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Política
¿Qué es el populismo de las singularidades?
La virulencia de algunos de los debates recientes entre las llamadas TERF (Trans-exclusionary radical feminists) y las transfeministas ―sobre todo en Twitter, que se parece cada vez más a un estado de naturaleza hobbesiana― nos hace mirar con nostalgia los debates entre los “economistas” y los revolucionarios de la Segunda Internacional, cuyo resultado fue la Primera Guerra Mundial. Otro ejemplo de este tipo de disputa en el interior de la izquierda sobre la prioridad de las demandas. Nos referimos al argumento de Daniel Bernabé, presentado en su libro La trampa de la diversidad. En él señala que todas las formas diferentes de batallas políticas en las que se implica la izquierda deben finalmente remitirse a la económica. ¿Realmente son necesarias estas luchas a muerte por el puro prestigio entre personas que se consideran de izquierda? ¿Estamos condenados a discrepar violentamente, mientras la derecha roba nuestra ropa por la noche? Quizás depende de la teoría que se emplea para pensar la política, y esta es una de las razones por las que he escrito mi nuevo libro: La política que viene (NED Ediciones, 2022) . ¿Cuál es su argumento?
La apuesta fundamental de La política que viene es la siguiente: aunque el populismo (de izquierda) siga siendo la mejor manera para pensar la política, deben revisarse sus bases teóricas. ¿De qué manera? El populismo ha sido visto durante largo tiempo ―sobre todo a partir de la obra del más destacado teórico político argentino, Ernesto Laclau― como sinónimo de hegemonía. Íñigo Errejón ha hecho buena ventriloquia sobre esta posición: “el discurso populista es el que unifica posiciones y sectores sociales muy diversos en una dicotomización del campo político que opone las élites tradicionales al ‘pueblo’, como construcción a través de la cual los sectores subalternos reclaman con éxito la representación de un interés general olvidado o traicionado.” Dicho de otra manera, si se generaliza su causa, el pueblo tiene la posibilidad de convertirse en líder ―de “hegemonizar”, en sentido etimológico― el campo social del que anteriormente se había encontrado excluido. El argumento que presento en mi libro es que es imposible que esta formulación sea correcta. ¿Por qué?
Primero, creo que el pueblo debe considerarse como una singularidad. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que es un elemento que milita desde el vacío de una situación social. Es decir, se trata de aquel sujeto que viene a deconstruir un sistema social. De hecho, Errejón había captado bien esta idea cuando utilizó la palabra “subalterno”; o sea, dado que el término hegemonía, que Errejón ha utilizado plenamente, se refiere al liderazgo en un campo social determinado, llegamos a un ejercicio hegemónico que consistiría en asumir la plenitud, y no el vacío, de este campo como horizonte de un proyecto político. Personalmente, diría que la hegemonía está asociada a las autoridades, y el pueblo es lo que viene a oponerse a ellas, y creo que no puede haber en ningún momento una transferencia entre los dos, que es lo que argumenta Errejón.
La apuesta fundamental de 'La política que viene' es la siguiente: aunque el populismo (de izquierda) siga siendo la mejor manera para pensar la política, deben revisarse sus bases teóricas
Parece improbable que los defensores de la identificación entre populismo y hegemonía, como Errejón, hayan cometido un error teórico tan básico como el de confundir el vacío de una sociedad con su plenitud. Debo reconocer que el cuadro teórico que presentan es en realidad más complejo. Lo que defiende Laclau es que el antagonismo político entre el pueblo y la élite no sólo debe considerarse “el límite de una objetividad social cualquiera” (por emplear su propia frase), sino que también representa las demandas particulares que pueden encontrarse dentro de esta misma objetividad. Añadirá que la hegemonía es el nombre de la “articulación” entre estos dos aspectos. Dicho de otra manera, Laclau cree que la hegemonía condensa los antagonismos que son internos a una sociedad, refiriéndolos todos al antagonismo último (que a su vez se refiere al vacío) del mismo orden.
Esta lógica ―por sofisticada que parezca― tampoco funciona. No puede haber antagonismos contenidos en otros, porque esto implicaría que puede haber “límite de una objetividad social cualquiera” dentro de otra, lo cual sería lógicamente absurdo. ¿Cómo propongo resolver estas contradicciones? La respuesta que doy en mi libro es sorprendentemente sencilla, aunque sus implicaciones no lo sean. Defiendo que existen tantos órdenes sociales como antagonismos, y no puede existir ningún “meta-orden” que pudiera unificar a todos estos. Creo que es de esta manera que la singularidad de un pueblo puede preservarse. Esta fórmula es la que llamo “el populismo de las singularidades”.
Me gustaría mencionar otra temática importante que surge de la obra de Laclau, la de “la imposibilidad de la sociedad”. Considero que el populismo de las singularidades propone refinar, incluso completar, esta idea. Laclau, por su parte, vio dicha imposibilidad como resultado de una división contingente ―y multivariante― entre el pueblo y la élite. Lo que yo propongo, más radicalmente, es que en realidad la sociedad es imposible no por esto, sino por ser puramente dispersa, entre los antagonismos infinitos ―cada uno sustraído de un orden del ser distinto― que experimentamos como seres humanos. Este último término ―“seres humanos”― no implica, por supuesto, una vuelta a lo que considero la prehistoria de la teoría social, o sea, el humanismo clásico. Simplemente confirma que la escala en la que debemos pensar ahora la política no es la de una sociedad (que es imposible) sino la del ser humano que se encuentra implicado en diferentes campos de ser, además de en sus dramas antagónicos respectivos.
Filosofía
Hegemonía, populismo, democracia radical
Mis conclusiones teóricas han sido inspiradas en parte por el “nuevo realismo” propuesto por autores como el joven pensador alemán Markus Gabriel, que argumenta que el mundo, bajo su definición heideggeriana ―o sea, en tanto que dominio de los dominios― no existe. Con esto Gabriel no quiere decir que los dominios que se supone que incorpora este mundo no existan, sino que el mismo hecho de que estos dominios existan no es compatible con su condensación en un mundo global. Gabriel habla del “mundo” porque es filósofo. Como yo soy teórico político, prefiero hablar de la sociedad. De la misma manera, entonces, en la que Gabriel concluye que el mundo no existe, yo concluiría, por utilizar una frase épica de Margaret Thatcher (aunque con intenciones distintas), que la sociedad no existe. De este modo, creo que podemos volver a los debates entre, por ejemplo, las TERF y las transfeministas.
Según las premisas del “populismo de las singularidades”, las tensiones entre luchas políticas ―antagonismos― distintas se resolverían al nivel subjetivo y no al nivel filosófico, lo que implica que en ningún momento podemos, ni tenemos que elegir entre estas demandas al nivel colectivo. Seguramente no se considerará muy sorprendente la observación de que una persona puede perfectamente ser, por ejemplo, feminista y no apoyar la demanda trans al mismo tiempo. Depende de sus interpelaciones personales. Y no hay tribunal “ontológico” que pudiera elegir entre estas dos decisiones. Creo que este punto es crucial al nivel político, porque sirve para “relativizar” las distinciones entre este tipo de posiciones.
Un ejemplo más reconocido, quizás, es el otro que puse antes. Alguien (Bernabé, por ejemplo) podría argumentar que la lucha económica es decisiva en la política. De hecho, muchos marxistas lo han hecho durante muchísimo tiempo. Por ello, estas personas deben convertirse en espías, buscando huellas de lo económico detrás del feminismo, el ecologismo o el orgullo gay. Esta búsqueda recuerda a la paranoia de los ideólogos de la primera fase del franquismo, que solían defender que detrás del republicanismo había un bolcheviquismo, detrás del bolcheviquismo estaba el judaísmo, detrás del judaísmo el islam y detrás del islam el africanismo. Volviendo, entonces, a las premisas anteriores, aunque sea evidente que se podría defender legítimamente que la lucha económica tenga más implicaciones en la vida cotidiana de la gente que otras formas de lucha política, esto no quiere decir que este antagonismo tenga un privilegio “ontológico”. Otra vez, militar o no al respecto será una decisión “personal”, que dependerá del balance de las situaciones (del ser) en las que se encuentra esta persona. Esto también implica que las disputas entre, por ejemplo, “comunistas” y “populistas” (aquí entendidos en tanto que pluralistas ontológicos) tienen poco sentido.
Existen tantos órdenes sociales como antagonismos, y no puede existir ningún “meta-orden” que unifique a todos estos. Creo que es de esta manera que la singularidad de un pueblo puede preservarse. Esta fórmula es la que llamo “el populismo de las singularidades”
Los hegemonistas dirán que la hegemonía tiene una ventaja importante en comparación con el marxismo tradicional, a saber, que la primera es capaz de mediar entre la lucha por el poder político en general y la pluralidad de antagonismos. Pero esta idea me parece, francamente, un sofisma. En la obra de Laclau, la condensación hegemónica se considera un principio ontológico, no óntico, así que en realidad no hay mediación posible entre los dos momentos: la hegemonía necesariamente sofoca a su oposición, venga de donde venga. Debo confesar que nunca entendí muy bien la diferencia entre Laclau y Lenin, a este nivel. Si Lenin cree en la hegemonía, y Laclau también, y si además la escala relevante de la hegemonía es un orden social determinado, ¿qué más da si este liderazgo se ve como teleológico (que es la acusación que Laclau lanza contra el leninismo) o no? ¿Qué más da si se suspenden o no “las leyes de la historia” marxistas? Esto podría ser una distinción interesante al nivel teórico, pero sus implicaciones políticas me parecen indiscernibles. Además, está el hecho de que la hegemonía no descarta, como reclaman a menudo sus defensores, una revolución total (leninista). Sólo que no sabemos qué forma exacta tendría. Pero esto lo decidiría el orden relevante, no unos teóricos de la hegemonía.
Presentadas las claves de esta conceptualización, se puede anticipar la siguiente pregunta: ¿qué pasa al nivel del Estado? Si abandonamos la lucha hegemónica, ¿esto representaría otra iteración cansada del anarquismo impotente? ¿El populismo de las singularidades no es otra justificación teórica de la herejía? No necesariamente. Implica nada más ni nada menos que no hay horizonte social último, dentro del cual la competición entre las luchas que surgen podría adjudicarse. Por ejemplo, esta idea no descarta que los populistas trabajemos con los partidos políticos de lo que suele llamarse el Estado (que tampoco existe realmente, ya que la sociedad en que se supone que se basa tampoco existe). Sólo implica que nuestras luchas no son lo mismo que estos partidos y nunca lo serán. En las palabras de otro importante teórico populista argentino, Jorge Alemán, “el Estado es siempre de ellos”.
En conclusión, espero que el argumento que presento en mi libro ―sobre todo el elemento conceptual central, el populismo de las singularidades― pueda contribuir a una nueva fase para la militancia política de izquierdas, en la que las tensiones “filosóficas” entre las diversas formas en las que esta militancia se expresa puedan identificarse como irrelevantes. Creo personalmente que este tipo de desarme es muy urgente y necesario; de nuevo, por la plusvalía que produce para la derecha radical, que siempre es la sombra que viene a engullir la luz que produce la versión izquierdista.