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Historia
1852: matar a Isabel II
Recién desembarcado en la perla del Caribe, Leopoldo O´Donnell saca brillo a sus galones y se afana en conseguir una fortuna. Queriendo congraciarse con la elite criolla, el nuevo capitán general de Cuba no tiene dudas de a quién se le deben las rosas y a quién las espinas. Y así, cuando le cuentan los detalles inventados de la llamada conspiración de la escalera, el espadón enarca una ceja, veterano como es de muchos embustes y de no pocas maniobras torticeras, y da la fantasía por buena. Porque lo cierto es que no hay conspiración de esclavos ni sombra de ella, sólo una oligarquía que teme morir degollada mientras duerme y unos cuantos cimarrones que se han fugado de las plantaciones.
Sin embargo, señala el general, a veces hay que dar con todo a quien no tiene nada, y por ello aprueba el escarmiento contra la Cuba que se sueña sin cadenas. Agradecidos, los propietarios del azúcar y del tabaco le alaban la audacia y le hacen estatuas de piedra y de mármol italiano, pues nada erige más monumentos que el favor hecho a los que pueden pagarlos.
La isla zumba de miedo y de cuerpos desgarrados. Más de mil esclavos sufren tortura, de los que mueren casi trescientos. Después se ejecuta a más de setenta hombres libres, a unos con fusil, a otros con garrote
La isla zumba de miedo y de cuerpos desgarrados. Más de mil esclavos sufren tortura, de los que mueren casi trescientos. Después se ejecuta a más de setenta hombres libres, a unos con fusil, a otros con garrote. Por matar se mata incluso al poeta Plácido, que no entendió nunca cómo cabía tanta brutalidad en una isla tan pequeña. Y, cuando le cuentan la carnicería al recién nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, Antonio María Claret, este se persigna esperando que todos esos muertos no sean un mal presagio.
El padre Claret, que desea ser el confesor de la reina, llega con fama de hombre santo. Milagros dicen que hizo muchos, sabiéndolo y sin saberlo, que de todo hay en el santoral apostólico. Por orden del imperio desembarca en el Caribe con una docena de rosarios y un par de cruces siempre a mano. Tiene también Claret fama de sanador de almas y deshacedor de ensalmos, y, habiéndose aclimatado en las Canarias en misiones de caridad y espanto, llega ahora al calor caribeño, donde se encuentra la fe torcida como una flor muerta de banano.
Llevado por el aliento de San Pablo, el santo patina y habla tímidamente en favor de los esclavos. Sin querer quitar al César lo que es del César, quiere que Dios reciba también lo suyo, y los esclavos, hasta donde le alcanza el entendimiento, también forman parte del rebaño. Entonces, un sicario de la oligarquía azucarera se abalanza sobre él y le da dos cortes, uno en la mejilla, otro en el brazo. Este aviso de la Providencia le es suficiente. Un año más tarde regresará a Madrid para atender las cuitas de la reina y hartarse de chocolate con churros. A pesar de su olor a santo, el padre Claret no tiene vocación de mártir ni de filósofo, y en esto se distingue del padre Varela, que piensa en Cuba como en una nación independiente. Porque de España, escribe sembrando para el futuro, sólo se puede esperar el tormento y el látigo.
A Juan Bravo Murillo, presidente del Consejo de Ministros, estos pensamientos le ponen un rictus de enterrador que amedrenta a los ordenanzas y asusta a los niños. De costumbres frailunas y temperamento de contable, el presidente considera que la sociedad es consustancial a la monarquía y al credo católico, y que el pueblo, dejado a su libre albedrío, actúa como un Saturno que devora a sus hijos. Atiborrado de un platonismo de confesionario, Bravo Murillo sueña un Reino a salvo de la corrosión del tiempo. A cada uno su oficio y su lugar; la justicia, Dios mediante, se manifestará por sí misma. Porque sin la ayuda del Señor, advierte a sus ministros, nada se fundamenta y todo se corrompe. Por ello, el presidente le besa la mano al nuncio para que el Papa se avenga a firmar un tratado. Y Pío IX, hecho a los ritmos geológicos del Vaticano, sonríe mefistofélico y pide el cielo y la tierra.
En este Concordato, que durará más años que todos los que lo han firmado, el Estado promete proteger y financiar el culto católico, el único y verdadero. El Papa bendice la exclusión de otros misterios y se frota las manos cuando se le entrega la educación y la censura
En este Concordato, que durará más años que todos los que lo han muñido, el Estado promete proteger y financiar el culto católico, el único y verdadero. El Santo Padre bendice la exclusión de otros misterios y se frota las manos cuando se le entrega la educación y la censura. A modo de guinda, el gobierno le ofrece abrir nuevas órdenes religiosas y no desamortizar más tierras eclesiásticas. Ahora que el nacionalismo italiano le deja sin reino en este mundo, España le devuelve el reino en el otro. Dios aprieta, le dice Pio IX al nuncio, pero no ahoga.
Habiendo dejado huella en todos los ministerios, el presidente se permite un acto de inmodestia y piensa que puede ponerle un candado al siglo. Y así, antes de caer víctima del canibalismo de los suyos, Bravo Murillo proyecta la definitiva ordenación reaccionaria del Reino. Días más tarde, sale de su escritorio un borrador de constitución que no pasa de carta otorgada, lo que da a entender a toda la Corte que el Licurgo de Fregenal de la Sierra ha perdido el paso de la Historia. Los ministros le dicen que es imposible, pero él, cargado de ojeras y temores, persiste. El Reino debe ser gobernado por quien sabe, protegido por quien puede y labrado por quien debe. España, se defiende Bravo Murillo, no necesita del pueblo intelectuales que piensen sino bueyes que trabajen.
Y es en este punto en el que no está de acuerdo el sacerdote Martín Merino, que confía en su criterio como si Dios se lo hubiese dictado. Sarmentoso e intransigente, su rostro de santón del siglo pasado se cierra sobre unos ojos diminutos, acostumbrados a las penurias y helados como el agua de un bautizo. Encarcelado en su juventud por lo alto que predicaba contra el rey Fernando, Merino partió más tarde hacia el exilio, donde leyó mucho y decidió regresar más apocalíptico de lo que había salido. Allí sobrevivió hablándole a Dios a solas y sermoneando contra las mentiras y los tiranos. Al volver encontró corrupción en todas partes y afirmó que algo debía hacerse al respecto.
La soberanía es de las Cortes con la reina, dice en voz alta. La monarca, por tanto, no puede actuar con tan criminal inocencia. No me queda más remedio, piensa el cura, que matar a Isabel II
Ahora, un nuevo desplante del gobierno le da el pie para entrar en escena. Un pequeño grupo de la tropa, harto de no llevarse ni las migajas en los repartos cortesanos de los favores y las prebendas, grita que los soldados también quieren títulos y sinecuras. La respuesta del Estado llega en forma de consejo de guerra, que condena a dos cabos como cabezas de turco de la algarada. Rebeldes, dicta la sentencia, y como a tales se les fusila. Merino aprieta los dientes y abre la Carta Magna. Aquí se dice que la soberanía es de las Cortes con la reina, dice en voz alta. La monarca, por tanto, no puede actuar con tan criminal inocencia. No me queda más remedio, piensa el cura, que matar a Isabel II.
Ignorante de estas cavilaciones, Isabel se dispone a acudir a una misa de gracias por un parto que no ha terminado en lágrimas. Merino aguarda en un pasillo a que todos los espadones dejen paso a la reina, que se ha tomado su tiempo para vestirse porque estamos en febrero y ella no se apura por nadie. Cuando Isabel está a un paso, el cura saca un puñalito y lanza sus sesenta años contra ella. Grita entonces la reina de espanto y los grandes de España se desmayan. El palacio se revuelve sobre sí mismo en un torbellino de alabardas y de miriñaques a la carrera. Merino no se inmuta. Ha fallado, y es de justicia esperar la sentencia.
Con mucho gorgorito de valkiria envenenada, Isabel llega a sus aposentos en volandas. La fuerza del golpe ha sido detenida por la jungla de encajes y ballenas que la envuelve. La herida, le aseguran, no es grave. Quién es ese loco, grita Isabel, quién es ese traidor que ha querido matar a su reina. Le responden que es un cura apóstata, satánico y demócrata. Entonces, el padre Claret y Sor Patrocinio le susurran palabras que le atienden el cuerpo y le dan un lenitivo a su alma. Y con este cuidado Isabel se duerme tranquila, a salvo de los orates y los regicidas.
Los jueces, sin embargo, dictaminan que Merino no está loco. Le interrogan para cerciorarse y el cura responde que no quiere defensa ni puede tenerla. Ha cometido el delito más grave, y todo lo que no sea la muerte será otra infamia. Los que sí hablan son los gerifaltes de la Iglesia, que no quieren que Merino les estropee la fiesta. Lo degradan rapándole la cabeza y lo expulsan del oficio con latinajos de catacumba. Despojado de su condición eclesiástica, la justicia lo condena. Muerte a garrote, se oye en la sala. El preso, continúa el juez, será ejecutado a la misma hora que perpetró el atentado. Vestirá el reo, termina el magistrado, un birrete encarnado para que todo el mundo lo vea y lo desprecie.
Al mediodía del 7 de febrero de 1852, los guardias lo sacan montado en un burro y vestido como un payaso. Por el camino sonríe y habla, lo que espanta al confesor que le han puesto al lado. El verdugo le parte el cuello, y muerto queda. La autoridad, que no quiere misterios ni mártires, ordena reducirlo a cenizas. Apagado el fuego, dos soldados esparcen el polvo en una fosa sin nombre. Es preciso hacerlo así porque saben que no es buena cosa matar a un loco o a un santo. Y ellos, abrumados, proceden en silencio, como si temieran agitar lo que Martín Merino no se ha llevado consigo.