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Historia
1842: bombardeen Barcelona
Conjurado el espectro carlista en el abrazo de Vergara, la Regente lidia con la división liberal entre moderados y progresistas, dos camarillas de gerifaltes enfrentadas por el disfrute del Estado. Más abajo, galvanizado en una década que ha prometido mucho y ha dado poco, el fantasma de la democracia vuelve a recorrer las ciudades como un eco garbancero de La Marsellesa. Ante semejante escandalera, María Cristina reza para que el generalísimo Baldomero Espartero le salve el trono y la vida, pues apenas ha concluido la guerra y ya ha tenido que huir de Madrid con el corazón en la boca y las joyas escondidas en las entretelas.
A la llamada acude el general muy tieso y circunspecto, con el mismo paso, le cantan sus turiferarios, que marcó en su día Cincinato. María Cristina le suplica sin entregar la cuchara, pero Espartero no ha derrotado al carlismo para quedarse de pedigüeño. En un régimen nacido de una guerra civil y hambriento de instituciones, el espadón más grande es el que manda. Ambos lo saben, y por eso marcha la Regente al exilio, de donde piensa volver para dar satisfacción a sus agravios y a su cartera. Y así, con el renglón curvo de un sable, escribe Espartero su nombre en las estatuas al hacerse con el Reino y la tutela de una niña reina.
Galvanizado en una década que ha prometido mucho y ha dado poco, el fantasma de la democracia vuelve a recorrer las ciudades como un eco garbancero de La Marsellesa
Nada más llegar el general a la Regencia, los moderados se retiran a preparar un cuartelazo que los devuelva al gobierno. Los progresistas, por su parte, apoyan a Espartero y se entregan a las disputas propias de los festines de cuervos. Enfrentados los liberales entre sí ahora que el carlismo se lame las heridas, la construcción del Estado isabelino será obra de un partido, y de un partido solo. El Regente lo intuye, y aunque se trabaja su fama de padre de la patria inclinándose a diestra y siniestra, el malestar hierve y se derrama. Criado para cantar misas y ahumado en tres guerras de bayoneta y metralla, Espartero piensa en el Reino como si de un cuartel se tratara, y por eso desoye el rechinar de dientes y le pasa el cepillo a España igual que los criados hacen lo propio con su yegua.
Olvida este libertador de poblachones, sin embargo, que en las quejas siempre hay agravios, y en los agravios, esperanzas. Debido a sus titubeos cesaristas y al saqueo que perpetra su guardia pretoriana, Espartero da alas a sus enemigos y motivos de descontento a sus acólitos. En el sector moderado del Ejército, y en las tierras de raigambre carlista, el agravio arde a fuego lento hasta que Diego de León se juega el pellejo en un pronunciamiento. Fiado al pacto entre caballeros, piensa este personaje de Stendhal que la vida no le va en ello. Pero Espartero no ha llegado a la Regencia sin romper unos cuantos huesos. Nada más desbaratar la aventura de los que venían a salvar la patria, el general ordena fusilarlos porque la indisciplina, razona, es la caja de Pandora de este siglo.
Como las asonadas las carga el diablo, esta insufla aire al espectro más temido por la propiedad privada. En reacción al pronunciamiento, Barcelona forma una junta para defender al gobierno y derribar los muros de la ciudadela de Felipe V. Espartero se toma la iniciativa por la tremenda y responde con un berrido. Barcelona, sin embargo, ni se calla ni se apaga. En las calles se encienden palabras que antes nadie supo que existían. De los cafés y los mares vienen rumores de repúblicas y federaciones, de Españas distintas y sufragios masculinos universales, y, desde el submundo de los telares, surge una asociación de tejedores que pone a los propietarios los pelos de punta. Entonces, sin que el gobierno se explique cómo, la ciudad se arquea, el sindicalismo despierta y la palabra democracia vuela como un venablo hasta Espartero, que ya gesticula como Coriolano. Anarquía, sentencia el Regente, recién nombrado duque de la Victoria. Chusma amotinada, le confirma el capitán general de Cataluña.
Pero esta chusma, a la que se le niega la palabra, la libertad de asociación y el voto, ya habla, escribe y se organiza. Que pagui qui té renda, anuncia Abdón Terradas en el aire que agita el algodón de Cataluña. Que pague los impuestos al consumo quien pueda comprar el doble de lo que sueña, pero no los trabajadores, que ni pueden votar ni quieren entregar más hijos a las quintas del Ejército. Insomnes, los propietarios temen que se les diga lo que pueden o no pueden hacer en sus fábricas y se les obligue a reducir el tiempo de las jornadas. Si se permite este complot carnavalesco, se santiguan, nada quedará en pie sobre la tierra.
Que pague los impuestos al consumo quien pueda comprar el doble de lo que sueña, pero no los trabajadores, que ni pueden votar ni quieren entregar más hijos a las quintas
Para salvar la civilización acuden estos industriales al duque de la Victoria, que no comprende bien lo que de él se requiere. Y es que el Regente, que anda como un polizón en el mundo de las ideas, ha tomado como suyas las que han llegado de contrabando desde Inglaterra. Para que una nación prospere, le dijeron gentes muy sabias, debe vender y ser vendida. Y así, conquistado por tan elemental y cuestionable ciencia, Espartero ordena que se compre todo lo que Manchester ofrezca y, a cambio, se le vendan los frutos del agro al precio que ella considere. Librecambista convencido, rebaja los aranceles a las manufacturas extranjeras y deja la industria catalana en cueros frente a la inglesa, que hasta que no ha sido la más fuerte no ha dejado de protegerse a sí misma.
Ante la ruina prevista, Barcelona arde de nuevo, popular e industriosa. Como es costumbre se forma otra junta, que exige el fin de la tiranía. El capitán general de Cataluña, el gaditano Antonio Van Halen, se repliega a Montjuic expulsado por las barricadas y los adoquines que vuelan. Desde allí envía un despacho urgente a Espartero y le pide que venga, que aquí hay gentes levantadas en armas con una idea muy peculiar de lo que debe ser España.
Los propietarios se entregan a Espartero como quien se encomienda a Dios o al diablo, porque el día en que deban dar cuentas de lo que hacen en sus fábricas todo estará permitido
En diciembre de 1842, mengua la luz del otoño y ulula el espectro de la democracia. Van Halen exige una rendición completa, pero la ciudad se niega. Aterrados, los propietarios se entregan a Espartero como quien se encomienda a Dios o al diablo, porque el día en que deban dar cuentas de lo que hacen en sus fábricas todo estará permitido. Providencial como un milagro o una condena, el Regente se yergue sobre su fama y ofrece la sumisión o el castigo. La ciudad le canta que se rinda quien tenga buena paga y mejor renta, pues el pueblo de Barcelona no tiene ni una ni otra. Irritado, el general ordena el fuego y la ira, y más de mil proyectiles caen desde Montjuic como medallas de guerra. Al día siguiente, un grupo de liberales se hace con el control de la junta y la rinde a la Regencia. Sin bajarse del caballo, Espartero procede a fusilar a los rebeldes más vocingleros porque es sabido que la letra con sangre entra. A partir de ahora, se ufanan los generales, se gobernará Barcelona con metralla, no con palabras.
Antes de regresar a la Corte, Espartero promete a los propietarios disolver el asociacionismo obrero y tullir la democracia. Ya no hay estamentos, pero por el bien de la nación debe haber clases según el mérito, razona. Y después se aleja triunfal e ignorante, porque no entiende que la Historia, cuando ama, abrasa, y cuando olvida, hiela.
A su vuelta a Madrid todo suena a fin de fiesta. En las ciudades, revueltas; en los palacios, traiciones. Encastillado, el Regente se niega a despedir a su guardia pretoriana y apela a una voluntad nacional que ya no le vitorea. Entra en su despacho dando fustazos y exigiendo el fin de la indisciplina, pero los progresistas ya le están preparando la mortaja. Es hora, susurran, de cambiar de yegua y salvar las alforjas. Y así, en una trama que tendrá varias segundas partes y pocas serán buenas, la multitud se enciende y el Parlamento se disuelve, los espadones relucen y la Corte se defiende como una ciudad prohibida.
Financiados por María Cristina, los moderados desembarcan en Valencia para hacerse con los despojos de la Regencia. En una escaramuza del verano de 1843, la comedia se cobra un par de vidas y una retirada indigna. El Regente marcha de Madrid con más pena que gloria, y Sevilla lo recibe como un gato panza arriba. Siguiendo la costumbre de los patriarcas que se derrumban, Espartero se disuelve en un grito de pólvora y ordena que se abra paso el dolor entre toda esa belleza. El fuego sobrevuela el Guadalquivir y la Torre del Oro se tizna del azufre de las plagas egipcias. Derrotado, el general alcanza El Puerto de Santa María seguido por un séquito de miradas escuálidas. Y allí embarca hacia el exilio, en silencio y ojeroso como una caída en desgracia, sabiendo que el espectro de la democracia ha brotado de nuevo en Barcelona.
Expulsado el tirano, los espadones se disputan la carroña. Entre ellos descuella el progresista Juan Prim, quien, después de traicionar a Espartero por un título de conde, se ofrece a conquistar la ciudad en nombre de la reina Isabel y en contra de la democracia, pues no hay peor gobierno, discurre, que el que no hace respetar la libertad de quien tiene sometiéndola al libertinaje de quien de nada dispone. Asediada, Barcelona desfallece y se entrega. Con el Reino pacificado por la metralla, el premio le llega envuelto en un generalato, tan ansiado para quien todo lo vive apostando a la caja de pino o al fajín de mariscal de campo.
Al leer estas noticias, una mueca deforma la cara de Espartero. Apenas ha llegado a Londres y ya le echan de menos. El general busca entre los cascotes de su memoria el clamor que hace años levantó su presencia, y a su abrazo se abandona. El mundo da mil vueltas antes de seguir dando otra nueva, concluye. Y después prosigue podando el rosal de su fama mientras el Reino se da otra vuelta a sí mismo de la mano de los moderados y de la niña reina.