras su paso por la OTAN (1995-1999), ya que a continuación fue nombrado Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (1999-2009, el cargo que ahora desempeña Borrell), implicándose necesariamente en las discutidas (e imprudentes) ampliaciones de la Unión Europea hacia el Este, lo que inmediatamente fue seguido de la incorporación a la Alianza atlantista de todos esos nuevos miembros, un doble proceso que contó con la oposición y las advertencias de Rusia: primero Polonia, Hungría y República Checa (1999, siendo Solana todavía responsable de la OTAN), luego los tres países bálticos más Rumanía, Bulgaria, Eslovaquia y Eslovenia (2004) y, finalmente, Albania y Croacia (2009).
Nunca se había percibido a un secretario general de la OTAN con las irresponsables ganas de pelea que exhibe Stoltenberg, obsesionado, según todos los indicios, por llegar a un abierto conflicto militar con Rusia: su necedad, sin precedentes, se convierte en un elemento distintivo, y quizás fatal, de esta crisis
(Es legítimo interrogarse sobre el americanismo de estos socialistas burgueses, tipo Solana y Borrell, sin que pueda evitarse situar el origen de este alineamiento en los años en que estudiaron en Estados Unidos, donde con gran probabilidad serían captados por los servicios yanquis, que en aquellos años se situaban muy sumariamente en la CIA y que después se han podido extender a esa variada gama de agencias y organismos mucho más diversos, penetrantes y sutiles, para servir de caballos de Troya o de quintacolumnistas del Imperio, dentro de un PSOE y un Gobierno sonrosados por el poder.)
Pero los tiempos de Yeltsin pasaron y su sucesor en las riendas de la nueva Rusia, Vladimir Putin, ve el asunto de muy distinta forma, y no consiente las insidias de la OTAN en sus fronteras. Sabe que Estados Unidos, que es quien manda y dirige la OTAN y sus planes, y de ahí que margine a la UE en la gestión de la crisis, como vicaria e incompetente aliada (lo que demuestra expresando su menosprecio hacia Borrell y su impulso belicista).
Estamos ante un caso de expansionismo militar, que no se ahorra un discurso chulesco e imperialista, que fuerza una crisis para acorralar y humillar al contrario, en este caso la Rusia de Putin, que ya le ha consentido bastante a la OTAN y que viene demostrando no dejarse amilanar por un Occidente siempre con ganas de bronca. Ante esta crisis, y teniendo en cuenta las características que el Estado ucraniano presenta, de profundas divisiones internas tanto históricas como políticas, culturales e incluso religiosas, la actitud de Kiev, trascendente y sensata, debiera ser la opción decidida por una neutralidad fecunda y constructiva, como la de Finlandia, y abandonar toda veleidad de provocación hacia su poderoso vecino aliándose con sus enemigos, lo que no puede por menos que salirle muy caro.