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República del Sudán
Sudán, las guerras no tan lejanas y la urgencia de un nuevo pacifismo
Un día tienes tu casa, tu trabajo, tus rutinas cotidianas, tus tareas pendientes. Y de pronto empiezan a caer bombas y ya no tienes nada. O quizás tú vida era ya muy precaria, vivías en el alambre, sobreviviendo. Y empiezan a caer las bombas y te das cuenta de que algo sí que tenías: La seguridad de caminar por la calle sin miedo. Porque la guerra trae muchas cosas, trae por supuesto la muerte, la destrucción, la parálisis de lo normal, el colapso. Pero sobre todo lo que trae la guerra es el miedo. Un miedo difuso, omnipresente, pues en ningún lugar estas a salvo. Hace un mes que en Sudán se instaló el miedo.
Algo más de un año atrás, mucha gente pudo imaginarse cómo era que un día, un día cualquiera, se acabara ir al colegio, dirigirse a la oficina, ir a ver a tus padres, porque había estallado una guerra. Pudimos hacernos una idea de cómo era eso de sentir las bombas cayendo arbitrariamente sobre la ciudad, ver los edificios otrora llenos de vida, heridos por artillería pesada, conocimos las historias de gente afrontando un miedo inédito, atrapada en sus casas. Niños, abuelas, jóvenes universitarios, se asomaban a nuestras pantallas, lo hacían real.
Todo aquello pasaba en Europa, a personas blancas con un pase privilegiado hacia la empatía. Podías haber sido tú, pero también podrías haber sido tú la madre que se encerraba en casa con sus hijos en el 2011 en Damasco, podías haber sido tú el estudiante aniquilado en Bagdad en 2003. Sin embargo, no fue hasta Ucrania que la narrativa del podías ser tú relumbró en las televisiones e interpeló tanto que no faltó quien dijo, son como nosotros, hay que salvarles. Hubo mucha más gente que no lo dijo, que tan siquiera lo pensó, pero mientras ese como nosotros se había instalado en su empatía y marcaba el ritmo de su emoción y de sus acciones. La guerra en Sudán pasa mucho más lejos, allá donde no se pueden imaginar las vidas interrumpidas y la televisión no te las muestra, allá donde se muere en abstracto como si fuera una costumbre ancestral adquirida por un continente entero.
La guerra en Sudán pasa lejos, allá donde no se pueden imaginar las vidas interrumpidas y la televisión no te las muestra, allá donde se muere en abstracto como si fuera una costumbre ancestral adquirida por un continente entero
Las bombas no se oyen desde lejos, no interrumpen tu cotidianeidad hasta que no eres tú quien las tiene encima. No es un discurso culpabilizador, es un hecho. Pasó en Ucrania, donde en realidad la guerra empezó en el 2014 en el Donbás. Pasó durante casi toda la historia del Sudán independiente cuando la gente moría en el Sur, ahora independiente, o en Darfur. Allá en Jartum o Kiev, a cientos, miles de kilómetros de distancia, la vida seguía aunque fuera a trompicones, con sus manifestaciones y revueltas, con sus pugnas políticas y represión, con la precariedad enguyendo economías y futuro, no era fácil, pero no caían las bombas. Había en ambas ciudades desplazados de las guerras de periferia, gente llegada allí ya como víctimas, como problema a gestionar. Pero la guerra es un cáncer que se descontrola, una infección que se extiende quizás no en seguida, puede tardar años o décadas, pero un día, las bombas se empiezan a escuchar más cerca, tu casa ya no es un lugar seguro, las calles se llenan de gente armada que podría matarte, los cafés se vacían, los hospitales colapsan, la guerra ya está ahí, y tú no estás preparado.
Y entonces, da igual lo aguerrido que seas, las ideas que tengas, lo inteligente o astuta que te muestres, nada se puede contra las armas, solo puedes huir. Si en algo ha avanzado la humanidad es en su capacidad de destrucción, el repertorio de cacharros hechos para matar, la eficacia de la tecnología para aplastar vidas, desgarrar músculos, atravesar la carne. Solo resta escapar e intentar ponerse a salvo, mientras tu destino y el de tu ciudad se discute en foros lejanos, entre rivales a quienes no importas, auspiciados por una comunidad internacional a quienes no interesas demasiado, no más que preservar sus intereses, en cualquier caso.
¿Qué puede hacer la larga trayectoria contestataria sudanesa, su tradición sindicalista, su movimiento de mujeres, qué puede hacer todo un pueblo, por más digno y valiente que sea, frente a un conflicto entre señores de la guerra?
Mientras ellos hablan tú intentas huir. Con millones de personas desplazadas y refugiadas en el mundo, poder vivir en la ciudad donde naciste, ha devenido un privilegio. Te arriesgas en un viaje hacia la incertidumbre porque lo único cierto es que las bombas, los hospitales colapsados, los hombres disparando artillería en las calles, causan muertes. De esa certeza huyes hacia una incertidumbre que tal vez también te mate. Pero tienes que intentarlo. Por el camino descubres que las fronteras no son empáticas, no se conmueven con tu terror, no se ablandan ante tu desesperación. Quizás tu pasaporte quedó en una de esas embajadas extranjeras que evacuaron en cuanto pudieron, pues la primera y casi única misión de los países fue evacuar a las vidas que importan, las de sus nacionales. Y tú, que llevas una vida esquivando las guerras periféricas, te ves en la misma situación que muchos otros de tus compatriotas antes en Melilla o en Libia —la gente de tu país a la que llegó antes la guerra— pasando días enteros en la frontera con Egipto, con el corazón en la mano. Los países aliados de quienes te masacran no son precisamente amigos del pueblo masacrado, no te acogerán con los brazos abiertos.
Y a quienes combaten no les importas una mierda, unos son el ejército regular, el mismo que da golpes de estado cada tanto, que ha apoyado masacres en todas las periferias, que se comprometió a una transición hacia un gobierno civil y traicionó al pueblo a penas vio sus intereses amenazados. Otros son mercenarios advenedizos, no hay lazo social, lealtad vínculos, con el pueblo que dicen defender. Se convirtieron en una eficaz arma de guerra, una rentable aniquiladora de revueltas, al servicio del mejor postor, y se han vuelto ingobernables. ¿Qué puede hacer la larga trayectoria contestataria sudanesa, su partido comunista histórico, su tradición sindicalista, su movimiento de mujeres? ¿Qué pueden hacer sus asociaciones profesionales que se organizaron para luchar por la democracia, su extensa diáspora? ¿Qué pueden hacer los comités de resistencia que coordinan la revolución y el apoyo mutuo en los barrios? ¿Qué puede hacer todo un pueblo, por más digno y valiente que sea, frente a un conflicto entre señores de la guerra?
Con sus revoluciones extinguidas a golpes, sus refugiados y sus diásporas, sus hombres fuertes desligados de cualquier lealtad al pueblo Sudán muestra una dialéctica irresoluble que irá tragándose más mundo adentro
Ha pasado un mes desde que empezara al guerra, los sudaneses se preguntan cuándo va a acabar. No existen las guerras rápidas, las guerras fugaces, lo saben ellos cuyo país vivió tantos años incendiado en conflictos periféricos. Vivir así, lejos de casa o sobreviviendo entre bombas, es una de las formas posibles de vida, así viven generaciones enteras. Las armas que tronaban lejos comenzaron a disparar cerca, la ciudad que conociste se ha llenado de agujeros, salpican las noticias muertes de gente conocida, gente anónima, todos fueron importantes para alguien,y ya no están, no pudieron hacer nada para salvarse. La guerra es una maestría en impotencia, una escuela de fatalismo y derrota para un pueblo que se ha levantado tantas veces.
Estamos cenando en un restaurante marroquí, en Vallecas, con parte de la diáspora sudanesa, mi padre, y uno de sus mejores amigos. Miran todo el tiempo en sus móviles vídeos de bombardeos, sus grupos de wassap hierven de testimonios de la destrucción, familiares que lograron salir, otros que siguen aterrorizados, sobrinos intentan habituarse a su nueva condición de refugiados en colas eternas ante la Acnur. La de Sudán es una guerra lejana que queda personalmente cerca. No conseguí acabar ningún artículo sobre Sudán.
Mis hijas, nietas de un par de diásporas, escuchan hablar de lo que supone una guerra mientras juegan. Y yo no puedo dejar de pensar, que con sus revoluciones extinguidas a golpes, sus refugiados y sus diásporas, sus hombres fuertes desligados de cualquier lealtad al pueblo, dedicados en cuerpo y alma al extractivismo, bien servidos de sofisticadas armas, artistas del divide y vencerás, Sudán muestra una dialéctica irresoluble que irá tragándose más mundo adentro. Habrá que pensar revoluciones a la altura de estos desafíos, pacifismos que alcancen a las guerras lejanas, una solidaridad internacional que trascienda el racismo.
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Mientras sigamos creyendo (como en siglos pasados) que la guerra es el derecho de cada nación, no podremos acabar con las guerras (al menos la mayoría de ellas). La guerra debe ser un delito perseguido internacionalmente. Para que sea efectivo, es necesario que las naciones cedan parte de su soberanía, a administraciones supranacionales, que formen una Gobernanza Global. Los ejércitos nacionales deben ser licenciados, la industria del armamento desmantelada, la guerra prohibida. Basta con una fuerza de paz global, infinitamente más barata que lo que cuestan los ejércitos de todo el mundo.
Un escrito de una calidad enorme, hace ver a la perfección cómo funciona el interés occidental: Solidaridad con los ucranianos pero abandono de los sudaneses.
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