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profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y especialista en la historia del comunismo español
Un municipio del área metropolitana sur de Madrid. Una casa de comidas próxima a un polígono industrial. El telediario refiere la última hora sobre la exhumación de Franco. Dos hombres en mono de trabajo comparten sobremesa: uno, frisando los cuarenta, debió transitar por el BUP; el otro, un veinteañero fruto de la LOGSE: “Mejor Franco que Maduro ¿Tú sabías que, con la República, el jefe del gobierno mandó a su escolta a matar al líder de la oposición?” El más joven mira al mayor como si escuchase a Don Marcelino Menéndez Pelayo, con respetuoso silencio. La vulgata revisionista aromatiza los postres y el café.
Aeropuerto de Barajas. Dos docenas de estudiantes de bachillerato se disponen a emprender un viaje de fin de curso. Todos despliegan una increíble capacidad para desenvolverse en tres planos simultáneos: jugar con sus móviles, compartir fotos y comentar memes. De repente, sobre el rumor de las conversaciones banales se escucha: “Pues yo voy a votar a Vox”. El móvil emite un silbido y un muchacho replica un tuit. Alguien que nunca será un conscripto musita las estrofas de El novio de la muerte. Un millenial va a estrenar su condición de ciudadano votando a un partido que enaltece un pasado de autarquía, censura moral y plato único.
¿Cómo se explica que trabajadores de uno de los últimos enclaves del muy desvaído cinturón rojo repitan falacias históricas propaladas por quienes, por otra parte, pretenden precarizar sus condiciones laborales y bajar los impuestos a las rentas altas? ¿Qué lleva a unos postadolescentes a formular a la ligera un envite contra su futuro con el mismo talante despreocupado con que acudirían a la casa de apuestas de la esquina de su instituto?
El retorno de viejos relatos
Son muchos los factores que están conduciendo a un cierre reaccionario de la crisis de representación abierta en 2011. La mayor parte de ellos no son coyunturales. La demolición del estado del bienestar y la centrifugación de toda coalición defensiva frente a las imposiciones de un capitalismo definitivamente asilvestrado tras la Segunda Gran Depresión, la desarticulación de la mesocracia, el ensueño melancólico de un pasado próspero pulverizado por la amenaza del paro crónico, la devaluación salarial y el agarrotamiento del ascensor social, el resentimiento del penúltimo contra el último en la pugna por el acceso a un trabajo escaso y a recursos sociales menguantes, el chauvinismo de retorno respecto a un proceso catalán percibido como un atentado a los arcanos identitarios que constituyen la última línea defensiva frente a la desaparición de todo lo que era sólido, todos estos factores han contribuido a la coagulación de fuerzas antes aletargadas o que se movían en los fondos abisales del piélago conservador.Los elementos que integran el imaginario de la nuevamente pujante extrema derecha parecen sacados de la vieja Enciclopedia Álvarez. Glorificar a Hernán Cortés, discutir con Portugal sobre la primacía en la vuelta al mundo, declamar panegíricos a Blas de Lezo, vindicar una antigüedad para la nación española cuatrocientos años anterior a que se constituyese como sujeto de soberanía o invocar en sede parlamentaria europea Covadonga o Lepanto como antídotos contra Eurabia son fórmulas habituales entre aquellos que, cuando se trata de condenar a la dictadura franquista o de honrar a sus víctimas enfatizan de forma melodramática la necesidad de no mirar atrás. Una puja por la cima de lo rancio en la que no ha faltado, todo hay que decirlo, la contribución de algún ministro socialista recomendando como lectura canicular un subproducto editorial contra la Leyenda Negra, poniendo de manifiesto que el mal provoca contagios por capilaridad.
Un currículum inabordable
La amplia difusión de estos lugares de supuesto sentido común debería ser motivo de preocupación: denota que, en los cuarenta años de vigencia del régimen constitucional, casi dos generaciones de españoles han pasado por la escolarización obligatoria sin abordar satisfactoriamente el estudio de nuestra historia reciente. Y ha sido así por razones que cualquiera puede identificar en su propia autobiografía escolar: ¿Quién no ha oído que el programa era muy amplio; el tiempo, muy escaso; que al último trimestre siempre se llegaba con agobio; que los temas de la República, la guerra civil y la dictadura franquista eran muy problemáticos porque podían suscitar conflictos con las familias, llamadas de atención de la inspección educativa o, en definitiva, que eran demasiado recientes —solo han pasado entre cuarenta y ochenta años de nada…— como para ser tratados con objetividad y desapasionamiento?De ahí que el conocimiento histórico acumulado por millones de ciudadanos (casi diez en los años que van desde los años 90 hasta hoy) se caracterice, en general, por la carencia de profundidad y de rigor y consista en retazos de los manuales mal rememorados, episodios estereotipados, retales de debates televisivos, fragmentos de la pacotilla editorial, simplificaciones pseudoacadémicas y evocaciones de experiencias subjetivas de raíz familiar: un patchwork proclive a arropar todo tipo de mistificaciones.
Incluso el profesorado más comprometido tiene serias dificultades para llevar al aula los periodos clave de nuestra Historia reciente. La selección de contenidos no es fácil. Explicar las revoluciones burguesas, el surgimiento del Estado-Nación, la revolución industrial, las dos guerras mundiales, el comunismo, los fascismos, la guerra fría, el imperialismo, la descolonización, la globalización y sus correspondientes correlatos en la historia española resulta una tarea titánica con tres horas de clase a la semana.
La dificultad es estructural: de todas las divisiones formales de la Historia, la Contemporánea es la única que permanece abierta. El currículum de Secundaria siempre arranca con la crisis del Antiguo Régimen, tanto en 4º ESO como en 1º de Bachillerato. La secuencia temporal de la contemporaneidad española en los manuales escolares apenas ha variado desde la Ley General de Educación de 1970. Precedido de un tumultuoso siglo XIX, el reinado de Alfonso XIII abre un siglo XX no menos convulso. La Dictadura de Primo de Rivera se presenta como doble respuesta a la agudización de la conflictividad social y a las consecuencias de la guerra de Marruecos. Segunda República y Guerra civil suelen aparecer amalgamadas en una misma unidad, con las lecturas teleológicas que ello supone. El franquismo, por su extensa duración, casi geológica, se escinde en dos periodos con el Plan de Estabilización y los comienzos del desarrollismo como parteaguas. Por último, la transición, enfocada desde las instituciones – “de la Ley a la Ley”- y con el pueblo español como espectador de platea cierra virtuosamente dos siglos de confrontación cainita.
Una propuesta radical
La toma de la Bastilla fue la metáfora fundacional de la nueva era para los historiadores del siglo XIX, pero para nosotros han trascurrido casi dos siglos y medio. Si no se opta por un cambio de paradigma, estamos condenados a que siga sin haber tiempo suficiente para la enseñanza de la Historia más próxima y, aunque el diseño curricular contemple, en teoría, todos los acontecimientos comprendidos entre aquel hito inaugural y la realidad compleja de nuestro tiempo, los episodios que van del franquismo hasta el presente se encontrarán sumidos en un agujero negro. Una ignorancia fértil para las campañas de la extrema derecha político-mediática.La enseñanza de la Historia Contemporánea más reciente adquiere hoy un carácter de imperativo cívico y democrático. Es necesario modificar sustancialmente la secuenciación de los contenidos curriculares. Nadie debería abandonar las aulas sin conocer las claves de los procesos que han conformado la sociedad en que va a insertarse en breve como sujeto en plenitud de derechos políticos. Para ello, es preciso otorgar a la Historia reciente –el “corto siglo XX”, en expresión del Eric Hobsbawm- el protagonismo de un curso propio, el último de la Secundaria obligatoria. Hay que redistribuir la secuencia de los contenidos en cuatro bloques: 1) Las vías a la modernización: el lento despegue bajo la Restauración (1903-1923); la modernización autoritaria (1923-1930); y la modernización democrática (1931-1936). 2) La guerra civil como crisol de los conflictos secularmente irresolutos (económico, social, territorial, político y cultural) y escenario de la protoguerra mundial (1936-1945). 3) La dictadura franquista como régimen totalitario imbricado en los cambiantes escenarios internacionales y de modulación tardía al capitalismo maduro (1936-1977) 4) El proceso de transición a la democracia, sus condicionantes, sus logros y sus límites (1969-1986).
La cronología podría resultar chocante, pero está justificada: obedece a la idea de que la guerra civil y la dictadura franquista interrumpieron un proceso de modernización que se había iniciado, bajo varias facetas y distintas velocidades, en el primer tercio del siglo XX; que la España franquista fue parte actora de la Segunda guerra mundial como integrante del Pacto de Acero y suministradora de tropas para una guerra de agresión —la División Azul—, y que sus gambitos de pasividad no llegaron a alcanzar la neutralidad absoluta; que el comienzo de la dictadura hay que situarlo en la propia guerra civil, en la que se configuró el que durante toda su vigencia se reivindicó a sí mismo como el “régimen del 18 de julio”; que su final no se produjo con la muerte del dictador sino con la derogación efectiva de las instituciones dictatoriales; y que los orígenes de la transición hay que rastrearlos en los alineamientos de fuerzas bajo el tardofranquismo, y su final prolongarlo hasta la primera vez desde 1933 en que un gobierno de centro-izquierda pudo sucederse a sí mismo en el poder sin que lo impidiera un pronunciamiento militar.
Es solo un bosquejo y una aportación para el debate social. Una intervención, por decidida que sea, en la forma en que la ciudadanía aprende Historia en la escuela no será el bálsamo de Fierabrás contra el populismo reaccionario, pero sí una parte de la posología. No rendirá frutos de inmediato, pero al menos contribuirá a evitar en un futuro no muy lejano que podamos contemplar el Medievo como un horizonte de progreso.
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Gracias al autor por poner encima de la mesa uno de los problemas de la enseñanza de la Historia en secundaria. Independientemente de que no se logre el "acuerdo total" en los programas concretos, resulta imprescindible abordar este asunto.
Lo de un país en vías de modernización me ha sonado fatal...me ha recordado al libro de Fusi, la teoría de la modernización, además de oler a naftalina, no me parece muy de izquierdas, más bien lo contrario. Eso independientemente de que Franco no trajera a este país nada bueno ni nada que hubiera podido conseguir sin semejante dictadura.
Por otro lado, mientras los profesores no puedan expulsar de las aulas a todos aquellos que no guarden unas mínimas formas de respeto y convivencia....ningún cambio en el currículum servirá de mucho.
La Historia no la hacen solo los contemporaneístas. Hobsbawm, Gellner, Anderson... ¿Sabían algo de moderna, de medieval, de antigua?
Anderson escribió su tesis sobre "El Estado absomutista" y editó "Transiciones de la Antigüedad al feudalismo". Hobsbawm comentó las tesis de Marx en "Formaciones económicas precapitalistas". Nadie dice que haya que eliminar el estudio de las fases anteriores: lo que sostengo es que se imparta en condiciones satisfactorias la Historia del Presente.
Me refería a Benedict Anderson, no a Perry Anderson. En cuanto a Hobsbawm, estudiar a un pensador del siglo XIX no es hacer historia moderna. A lo que vamos: se les fue la mano con la tesis de las comunidades imaginadas. Ni Francia, ni Gran Bretaña, ni Alemania, ni España surgieron como naciones en el siglo XIX.
Puesto que el pueblo no fue sujeto de soberanía en Europa hasta 1789, antes el pueblo no existía.
Brillanre y certero análisis de un experto en la materia. Ojalá que su propuesta no caiga en saco roto.