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Derecho a la vivienda
Micropolítica de una escalera
Están desesperadas por no quedarse en la calle. Cómo no estarlo. Cómo causarle a alguien esa intemperie. Intento convencer a los vecinos. Entienden mis razones, entienden las razones, entienden el discurso, pero viven y sienten y desean otra cosa. Y yo ya no puedo juzgarles.
La primera vez que nos vimos todos los vecinos y vecinas del bloque, o más bien, los propietarios, fue en un bar. Acabábamos de abrir un grupo de whatsapp para comunicarnos. Nos habíamos citado ahí, en una terraza del barrio. Por primera vez nos sentábamos los unos frente a los otros, y nos hablábamos sin la prisa de la cotidianeidad. Contrastábamos opiniones fuera del rellano, tomábamos decisiones para el común frente a una cerveza.
Pero lo que nos había llevado allí no era una militancia en la vecindad como forma de organización, tampoco la voluntad de quebrar las fronteras del individualismo neoliberal. No, estábamos ahí porque, aparentemente, nos había unido la necesidad de hacer frente a un enemigo, a una amenaza externa a la tranquilidad del edificio. Y esa amenaza no era un banco, como le hubiese gustado a mi sensibilidad anticapitalista. Ese enemigo ad hoc no eran los que para mí eran los acostumbrados antagonistas, todo lo contrario. Aquella primera reunión con mis vecinas y vecinos, con los que hacía poco tiempo que convivía, era para ver qué hacíamos con los pisos que se acababan de ocupar en el bloque.
Mientras en los espacios políticos donde se mueven mis ideas agusto se clamaba por el derecho a techo, allá donde residía mi familia se articulaban otras resistencias: la de una comunidad de vecinos que no quería vivir peor
Mientras en los espacios políticos y comunidades afectivas donde se mueven mis ideas agusto se clamaba por el derecho a techo, se señalaba a bancos y fondos buitres y se paraban desahucios, allá donde residía mi familia, en el portal y las escaleras, se articulaban otras resistencias: la de una comunidad de vecinos y vecinas que no querían movidas en su edificio, gente desconocida entrando y saliendo, trapicheos en los rellanos. Gritos y conflictos de convivencia. Que no querían, en suma, vivir peor. Y entre la convicción y afinidad por los primeros discursos, empezó a colárseme, inevitablemente, la comprensión ante los segundos, cuyas razones, en ese caso, se asentaban quizás en parte en el miedo, pero también, y eso ya era innegable, en una experiencia concreta de ocupación. Y negarle a la gente sus experiencias nunca sirvió para transformar nada.
Hace más de tres años de esa primera reunión. Ahora Madrid gobernaba, el precio de la vivienda escalaba sin que nadie hiciera nada por evitarlo, y en el barrio, como en tantos otros barrios obreros: la conversión del derecho a la vivienda en un privilegio dejaba a las economías familiares al borde del colapso, a mucha gente excluida del acceso legal a una vivienda, y un mercado irregular de alquileres paralelo, posibilitado por los bancos que retienen la oferta de casas para condicionar los precios, fondos buitres a los que hasta bien les viene que se pudra la cotidianeidad del condominio.
Mientras los ayuntamientos del cambio no lograban contener la burbuja del alquiler, y la política progresista se concentraba en Madriles Centrales, buenos conciertos en las fiestas y bonitas iniciativas participativas que a tantos les resultaban tan lejanas, en el grupo de whatssapp un sentido común anti-okupa flotaba muy fuerte, sustentado en problemas reales de convivencia, ruido y en general, un deterioro de la calidad de vida de personas que ya se veían afectadas por calles sucias, e infraestructuras dañadas. No era fácil entonces argumentar sobre el derecho a techo, la maldad de los bancos y las miserias del neoliberalismo, y todos esos discursos contrahegemónicos que compartía con amigas y amigos, que entonces aún vivían en otros barrios, más limpios, más cuidados y con ocupaciones de otro tipo.
Es desde entonces que pienso en escribir este artículo, y no me atrevo. Han pasado muchas cosas estos años, la memoria de pez política es un símbolo de nuestros tiempos: pero yo no me olvido de las cosas que agitan por dentro. La campaña de Ciudadanos para recoger ese hartazgo de alguna gente respecto a ciertas ocupaciones. La percepción triste, escuchando a mis vecinas y vecinos, muchas razonables, no necesariamente conservadores, progresistas incluso, otros con ese discurso apolítico del que florecen inquietantes filias, de que, como siempre, la izquierda, hábil en las guerras culturales y el discurso, se tropezaba en cambiar las condiciones materiales de la gente. Algo que era fácil de constatar en los bares, en aquella época en la que se emitían especiales sobre Galapagar, con los parroquianos deseándoles okupas en el chalet a esa gente del cambio que ya sentía tan lejana y ajena a sus problemas.
Tres años he tardado en escribir este artículo, lo hago en la víspera de un desahucio que nadie va a intentar evitar. Lo hago después de tener que afrontar a una mujer embarazada llorando porque no se la permite ocupar otra casa en el bloque de vecinos, después de tres años de problemas de convivencia, de jaleo en las escaleras y molestias. Lo hago con la mirada de su hija de año y medio clavada en la retina, mientras una amiga suya me argumentaba que mejor que entre ella, una madre española, que negros o gitanos. Negros como mi padre, gitanos como los vecinos ocupas de arriba a quien nadie quiere echar ya, le digo. Están desesperadas por no quedarse en la calle. Cómo no estarlo. Cómo causarle a alguien esa intemperie. Intento convencer a los vecinos. Entienden mis razones, entienden las razones, entienden el discurso, pero viven y sienten y desean otra cosa. Y yo ya no puedo juzgarles.
Todo el mundo debería tener derecho a techo, aunque grite fuerte por la noche y arme jaleo. Eso es lo que tienen los derechos, uno no se los gana. Los tiene. La respuesta nunca es fácil. Pero más difícil se hace si el estado te abandona
¿Y cuál es entonces la respuesta? Todo el mundo debería tener derecho a techo, aunque grite fuerte por la noche y arme jaleo. Eso es lo que tienen los derechos, uno no se los gana. Los tiene. La respuesta nunca es fácil. Pero más difícil se hace si el estado te abandona. Si nadie ha podido darle una vivienda social a esa mujer en todo este tiempo. Si nadie expropia los pisos que llevan meses y años vacíos para que se pueblen de gente vecina en igualdad de condiciones, que pueda así cuidar una casa y un edificio que sienta propios.
Llevamos (de nuevo) meses de tormenta informativa y amenazante sobre ocupaciones: una campaña que vuelve a la gente asustadiza y hace el agosto a las empresas de alarmas. Y eso es un hecho. Hay tanta gente que no puede permitirse una casa, el acceso a la vivienda sigue siendo un privilegio y más lo será después de la crisis económica que se expande, eso es un hecho. Hay barrios donde los pisos vacíos entran en un mercado paralelo de ocupaciones. Y en ese universo, a veces hay casas que se mantienen a través del trapicheo, que se llenan de gente perdida y gritos, y generan problemas de convivencia con los vecinos, gente que empieza a vivir peor que antes. Ese es otro hecho.
La vida es mucho más plural que las redes, o los discursos televisivos. Solo es mirando a esa complejidad a la cara como se pueden cambiar las cosas. Poniendo más empeño en transformar las realidades —como hace la PAH, como hacen quienes generan otros espacios de apoyo mutuo desde los barrios mismos— que en rebatir al antagonista con sonoros discursos aplaudidos desde twitter.
Quizás por eso me animo a escribir esto. Porque la izquierda perdió en el ayuntamiento pero está en el gobierno. Porque el otro día escuché a un grupo de hombres sin empleo, al sol de la exclusión social, decirse que no conocen a nadie que haya cobrado el IMV, normal, si es que hay que ser inmigrante, dijo uno, para esos sí que hay dinero. Y pensé, la gente es responsable de ser racista y facha, que se olviden de ti no es ninguna excusa. Pero también pensé, cuánto combustible fácil se le está regalando a las derechas cuando la gente se siente abandonada. Todo es muy complejo. Simplificarlo con máximas y grandilocuencias, con juicios y memes desde la distancia, quizás a corto plazo, tranquiliza. Mientras abajo, afuera, donde las cosas cada vez van a ser más complejas, la vida se va poniendo más y más nerviosa.