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Lo de la Justicia es un grano molesto, tantas veces insoportable, que nos afecta a buen número de españoles y españolas poniéndonos de pésimo humor cuando hemos de pasar por ella, y hasta de mala leche cuando observamos cuántos, entre sus administradores, jueces y fiscales, o no cumplen bien con sus obligaciones o se apartan expresamente de las normas que los rigen, riéndose de todos nosotros y dando el espectáculo.
Porque de espectáculo, descarado y reticente, hay que calificar la saga de la renovación de los máximos órganos judiciales del Estado, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal Constitucional (TC), nada menos. Ya que una buena porción de jueces de esos órganos, carentes de rubor y profesionalidad, sediciosos ante la ley que los gobierna y lacayos del partido que los postula, nos han tenido entretenidos e indignados durante años. Vaya, vaya, así que, ¿hay que confiar en la Justicia? Pues, no, sino que hay que desconfiar de una Justicia politizada, mangoneada por los partidos mayoritarios y con la complacencia de la institución judicial, convertida en algo parecido a una instancia de premios y regalías de índole ideológica (¡qué escándalo, descubrimos que la Justicia no es tal!).
Tribunal Constitucional
Renovación del Poder Judicial El sector progresista del CGPJ cede y nombra a los candidatos de los conservadores para el TC
Decía el presidente del Tribunal Constitucional, en su retardada despedida, que no compartía “la falsaria dicotomía entre jueces conservadores y progresistas… un magistrado no representa a nadie, está a solas con su conciencia y sólo de ella depende”, rematando con el emotivo apunte de que “en España solo hay una soberanía, la del pueblo español”, quedándose tan pancho. No descarto que, lo que en realidad quería decir, o al menos pensar, era, más bien que “aquí somos todos conservadores, menos algún compañero raro, y por eso nos mantenemos conservando, cuanto podemos, nuestros privilegiados puestos”, sin reconocer del todo la pelea entre PP y PSOE, que son los que designan el adjetivo, el cargo y, en consecuencia, el escándalo.
Hay que desconfiar de una Justicia politizada, mangoneada por los partidos mayoritarios y con la complacencia de la institución judicial, convertida en algo parecido a una instancia de premios y regalías de índole ideológica
El lema de “confiar en la Justicia” tiene un origen indudablemente pernicioso, de miedo ante ella y sus administradores, jueces y fiscales; y eso, que es un hecho secular, no está nada bien, ni ha mejorado gran cosa. De ahí que, en las encuestas, la gente suela señalar a la Justicia a la cabeza de las instituciones en las que menos confía. Y no son menores las quejas contra una burocracia sobradamente demostrada como de las más incompetentes y desesperantes de nuestra “sociedad organizada”, de la que se desprende el frecuente caso de fiscales y jueces y que dejan pasar los plazos establecidos por los procedimientos para que queden sin efecto las denuncias o exculpados sus presuntos culpables. O esos traslados, que tantas veces consisten en —o parecen equivaler a— huidas de la quema, cuando los asuntos resultan excesivamente molestos, arduos o peligrosos; con el mismo resultado, que es que todo se retrasa y la justicia se hace lenta y tardía, dejando de ser verdadera justicia.
El palo te lo llevas cuando, metido en harina y frecuentando el proceloso mundo de las denuncias y querellas, con sus sentencias y otras reacciones de los jueces, has de afrontar lo inexplicable, la arbitrariedad o la desvergüenza, que en no pocos casos van acompañadas de cohesión corporativa. O compruebes que, sobre un hecho concreto, escrito, fijado, referencial, las sentencias puedan ser distintas y hasta contradictorias, dada la potestad (inevitable, que puede ser meramente ideológica) de la interpretación personal; lo que lleva a salvar o hundir a una persona, tanto si es inocente como si es culpable (dos resultados para dos situaciones, total, cuatro posibilidades: demasiado riesgo). Más grave todavía, claro, es que, desde el ciudadano, la verdad no se asocie con la Justicia en numerosos casos, lo que niega la esencia de la misma como institución y también como poder, paradigma o valor. O que tiemble cuando, por la fuerza de las circunstancias, se ve en la necesidad de visitar los juzgados. De ahí ese eslogan, popular y sabio (pero catastrófico) de que “más vale un mal acuerdo que un buen juicio”.
El caso es que tener experiencias con la justicia es, por lo común, de lo más alienante y demoledor de esta vida. Carente de emoción, colgada en unas alturas tan inaccesibles como temibles, cuajada de cinismo, sorpresa y castigo… La justicia recibida, es decir, aplicada en propia carne, produce como un pavor seco y sordo, un desasosiego íntimo y radical, una dependencia fatalista hacia algo ignoto y amenazante, un aborrecimiento seguro, aunque se gane o se salga ileso, con la convicción profunda de que, incluso ganando, uno es víctima de alguna injusticia que sobrevuela y nunca deja de amenazar, como algo ajeno e incontrolable...
El caso es que tener experiencias con la justicia es, por lo común, de lo más alienante y demoledor de esta vida. Carente de emoción, colgada en unas alturas tan inaccesibles como temibles, cuajada de cinismo, sorpresa y castigo…
Este cronista ya se estrenó en ese desasosegante mundo cuando a una edad tierna (por la ingenuidad que conllevaba) hubo de enfrentarse a esos pavores, debido a que se movía a tope en la defensa del litoral murciano-almeriense y, por el atrevimiento de interponerse en la construcción de un (abusivo) puerto deportivo sufrió en sus carnes el azote a su osadía a manos de un fiscal demasiado próximo a los promotores de esa obra y a unos jueces que le siguieron en su aborrecimiento a los ecologistas, que parecía que les producían sarpullido.
Pero, más o menos, creía (este escribidor) en que si no en la primera instancia, en la segunda o la tercera se salvaría de las inclemencias del poder judicial, suelto y flamígero. Tras las decepciones propias, su ingenuidad fue desapareciendo cuando —lo recuerda muy bien— se puso en evidencia que el juez catalán Lluis Estevill, redactaba sentencias según se las pagaban, y luego empezaron a menudear los ejemplos terribles de jueces y fiscales indecentes, que acababan condenados por la misma Justicia a la que decían servir. Desde aquel ejemplo inmemorable el chorreo no ha decaído, siendo los más recientes casos el del juez de Canarias que perseguía a la jueza Rosell, con el fabuloso resultado de que irá a la cárcel o el espectacular atropello del empresario Cursach, en Mallorca. La Justicia recorre un camino jalonado por (demasiados) tipejos que han contribuido, con rotundidad, a la demolición de la idea de justicia, poniendo muy difícil creer en ella.
Vaya, vaya. Así que tenemos que creer en la justicia. A mí me admiraba escuchar a mi amigo Nelson, cubano hijo de leonés, contando que él, periodista de profesión, era miembro de los tribunales de Trabajo del régimen cubano. Porque me hacía pensar y decirme: por supuesto, es correcto y ético que un tipo normal, en uso de sus facultades intelectuales (las morales no deben contar en esto, que sería peligrosísimo) aplique su sensatez, más que el conocimiento literal de las leyes, para que la dignidad (humana) del trabajo sea respetada por las instituciones, públicas o privadas; y deduje que en esa isla el pueblo pasa de las togas solemnes, los ritos engañosos y el juecerío insoportable.
Bastante riesgo conlleva que los jueces juren o prometan por su honor, o su conciencia, como para dejarlos que juren por Dios, como si el cinismo ambiente no acechara en cada proclamación de justicieros
Mi alusión a la justicia divina que traigo aquí, no es por los pelos sino como un mero recordatorio de que, cuando los jueces “juran por Dios” cumplir fielmente su obligación están, cuando menos, contribuyendo a un rito poco serio. Prohibido tenía que estar, ya que vivimos en un Estado laico y, además, procede evitar a estos juradores exhibicionistas cualquier perjurio (que al ser formalista no es perseguible, quedando en algo superfluo). Bastante riesgo conlleva que los jueces juren o prometan por su honor, o su conciencia, como para dejarlos que juren por Dios, como si el cinismo ambiente no acechara en cada proclamación de justicieros. Además, sobre Dios, que es paradigma de equidad, probidad y compasión, tampoco se oculta su —terrible, llameante— carácter justiciero, es decir, implacable para con ciertos, y desgraciados, humanos crédulos o creyentes. O sea, que es tan compasivo como implacable, según, sin que quede del todo claro cuando hemos de esperar, de su infinito poder, su benevolencia o su venganza, así que hemos de mantenernos en vilo y angustiados toda la vida... O sea, que jurar por Dios ya es empezar más bien mal: por las nubes, con solemnidad barata y gran teatro.
Y resulta que, cuando se examina al CGPJ, rebelde a la renovación obligada, nos encontramos con el nada sorprendente hecho de que carece de código ético propio, que le permita quedar al margen de la manipulación política y de la implicación en asuntos privados relacionados con la justicia; pero que tiene sobre la mesa un documento, elaborado por los Consejos del Poder Judicial europeos, que debiera aprobar y aplicarse, aunque en la actual situación de flagrante intromisión del poder político, su aprobación resultaría grotesca. A buenas horas, mangas verdes (en este caso, negras, blancas y puñeteras).
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Muy bien, sí, lo importante es que no haya riñas entre aquellos que administran la "justicia" que emana del "derecho de pernada propio de gorilas y chimpancés en celo por seguir manteniendo sus megacriminales corruptelas, expolios, opacidades, usurpaciones, nepotismos, impunidades, etc., etc.".
Eso es lo importante, esa "justicia" que emana de ese tipo de "derecho".
Por norma las leyes las dictan a su favor los más fuertes del mercado y los jueces son los encargados de corregir y
y quebrantar las leyes cuando se saltan el fin de dicha norma. Así se consagran la desigualdad y la injusticia dominantes.