Análisis
La gran liberación

La ecomodernidad también encadena al mundo en el que todos y todas podamos florecer. Una respuesta a Ecologismo embrollado, publicado en El Salto.
Nieve plaza de 2 de mayo padre hijo
Un hombre pasea con su hija por la plaza del 2 de mayo el 18 de enero, día sin colegio por la nevada. Álvaro Minguito
29 sep 2022 05:10

En una reciente contribución publicada en Sidecar y El Salto, Matthew Huber afirma que presenta una “alternativa marxista” al «ecologismo embrollado» y al “utopismo” sin porvenir que, en su opinión, aflige a sectores de la izquierda climática. Encontrando pruebas de estos males en dos libros recientemente publicados —The Future is Degrowth (2022), de Aaron Vansintjan, Andrea Vetter y Matthias Schmelzer, y Half Earth Socialism (2022), de Drew Pendergrass y Troy Vettese­– Huber apela apasionadamente a que la izquierda se aleje de las arcadias utópicas y adopte la opción más realista de una “transformación socialista ecomoderna [...] de la producción”.

El ensayo de Huber reelabora una línea crítica que ha puesto a prueba en varias ocasiones y que ha encontrado su expresión más sistemática en su libro Climate Change as Class War (2022). En parte argumento para apelar a los intereses de la clase trabajadora para conseguir un Green New Deal, en parte polémica contra el decrecimiento, que Huber asocia con el ecologismo de la “clase gerencial profesional”, el libro pretende promover la causa de la denominada “ecomodernidad”.

Análisis
Ecologismo embrollado
A la izquierda climática no le faltan imaginarios utópicos, que pueden ser ejercicios productivos (y agradables). Pero ese utopismo puede eludir con demasiada facilidad las realidades materiales del mundo tal y como existe.


Dicho en pocas palabras, los defensores del decrecimiento piden que se ponga fin a la fetichización del crecimiento en la sociedad contemporánea, que se reduzca el uso de la energía y la producción material en el Norte global y que se distribuya la riqueza y los recursos de forma justa a escala mundial, lo cual es necesario, afirman, para eliminar progresivamente los combustibles fósiles, regenerar los ecosistemas dañados del planeta y alcanzar una calidad de vida decente para todos y todas. Un programa de este tipo exigiría la reducción del uso de recursos y energía de un número importante de habitantes del Norte global, pero ello no tiene por qué conducir al ascetismo. Por el contrario, sus partidarios sostienen que ello permitiría el
lujo comunitario dentro de los límites ecológicos. Aunque existen desacuerdos en el seno del movimiento pro decrecimiento, la mayoría de sus partidarios vislumbran un futuro en el que la producción de alimentos se efectúa de acuerdo con un criterio local, la gente tiene el control democrático sobre los asuntos que les afectan, la infraestructura de la producción de energía renovable está descentralizada y es de propiedad colectiva, y el transporte público es la norma.

Para los ecomodernos de izquierda, como Huber y Leigh Phillips, se trata de una agenda decididamente de clase media, una “política de menos” que al pedir a los trabajadores que reduzcan su uso de energía y de recursos, está destinada a ser impopular e inalcanzable. Para Huber, el problema no son los hábitos de consumo de los grupos proletarizados del Norte global, sino las actividades de una clase capitalista que consume demasiado y se beneficia de los combustibles fósiles que destruyen el planeta. Como tal, el antídoto es la lucha de clases, el fortalecimiento de los sindicatos y una vía parlamentaria para promover e imponer un Green New Deal.

Desde esta perspectiva, la propensión del decrecimiento hacia lo local y lo particular y su relativo silencio sobre la lucha de clases, crean barreras insuperables para la emancipación socialista. Por el contrario, los ecomodernos proponen proyectos de energía nuclear a gran escala, presas hidroeléctricas y agricultura industrializada, argumentando que ello es lo que significa pensar y actuar en la tradición marxista. La industria a gran escala del capital y la explotación de los productores del mundo sientan las bases para su abolición mediante la apropiación de los medios de producción por parte de la clase obrera. En palabras de Huber, “el capitalismo industrial hace posible la emancipación y la libertad de toda la sociedad. Esta visión de la libertad a través del control social sobre la abundancia industrial es clave para movilizar a las masas a la lucha socialista”.

En su contribución publicada en Sidecar, Huber añade que el control social de la industria eliminará el principal impedimento para una transición verde: la búsqueda de beneficios por parte del capital. “Todas las vías tecnológicas conocidas para detener el deterioro medioambiental —Huber ofrece los ejemplos de las energías renovables, la ”producción de nitrógeno verde“ y la carne de laboratorio— se hallan “encadenadas” por las relaciones sociales de producción”. Continúa explicando que «aunque los ecosocialistas utópicos probablemente se burlarán de estas soluciones tildándolas de “arreglos tecnológicos” –soluciones tecnológicas que no desafían las relaciones sociales capitalistas­–, una perspectiva socialista ecomoderna insistiría en que estas tecnologías no se desarrollarán a menos que desafiemos las relaciones sociales capitalistas".

La cuestión de cómo los explotados y oprimidos del mundo pueden unirse en la lucha es, por supuesto, crucial para cualquier política de izquierda. Por ello, es aún más sorprendente que Huber no intente responder a ella

El mencionado libro de Huber Climate Changue as Class War constituye hasta la fecha el punto álgido de la posición ecomoderna en un debate que ha hecho mucho por avanzar la discusión sobre los futuros poscapitalistas deseables. El énfasis del libro en la lucha de clases, el pensamiento a escala, el Estado como terreno de lucha y las dinámicas de la transición son contribuciones valiosas. El artículo de Huber publicado en Sidecar reitera muchos de estos temas, subrayando la necesidad de imaginar una transición verde basada en un estudio marxista de las “condiciones económicas históricas” en lugar de optar por la especulación utópica abstracta.

No cabe duda de que las críticas al decrecimiento desde una perspectiva marxista son importantes. Mientras que la crítica del marxismo al capitalismo procede del estudio de la forma históricamente determinada mediante la que se realiza el valor a partir de la explotación del trabajo y del mundo natural, el decrecimiento opta por una crítica abstracta del “crecimiento” como tal. Se trata de algo más que una simple diferencia terminológica. El aparato conceptual simplificado del decrecimiento ha oscurecido hasta tal punto los intereses políticos en juego en una hipotética transición verde que ha sido adoptado por diversas tradiciones irreconciliables entre sí: desde los anticapitalistas hasta quienes persiguen una política reformista de redistribución y reducción del consumo. Sin embargo, al alinear irreflexivamente el marxismo con la ecomodernidad Huber oscurece las alternativas marxistas al decrecimiento, cuya orientación no es ecomoderna, pero que luchan, sin embargo, por el derrocamiento revolucionario del capitalismo en pro de la consecución de un planeta habitable para la totalidad de la vida humana y no humana del mismo.

En el corazón de Climate Changue as Class War reposa la afirmación de que una política climática exitosa debe ganarse el apoyo de la mayoría de la población mundial. Como afirma Huber con toda razón, esa mayoría es el “proletariado global” en sus múltiples formas: trabajadores y trabajadoras empleados en el sector industrial y en el sector servicios, fuerza de trabajo informal y empleada en el trabajo agrícola y el trabajo no asalariado, diversas formas de trabajo reproductivo y demás modalidades de actividades laborales. La cuestión de cómo los explotados y oprimidos del mundo pueden unirse en la lucha es, por supuesto, crucial para cualquier política de izquierda. Por ello, es aún más sorprendente que Huber no intente responder a ella. En una nota a pie de página de Climate Changue as Class War, Huber reduce explícitamente el alcance de su estudio:

Mi análisis de clase en este libro se centrará principalmente en el contexto estadounidense [...]. Aunque no existe ninguna razón plausible para analizar la clase en términos territoriales, como si las clases particulares sólo estuvieran contenidas dentro de las fronteras nacionales, una razón para este planteamiento analítico es el simple hecho de que la cultura política estadounidense es la mayor barrera para la acción climática a escala mundial [...]. También admitiré que mi propia experiencia académica (y personal) se basa en los estudios estadounidenses y la política estadounidense.

Esta declaración equivale a admitir un nacionalismo metodológico. Si el objetivo es apelar a la mayoría de la población mundial, ello debería implicar un análisis de la clase trabajadora mundial en toda su complejidad, no de la minoría de esa clase que vive en Estados Unidos. Además, si la “cultura política estadounidense” es realmente uno de los mayores obstáculos para la acción climática, este hecho debería implicar un cuestionamiento no sólo de la economía política doméstica estadounidense, sino de su papel externo como principal potencia imperialista mundial organizadora de guerras, golpes de Estado, sanciones, “programas de desarrollo”, “intervenciones en materia de derechos humanos”, asesinatos y venta de armas, actividades todas ellas que han devastado a las clases trabajadoras del mundo entero, así como los sistemas ecológicos del planeta de los que dependen sus vidas.

Un análisis exhaustivo de la política de clase estadounidense debería incluir también la consideración de cómo la depredación imperial en la periferia conforma los intereses y las luchas de clases en Estados Unidos. Sin embargo, en su crítica de la política de justicia climática, Huber descarta categóricamente esta línea de investigación: “La política de justicia climática suele situar la lucha en términos territoriales como una lucha entre el Norte global y el Sur global y no como una lucha de clases global entre el capital y la clase trabajadora internacional”. Huber continúa citando el trabajo de Jason Hickel sobre las transferencias de valor y el intercambio ecológico desigual como ejemplo de un paradigma de decrecimiento que no logra “diferenciar los 'ingresos' basados en los salarios de los derivados de la propiedad del capital”, escribiendo que tales estudiosos asumen erróneamente que “todos los ingresos, con independencia que fluyan hacia el capital o el trabajo, constituyen una forma de imperialismo ecológico”.

Si bebes café en Estados Unidos o en Europa, tomas chocolate, o llevas ropa puesta, es muy probable que participes en la superexplotación de las tierras y el trabajo de la periferia. Reconocer esto es una condición previa para un internacionalismo dotado de sentido

Este planteamiento lleva a Huber a plantear una falsa disyuntiva entre la política que atiende a la dominación imperialista y otra centrada en la lucha de clases. Como han argumentado durante mucho tiempo marxistas anticoloniales como Walter Rodney, Samir Amin y Sam Moyo, ello supone ignorar una de las cuestiones fundamentales de la política de la clase obrera actual: la autodeterminación nacional de los pueblos oprimidos. Como explica Enrique Dussel, Marx insinuó repetidamente en sus escritos que un análisis del capitalismo global debe investigar tanto las relaciones de competencia entre las “naciones capitalistas”, que se definen por la “dependencia” y la “extracción de plusvalor por el capital más fuerte”, como las relaciones de lucha de clases, o “la explotación de una clase por otra, del trabajo por el capital”.

La crítica de Hickel elaborada por Huber también ignora una enorme cantidad de estudios dedicados al análisis de cómo se utilizan tanto las transferencias de valor, como el intercambio ecológico desigual para reducir el malestar laboral en el centro. Utsa y Prabhat Patnaik, por ejemplo, describen cómo el sistema imperialista mundial se basa en la devaluación de las divisas de la periferia para fortalecer las divisas y aumentar el nivel de vida tanto de los capitalistas como de las clases trabajadoras del Norte global, mientras que Gurminder Bhambra traza la genealogía de los sistemas de bienestar euroamericanos remontándose hasta sus orígenes en el saqueo y la explotación coloniales. Nada de esto quiere decir que las clases trabajadores del centro de la economía-mundo capitalista no estén explotadas; simplemente se trata de señalar que se benefician de un sistema capitalista que las enfrenta a sus homólogas de la periferia de la misma. Si bebes café en Estados Unidos o en Europa, tomas chocolate, tienes un teléfono o llevas ropa puesta, es muy probable que participes en la superexplotación de las tierras y el trabajo de la periferia. Reconocer esto es una condición previa para un internacionalismo dotado de sentido. Dado que el uso de la energía y los recursos del Norte global no puede extenderse al resto del mundo sin sobrepasar los límites biofísicos del planeta, la política antiimperialista requiere que quienes habitan en el centro de la economía-mundo capitalista, incluidos muchos miembros integrantes de sus clases trabajadoras, reduzcan su consumo global.

Lejos de desacreditar los huertos urbanos, el conflicto ucraniano es un argumento a favor de los sistemas alimentarios localizados, resilientes y diversos

En 1848 Marx y Engels escribieron que “el proletariado de cada país debe, por supuesto, ajustar primero sus cuentas con su propia burguesía”. Esto, me atrevería a decir, es lo que anima el planteamiento de Huber de la política marxista. Pero en 1869 Marx se había dado cuenta de que para los trabajadores de los países coloniales ello sería imposible sin abordar primero la cuestión colonial que dividía a las clases trabajadoras del mundo en “campos hostiles”. Como argumentaba Marx, y como la historia ha verificado, los trabajadores suelen tener intereses contrapuestos que suponen un reto para el tipo de movilización de masas que Huber imagina. Su imagen del “proletariado planetario” no está en sintonía con el modo mediante el que los intereses en conflicto, la misoginia, el racismo y el chovinismo crean profundas distancias entre las distintas clases trabajadores. Huber se niega a reconocer que los intereses compartidos, lejos de ser una realidad objetiva, deben componerse en el seno de las luchas y a través de ellas. En realidad, es especialmente preocupante que la propuesta de Huber de implementar un Green New Deal en el corazón imperialista pase por alto estas realidades tan complicadas. Como han argumentado los críticos del Green New Deal, una transición verde que no tenga en cuenta estas divisiones no hará más que afianzar relaciones neocoloniales y ecológicamente insostenibles de explotación del trabajo, la tierra y los recursos.

La creencia de Huber en la necesidad de los “megaproyectos” climáticos, que implican una planificación ecológica a gran escala dirigida por el Estado, le lleva a reprochar a quienes desde la izquierda muestran una “inclinación por la retirada a la agricultura a pequeña escala”, que, según él, “implica el hambre, si no la muerte por inanición, para las megaciudades pobres del mundo”. En un apunte revelador, señala que “como demuestra la invasión rusa de Ucrania, los huertos urbanos no son un sustituto de la producción de grano a escala industrial”. Esto revela un problema importante de la mentalidad ecomoderna. Lejos de desacreditar los huertos urbanos, el conflicto ucraniano es un argumento a favor de los sistemas alimentarios localizados, resilientes y diversos. La dependencia global de unos pocos cultivos selectos, producidos por sistemas industrializados de monocultivo y vulnerables a los antagonismos geopolíticos y a fenómenos meteorológicos imprevisibles como inundaciones, sequías e incendios forestales parece ahora totalmente insostenible a la luz de la guerra. Lo que importa aquí es que, como todos los ecomodernos, Huber asume que la industrialización capitalista es la cúspide del avance tecnológico. La tecnología progresa, suponen, de forma lineal desde sistemas ineficientes y que requieren mucha mano de obra a otros eficientes, que requieren mucha energía y ahorran trabajo. De ahí que, tanto para Huber como para Phillips, el objetivo deba ser “hacerse con la máquina, no apagarla”.

Pero las cosas no son tan sencillas como sugiere esta teoría etapista, casi whiggish de la historia. David Noble y Langdon Winner han sostenido que las tecnologías no existen independientemente de las relaciones sociales que las produjeron (y que contribuyen a reproducir). Fossil Capital (2016), de Andreas Malm, relata cómo la introducción de los combustibles fósiles a principios del siglo XIX fue un efecto de la lucha de clases en vez del resultado de una progresión lineal. Los propietarios de las unidades productivas pasaron de utilizar la energía hidráulica en las zonas rurales a optar por el carbón, que era una fuente de energía más cara, porque les permitía acceder a una oferta de mano de obra más disciplinada y fiable en las ciudades inmersas en pleno proceso de industrialización. En Carbon Democracy (2011) Timothy Mitchell explica cómo la eventual transición del carbón al petróleo permitió a los capitalistas disciplinar la fuerza de trabajo al limitar la capacidad de los trabajadores de conspirar y organizarse para interrumpir la producción. En otras palabras, desde la perspectiva de la lucha de clases, una determinada tecnología y las relaciones sociales que instaura pueden no ser preferibles a la que sustituye. La transición de los sistemas agrícolas intensivos en mano de obra a los industriales centralizados puede no allanar el camino hacia el socialismo, como supone Huber.

La tecnología también debe entenderse en un sentido más amplio de lo que permiten los ecomodernos. Los marxistas anticolonialistas han descrito cómo el colonialismo desarticuló y suplantó tecnologías más ecológicamente sostenibles en la periferia, desde la arquitectura vernácula hasta los sistemas agrícolas agroecológicos. Por poner sólo un ejemplo procedente de Climate Chang as Class War, Huber argumenta que la producción de nitrógeno sintético desencadenó niveles de productividad agrícola hasta entonces desconocidos; sin embargo, si se examina más de cerca, esta afirmación no resiste el escrutinio. Eric Ross y Glenn Stone han demostrado que la Revolución Verde de las décadas de 1950 y 1960 fue totalmente innecesaria para alimentar al mundo. Sus principales logros fueron la sobreproducción crónica, los beneficios para los productores de insumos en el centro de la economía-mundo capitalista, la pérdida de la independencia de los pequeños agricultores y la supresión de las luchas comunistas y agrarias por la reforma agraria. Paradójicamente, al desplazar a los productores de la tierra, también aceleró el surgimiento de las megaciudades pobres que Huber cita como argumento contra la agricultura efectuada por los pequeños agricultores. Todo ello sugiere que los avances tecnológicos capitalistas pueden no redundar en el interés último de las clases productoras del mundo. Históricamente, a menudo han entrado en conflicto con formas de producción más ecológicas.

En lugar de concebir la abolición del capital como el despliegue de las fuerzas productivas, es mejor considerarla como la liberación de los productores del mundo para elegir entre una gama más rica y diversa de tecnologías y relaciones socioecológicas que la que la industrialización capitalista puede ofrecer. Por supuesto, sería imprudente rechazar los avances médicos contemporáneos, la producción de acero ecológica o las baterías de litio, pero tal vez queramos evitar la energía nuclear en un mundo destinado a la escasez de agua, los fenómenos meteorológicos imprevisibles y la inestabilidad geopolítica. Y en lugar de utilizar “hidrógeno verde” para producir fertilizantes sintéticos, podríamos considerar el apoyo y la expansión de los sistemas de agricultura agroecológica, que ya proporcionan entre el 50 y el 70 por 100 de las calorías alimentarias que se consumen en el mundo, que emplean menos insumos de alto consumo energético producidos fuera de las explotaciones agrícolas, y que garantizan una mayor biodiversidad y resiliencia climática que la agricultura industrializada.

La cuestión no es, por lo tanto, si estamos a favor o en contra de la tecnología, como si esto fuera posible. Se trata de adoptar las tecnologías adecuadas y gestionar colectivamente los sistemas energéticos y alimentarios a las escalas pertinentes. Una alternativa prometedora a la visión de Huber reside en un ecocomunismo antiimperialista, que comprenda cómo las relaciones de dependencia y el intercambio ecológico desigual devastan las ecologías y explotan a las clases trabajadoras tanto en el centro como en la periferia de la economía-mundo capitalista. Una política de este tipo debe efectuar el difícil trabajo de desarrollar estrategias de lucha y transición ecológica que satisfagan las necesidades de los explotados y oprimidos del Norte global de modos compatibles con las demandas de reparaciones coloniales, transferencias de tecnología, soberanía alimentaria, devolución de tierras, levantamiento de sanciones, fin de las ocupaciones y espacio atmosférico para desarrollarse libre e independientemente. Este espinoso problema no puede eludirse ni retrasarse hasta que la clase obrera estadounidense haya conseguido un Green New Deal. Huber tiene razón en que el afán de lucro del capital es una traba para nuestra liberación colectiva; se le escapa, sin embargo, que la ecomodernidad también encadena al mundo en el que todos y todas podamos florecer.

Sidecar
Artículo publicado originalmente por Sidecar, el blog de la New Left Review: , traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Mark Burton y Peter Somerville, «Decrecimiento: una defensa», NLR 115 y Decrecimiento vs. Green New Deal, 2019.
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