Cárceles
Salud mental entre rejas y a golpe de ladrillo: València tendrá el mayor centro psiquiátrico penitenciario del Estado

El complejo, todavía en construcción, pretende albergar a 500 personas presas con padecimiento psíquico. Colectivos en defensa de los derechos humanos y expertos se oponen a la utilización del complejo de Siete Aguas para estos fines y proponen alternativas “más humanas, más justas y más económicas”.

Desde los resultados de las encuestas en pleno confinamiento, pasando por las tablas del CSIC hasta el reprochado “¡Vete al médico!” a Errejón en el Congreso cuando hablaba sobre la salud mental, la cuestión del padecimiento psíquico ha pasado a formar parte del debate público en los últimos meses. Sin embargo, colectivos y expertos en defensa de la salud mental valoran que se sigue sin llegar a lo que se esconde tras la punta del iceberg de los llamados trastornos de la salud mental: la estigmatización, los encierros o las violencias psiquiátricas. El proyecto en Siete Aguas (València) es, apuntan, un ejemplo del camino que queda por recorrer.

A principio de marzo, las alarmas de expertos y personas con padecimiento psíquico saltaban cuando la prensa local se hacía eco del concurso convocado por el Ministerio de Interior en el que destinaba 700.000 euros a la asistencia para la redacción del proyecto —la evaluación de las empresas presentadas se publicó el pasado viernes— mediante el cual construir el mayor centro psiquiátrico penitenciario de todo el Estado, que debía costar en torno a 80 millones de euros según el pliego y que tendría capacidad para 500 personas presas con problemas de salud mental graves que serían desplazadas de sus territorios para cumplir condena en esta localidad. 

Las instalaciones aprovecharían una macroestructura a medio construir en Siete Aguas, a unos 50 kilómetros del centro de València, inicialmente pensadas como una prisión “al uso” que aliviaría la “sobresaturación” de la cárcel de Picassent

Las instalaciones aprovecharían una macroestructura a medio construir, ubicada en Siete Aguas, a unos 50 kilómetros del centro de la ciudad de València. El complejo fue inicialmente pensado como una prisión “al uso” que aliviaría la “sobresaturación” de la cárcel de Picassent, pero las obras se paralizaron hace más de seis años, habiendo invertido en ellas 14 millones de euros además de los costes todavía asumidos para la vigilancia del lugar, que se calculan en torno a 14.000 euros mensuales. 

Encerrar y desentenderse 

“La construcción de este centro refuerza una serie de valores que son totalmente contrarios a los que se defienden desde las distintas instituciones españolas e internacionales”, afirma el manifiesto firmado por más de 200 entidades y organizaciones del ámbito penitenciario y de la salud mental. Exigen la paralización de un proyecto que califican como “anacrónico” e “inadecuado”, y advierten que los centros de gran tamaño y aislados de la vida diaria “significan la marginación y un riesgo de máxima exclusión para esta población”. 

Los firmantes justifican su rechazo por dos motivos principales: por una parte, aseguran, el modelo de centro de Siete Aguas vulnera los tratados y convenciones sobre salud mental y prisiones, que desde hace años se orientan hacia la atención comunitaria y de reinserción. Por otra, los dos centros que ya existen con estas características son un claro ejemplo de la falta de recursos y de las consecuencias negativas que este modelo implica para las personas presas y con problemas de salud mental.

Los dos centros que ya existen con estas características son un claro ejemplo de la falta de recursos y de las consecuencias negativas que este modelo implica para las personas presas y con problemas de salud mental

La propia Dirección General de Instituciones Penitenciarias, dependiente del Ministerio de Interior, se declaraba a favor de “facilitar y desarrollar un proceso de reinserción en la comunidad para las personas con enfermedad mental”. Así lo reconocía con la creación del llamado “Programa Puente”, que se orientaba en esta dirección y que asumía los resultados positivos en cuanto a la baja reincidencia y a la promoción de la salud en este colectivo a través de un modelo comunitario. 

“Detrás de este centro no hay un criterio sanitario, sino un criterio regimental y de reclusión”, señala Javier Vilalta, director de Àmbit, entidad que trabaja con la reinserción social en la cárcel de Picassent. “La psiquiatría ha avanzado mucho y este modelo ha quedado completamente desfasado”, añade, mientras denuncia que la falta de recursos destinados a la reinserción hace que “algunas personas que deberían estar en regímenes de libertad y ubicadas en programas de reinserción con un equipo multidisciplinar continúen presas”.

Sin personal y con pastillas

En la actualidad, existen dos centros que responden a este modelo: uno en Sevilla y otro en Fontcalent (Alacant). Y su enfoque, expone Francisco Fernández Caparrós, coordinador del área de cárceles de la Asociación Pro Derechos Humanos Andalucía (APDHA), es fundamentalmente farmacológico: “Lo que se hace en estos centros, en muchos casos, es sobremedicar a las personas que se encuentran allí, pero no realizan un abordaje psicoterapéutico para rehabilitar realmente a esa persona”. A esto se añade la falta de personal en el centro andaluz, y el hecho de que, denuncia, hasta hace un año no tuviera completa la plantilla de psiquiatría: “Ya no es solamente que el enfoque no es el adecuado sino que, además, faltan recursos y falta personal”.

“Lo que se hace en estos centros, en muchos casos, es sobremedicar a las personas que se encuentran allí, pero no realizan un abordaje psicoterapéutico para rehabilitar realmente a esa persona”, denuncia Fernández

Así lo indicaba el Mecanismo Nacional para la Prevención de la Tortura, que en 2018 —a través de una visita sin previo aviso— dictaminó que el Centro Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla no contaba con el número suficiente de psiquiatras en plantilla, ni disponía de ningún psicólogo titular. Una situación que se repite en el caso de Fontcalent, donde la ausencia de profesionales para la salud mental también ha sido objeto de reclamos. En 2019, este centro disponía solamente de un psiquiatra para casi 300 personas internas, y en noviembre de 2020 fue nuevamente denunciado públicamente por no disponer de ninguno. 

La falta de recursos y de personal también se extiende a la atención psiquiátrica dentro del resto de prisiones, junto con la alta medicalización y la ausencia de un enfoque multidisciplinar. Sergio Pellijero, integrante de Activistas en Acción —una plataforma valenciana de colectivos ‘en primera persona’— coincide en que los recursos para atender la salud de las personas presas son escasos: “En la cárcel de Picassent, el psiquiatra te visita una vez al año”, narra el activista. “Si tienes una crisis, te meten un pinchazo con calmantes y a lo mejor te quedas durmiendo en la enfermería hasta el día siguiente, que llega el psiquiatra”, relata. 

Por otra parte, Fernández Caparrós subraya que la privación de libertad a las personas con problemas graves de salud mental es contraria a las declaraciones de Derechos Humanos de ámbito universal, así como en el entorno europeo: “Nuestra jurisprudencia apunta hacia el rechazo de aplicar medidas disciplinarias severas (como pueden ser los regímenes de aislamiento penitenciario durante días, meses e incluso años) a estas personas”, explicitando que “en todo caso” se les pueden aplicar “unas medidas de seguridad”. Los hospitales psiquiátricos penitenciarios, apunta el activista, “no dejan de ser cárceles para personas que padecen problemas de salud mental graves”. 

“La salud mental lleva ya muchos años siendo un número: 2.700 euros al mes para la residencia Mentalia Puerto, 5.000 para la farmacéutica por mi tratamiento…”, lamenta Sergio Pellijero, de Activistas en Acción

“¿Por qué no se gastan los 80 millones de euros en mejorar la sanidad penitenciaria que está agonizando?”, plantea Vilalta, que advierte que acudirán a las instituciones europeas y a observadores internacionales para que revisen el caso de Siete Aguas. “El modelo debería apostar por la salud mental comunitaria, es decir, que no sean las prisiones sino las instituciones sociales —y no punitivas— las que se ocuparan de la rehabilitación y reinserción de las personas”, explica Caparrós, que subraya que tras años de recortes en los recursos públicos este planteamiento —determinado también en las estrategias marcadas por los organismos nacionales, como es la Estrategia de Salud mental del Sistema Nacional de Salud (SNS)— “todavía no es real”. 

Entonces, ¿por qué promover un centro que contraviene las peticiones de las personas con padecimiento psíquico, las recomendaciones de expertos, las declaraciones internacionales de derechos humanos y los propios planes nacionales? “Es un negocio donde pegará un pelotazo quien sea, ya lo veremos dentro de unos años cuando Florentino Pérez o un fondo buitre se hayan llevado algo”, aventura Pellijero. Para él, “la salud mental lleva ya muchos años siendo un número: 2.700 euros al mes para la residencia Mentalia Puerto, 5.000 para la farmacéutica por mi tratamiento…”.

Alternativas más justas... y viables

Sergio Pellijero convive con otras dos personas y su perro Gucci en una vivienda que consiguieron alquilar hace unos años. Los tres hacen su vida: Sergio coordina actividades y gestiona la asociación —además de ser el principal cocinero de la casa—, su compañera trabaja, y un tercer integrante del equipo se encarga sobre todo de mantener el orden y la limpieza. En un corcho colgado en la pared del salón reposa un cuadrante con los turnos: “Si uno no llega a una tarea porque está mal, pide ayuda y otro se la presta. Hay mucho apoyo mutuo, y cuando hay que abordar algún asunto de convivencia lo hacemos en asamblea”, explican.

Los tres comentan las dificultades que tienen las personas con padecimiento psíquico por el simple hecho de tenerlo: los altos índices de desempleo por la dificultad (incluso imposibilidad) para acceder a determinados puestos de trabajo, la odisea de encontrar una vivienda, lo complicado de relacionarse con personas sin diagnóstico y salirse de la ‘zona de confort’, o el estigma al ser preconcebidos como ‘violentos’ a pesar de que las cifras lo desmientan. Las dificultades encontradas en vivir en comunidad sin sentirse juzgado, o sin resultar rechazado institucional, laboral o socialmente, llevaron a los integrantes de Activistas en Acción a tomar la iniciativa y presentar a la Conselleria de Igualtat y a la de Habitatge un proyecto que replicaría su piso compartido.

El programa ‘Nuevos Rumbos’, entregado en los registros de ambos organismos de la Generalitat Valenciana, habilitaría un edificio de viviendas que pretenden que esté inaugurado a finales de 2022. “Planteamos que por 70.000 euros se cubra un año de 18 plazas de Conselleria, pero creemos que van a rechazar la propuesta porque supondría quitarle 2.700 euros a una multinacional por 12 meses por 18 personas, para ahorrarse con nosotros el 70% y tener malas relaciones con aquellos”. Pero las ventajas que encuentran al proyecto no se limitan a lo económico: es la independencia, la paz y la eficacia del tratamiento que supone vivir en autonomía, sin privación de libertad y en convivencia.

Activistas en Acción ha presentado un proyecto que dotaría de una solución habitacional a personas con padecimiento psíquico en unas condiciones que responden a las estrategias de salud mental comunitaria y que supondría un ahorro a la Generalitat Valenciana

En el proyecto se resaltan dos objetivos principales que se desarrollarían bajo los principios de apoyo mutuo, apoyo entre pares, recuperación, desarrollo integral, horizontalidad, igualdad: dotar de una solución habitacional a las personas con problemas de salud mental y facilitarles una calidad de vida adecuada en su retorno a la vida en sociedad, además de insistir en la cuestión de la inserción laboral en unas condiciones dignas y apropiadas a sus conocimientos. “De otra forma nos dan 400 euros para que malvivamos, ¿a cambio de qué? ¿Dónde está la dignidad de la persona? Y como no estés de acuerdo o no te guste, pues a Siete Aguas”, reflexiona Sergio Pellijero.

Él y sus compañeros insisten: los apoyos que necesiten deben recibirlos de los servicios que hay en la comunidad, en la sociedad, no de una multinacional. Tienen la localización y la planificación de ejecución del proyecto, les falta el apoyo. No solo de las instituciones: también de la sociedad. Las personas con trastornos mentales deben, valora Fernández, dejar de permanecer invisibilizadas y solas: “Hay que tejer alianzas y apoyar a otros colectivos de personas que sufren en primera persona este tipo de actuaciones. Que no solo sea una cosa de activistas de derechos humanos o del ámbito penitenciario, sino que vayamos más allá”.

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