Partido Popular
Casado contra Sáenz de Santamaría: fin de temporada

La derecha española arranca esta tarde su cuarta etapa desde la restauración de la democracia.

Peperos
Fraga, Aznar, Rajoy, y bien Sáenz de Santamaría o Pablo Casado, jefes de ayer y hoy en el Partido Popular.
Pablo Elorduy
20 jul 2018 13:35

Final de temporada en la política española. Los últimos capítulos se basan en el nombramiento de la nueva gobernanza —ayer mismo se confirmaron los de García Montero (Instituto Cervantes) y se apunta el de Jordi Sevilla (Red Eléctrica)— y en el desenlace de la crisis del Partido Popular, alargada desde las elecciones catalanas de diciembre de 2017 y que durará al menos hasta mañana, día de votación en el Congreso del PP, convocado de urgencia tras la dimisión de Mariano Rajoy y el fin de su etapa como máximo mandarín del centro-derecha.

Soraya Sáenz de Santamaría y Pablo Casado saldrán hoy como líderes de un partido dividido más allá de sus primarias. Los dos candidatos encarnan las dos líneas maestras de la derecha española y europea.

Una primera línea, resumidamente, la línea Merkel —o si se prefiere la línea troika— establece la ideología como un recurso literario en una política europea-europeísta supuestamente eficiente en la simplicidad de sus líneas maestras —control presupuestario, acuerdos comerciales, división regional del trabajo, cierre de fronteras—. Para ello se basa en un control férreo de las estructuras del Estado, comenzando por dos instituciones a las que internamente se llama “la casa” en ambos casos, el Centro Nacional de Inteligencia y Radio Televisión Española, siguiendo por la Abogacía y la Fiscalía del Estado, a quien se encomendó el tema Catalunya.

La segunda línea, de la que Casado es abanderado, elude entrar en el papel primordial del sistema promovido por la Unión Europea y lanza su candidatura a los cielos de la derecha española recuperando las esencias de ese espectro electoral. El poder de un voto capaz de homologarse en su defensa de las esencias con el Frente Nacional —ahora Agrupación Nacional— de Marine LePen, la Liga de Matteo Salvini o con el mismísimo Donald Trump. Una clase de partido que sirva como vehículo para la ideología aun a costa del enfrentamiento —al menos en medios de comunicación— con las estructuras de Estado.

Se revive así una disputa crucial en la historia en democracia de la derecha española. La disputa entre los convergentes y los esencialistas, que arranca aún antes de la muerte de Francisco Franco. 

El primer ciclo: neofranquistas y neocentristas

Cada poco tiempo, en las redes vuelve a aparecer la portada de Diario 16 del 7 de marzo de 1977. “Neofranquistas entusiasmados celebraron su primer congreso”. La fotografía muestra a Manuel Fraga en un momento de clímax discursivo. Un destacado subraya que los 3.000 fervorosos congresistas gritaron “¡Franco, Franco, Franco!” para celebrar la constitución de Alianza Popular, el partido de “los siete magníficos”, siete figuras asociadas al régimen —y, a diferencia del núcleo duro de Unión de Centro Democrático— orgullosos de esos vínculos.

En la otra acera de la calle, la UCD hacía esfuerzos por desvincularse a marchas forzadas de la sombra de Franco. Curiosamente, era Adolfo Suárez, secretario general del Movimiento nacional entre 1975 y 1976, quien encabezaba esa reconversión hacia los estándares de la política europea. Es la historia de la Transición en la derecha, y como tal, ya se conocen los acontecimientos principales entre ellos, la supuesta “traición” del político abulense a la derecha española. A pesar de que Suárez persiguió crear un equipo homologable con la incipiente Unión Europea —entonces Comunidad Económica Europea—, su proyecto fue devorado por sus propias inseguridades, mal acogidas entre el poder con mayúsculas. Al margen de los altos mandos militares, el desprecio de los banqueros, la pérdida de confianza del monarca y de otros sectores como los lobbies proisraelíes —y eso es hablar de Estados Unidos—, dieron al traste con las opciones de Suárez y dinamitaron la Unión de Centro Democrático, que perdió cualquier sentido una vez que se esfumó el control del “centro” sobre las estructuras del Estado.

Un goteo de exucederos fue rellenando los odres de la Alianza Popular de los últimos 80. Agostado Fraga, el relevo dentro del Partido Popular, así llamado desde 1989, se produciría bajo las coordenadas “modernizadoras” establecidas por dos emergentes figuras del partido: José María Aznar y Rodrigo Rato.

El segundo ciclo: el pelotazo

El “padre” Fraga dejaba paso libre a una nueva generación de políticos de una intensidad provocadora. En 1996, Aznar llegaba a la presidencia del Gobierno con un programa turbocapitalista acorde con los movimientos de la economía internacional. Tres años antes, nacía la UE tal y como la conocemos, tres años después, en 1999, la Ley Gramm-Leach-Bliley promovida por la administración estadounidense de Bill Clinton, derogaba la Ley Glass-Steagal, una ley de control de la especulación impuesta tras la crisis económica que comenzó en 1929. Una forma de dar a Wall Street indefinidas partidas en el juego de las finanzas a nivel global. El mensaje fue paladeado por el poder —con mayúsculas— y también por el poder encarnado por el tándem Aznar-Rato.

Si Carlos Solchaga (PSOE) había dicho que España era el país donde una persona podía hacerse rico más rápidamente, el PP de los últimos noventa y de los 2000 hicieron de ese lema una forma de situar a España en las coordenadas del poder atlántico. Sus políticas importaron millonarios en búsqueda de ladrillo y dinero fácil. El crédito podía llegar del Deutsche Bank —gran animador de la burbuja inmobiliaria— pero la letra la ponían Wall Street y la City. El nombre de Aznar se asociará al de George W. Bush y Rupert Murdoch de la misma manera que el de Rodrigo Rato estará ligado al del Fondo Monetario Internacional.

Sin necesidad de recuperar el espíritu fundacional de los 3.000 fundadores de AP, el proyecto Aznar-Rato funcionaba en lo económico —privatizaciones, profundización de la precariedad laboral— y establecía un programa ideológico cimentado en el aprovechamiento de la lucha contra el terrorismo —mediante el fortalecimiento del aparato securitario—.

Es la larga revancha neocon tras el reinado absoluto de “lo progre”. Personajes como Esperanza Aguirre o Jaime Mayor Oreja encarnan, desde posiciones distintas, el renacimiento de una idea desacomplejada del “ser de derechas” en la democracia española. La falta de complejos fue, finalmente, la ruina de ese proyecto. 11 de marzo de 2004. La gran mentira del Gobierno sobre la autoría de los atentados de Atocha da por cerrada la etapa del renacimiento del centro-derecha y expulsa a Aznar de la posición preeminente del centro-derecha en favor de Mariano Rajoy.

El ciclo Mariano

La prensa ha jugado un papel clave en todos los ciclos por los que ha pasado la derecha. Si Aznar se aupó en un conciliábulo de medios opuestos al grupo Prisa de Jesús de Polanco (llamado Jesús del Gran Poder en el ramo) y Juan Luis Cebrián, el candidato Rajoy se encontró, en los años de Zapatero en La Moncloa (2004-2011), con menos entusiasmo de lo que habían mostrado los principales editores del centroderecha en la etapa de Aznar. Las dudas se resumen en la frase que José María García —veterano periodista deportivo y conocedor del centro-derecha— le regaló a Rajoy con los motivos por los que iba a ser el elegido “porque el señor del bigote quiere seguir mandando y contigo puede, porque tienes una cosa muy buena y otra mala: pasas por los sitios y no manchas, y pasas por los sitios y no limpias”.

Una frase que, como una profecía, han marcado el posterior mandato de Rajoy. Las manchas del PP, desparramadas en la época del tándem Aznar-Rato e indolentemente sostenidas por Rajoy, terminaron con el tercer ciclo de la derecha española el 28 de mayo de este año, día que se hizo pública la primera sentencia del caso Gürtel que implicaba al Partido Popular como partícipe a título lucrativo.

Pero, independientemente de su participación en el bussiness popular, Rajoy sí marcó diferencias fundamentales con su sucesor en la presidencia del partido. De nuevo, fueron definidos por factores exógenos. Lo efectos de la Ley Gramm-Leach-Bliley reventaron la economía internacional en septiembre de 2008. Ya nada volvería a ser lo mismo tras la caída de Lehmann Brothers y la posterior política estadounidense de externalización del conflicto económico-político a Europa.

Si Aznar se apoyó en la política atlántica para llevar a cabo su proyecto, Rajoy se aferraría al mástil de la gobernanza europea —Angela Merkel, Wolfgang Schäuble, Mario Draghi— y, con sus rudimentarios conocimientos de cualquier idioma que no fuera el castellano, se convertiría, especialmente tras la crisis griega, en un aliado fundamental del ordoliberalismo alemán. Como en 1976 (Pactos de la Moncloa), la estructura del Estado se ponía al servicio de un programa de choque económico. El Partido Popular vendía medidas impopulares —y así lo entendió Soraya Sáenz de Santamaría cuando explicó su plan antidesahucios entre sollozos— pero de rigor. Políticas procíclicas que eran entendidas como “necesarias” para el país.

No obstante, con la renuncia a su plan contra la Ley del Aborto —y la dimisión de Alberto Ruiz Gallardón— el PP de Rajoy se separaba de la doctrina del partido y se acercaba a la senda de la UCD que no pudo ser. Pero los resultados electorales de 2011 y la supervivencia del Gobierno en 2016 avalaban al PP como el dueño del centro del tablero —Partido Alfa de la democracia española, ahora “cuatripartidista”— y esquinaron a la oposición ideológica dentro del partido: de Jaime Mayor Oreja a Aguirre, con Aznar cada vez más inquieto en la FAES. Catalunya se convertiría en el vértice por el que atacar al Gobierno del partido desde la derecha.

La emergencia de Ciudadanos en esa Comunidad y la presunta “parálisis” de Rajoy-Sáenz de Santamaría ante el “desafío secesionista” arrojó a buena parte de la base del centro-derecha a la comunión con el juguete nuevo de ese sector político. Ciudadanos crecía allí donde Rajoy renunciaba a competir —el PP quedaba como fuerza marginal en Catalunya— y amenazaba en Madrid, donde el partido entraba en liquidación por derribo. Casado se destacaba en esos lances con declaraciones muy alejadas de la línea marcada por Sáenz de Santamaría. El partido llegaba a su convención de abril con olor a descomposición galopante.

El último ciclo

Con Rajoy de nuevo en el registro de la propiedad tras la moción de censura de junio, el Partido Popular afronta un debate nunca resuelto en la derecha española. Una larga disputa entre los herederos de los proyectos maximalistas de Manuel Fraga y José María Aznar y entre hombres y mujeres de “traje gris”, aparentemente conformes con, “únicamente”, controlar de las estructuras del Estado —algo, también, profundamente ideológico—, en un sector afín a la vieja democracia cristiana europea, a la CDU alemana o a —herejía— el PNV.

Así, la campaña de Casado —“nada a la derecha del PP”— y de Sáenz de Santamaría —”el centro es el PP”— debe servir al centro-izquierda y a la izquierda para, al menos, identificar las coordenadas de un debate político que está teniendo lugar en toda Europa —hasta en la precaria formación del Gobierno alemán—. Un debate entre la gobernanza neoliberal y el aventurerismo de una derecha que se pretende desacomplejada, y así hay que entender otras baladronadas de Casado como la propuesta de suprimir el espacio Schengen como respuesta a las condiciones de Alemania para la extradición de Puigdemont.

Como en las anteriores fases de la política española, la situación política y económica internacional definirán las “soluciones” que aporte la siempre mutante derecha española. Por el momento, el final de esta temporada muestra que los muertos que en 2008 parecían enterrados han vuelto a salir de sus tumbas.

Partido Popular
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