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Movimientos sociales
Instantes de una década de movilizaciones
El periodista audiovisual Juan Zarza lleva desde 2011 retratando las movilizaciones sociales acaecidas en Madrid. Ahora añade la pluma a la imagen y lanza Sombras Blandas, un volumen en el que realiza un recorrido “no idealizado” sobre la eclosión social en la capital del Estado desde el 15M. Recogemos cinco instantes del libro.
Fue en 2011 cuando Juan Zarza, fotógrafo que comenzó en el mundo del arte, decidió dar un giro a su línea de trabajo para comenzar a documentar la eclosión de movimientos sociales que en mayo de ese mismo año tenía lugar con la llegada del 15M. Desde entonces no ha dejado de usar su cámara para tratar de dar voz a las diferentes luchas que se han llevado a cabo en la capital. Todas ellas, desde una mirada crítica, han sido retratadas por el fotógrafo, quien no rehúsa en su recién publicado libro Sombras Blandas (La Encina Errante Ediciones, 2020) de añadir palabras a las imágenes con la intención de contextualizarlas y explicar cómo percibió aquellos acontecimientos.
El volumen, más orientado a una lectura inquieta que a la mera vista contemplativa de las imágenes, se propone como un trabajo retrospectivo sobre la labor de los movimientos sociales y adquiere cierta actualidad a tenor de las “poco prometedoras expectativas” que, según el autor, se pueden vislumbrar en la presente política institucional.
Sin mayor aspiración que la de “abrir ventanas al debate”, Zarza huye del formato académico en esta pieza de 233 páginas y 81 fotografías y prefiere escribir sus reflexiones “sin saber si seguiría pensando de la misma forma la semana siguiente”. Los siguientes fragmentos del libre son una breve muestra de ese diálogo entre imágenes y palabras.
el CUERPO COMO RECLAMO
Femen, colectivo procedente de Ucrania, dio el salto a los medios en España a raíz de una protesta que realizaron en el Congreso de los Diputados al interrumpir una sesión con el torso descubierto. La polémica estaba servida. Mientras una sociedad culturalmente católica condenaba la acción por considerarla agresiva e irrespetuosa, muchos colectivos feministas, aun defendiendo la legitimidad de tal reivindicación, se desvinculaban de esas formas.
Por lo que pude averiguar, la controversia entre las diferentes posturas feministas radicaba en que algunas opinaban que la estrategia de usar el cuerpo como reclamo se parecía mucho a la utilización que se hacía del físico femenino en publicidad y pornografía. Las Femen, por su parte, se defendían alegando una reapropiación del cuerpo pues, para ellas, ese desnudo consciente y voluntario que practicaban era precisamente el único uso lícito que se podía hacer del cuerpo frente a toda la cosificación y sexualización con que era bombardeada a diario la imagen de la mujer.
Hacían referencia a la artista y feminista Barbara Kruger quien afirmó: “Tu cuerpo es un campo de batalla”. Debo reconocer que no me parece una idea muy disparatada. Usar la mejor arma de captación que poseen para luego introducir un mensaje que rompe con el discurso imperante. Logran así en sus acciones performáticas que el físico femenino deje de existir para el disfrute exclusivo del hombre y pase a ser propiedad de la mujer que lo habita.
Poco erótica creo que resultará a los varones machistas la imagen de mujeres insumisas que desafían a lo establecido, que mean sobre fotografías de políticos, que se enfrentan a la policía, que se pintan eslóganes sobre el cuerpo… Y en el caso de que a alguno le resulte erótico, vete a saber, ¡igual vamos por buen camino!
barrio en llamas
Un tuit hacía saltar las alarmas: al parecer había muerto un mantero como consecuencia de una persecución policial. La vecindad, muy sensibilizada con el acoso al que estas personas son sometidas repetidamente, difundía la triste noticia de forma viral. Buena parte de los medios trataban de desmentir esta información divulgada ya que las fuentes oficiales —la Policía— negaban que el chico hubiese muerto fruto de ninguna actuación policial.
Desde luego, nunca concedí credibilidad a esta versión oficial pues la lectura que se hacía en la calle me resultaba bastante más verosímil. Durante años, el modus operandi de la Policía ha sido, sin excepción, el de perseguir a los manteros que tratan de vender sus productos en la Puerta del Sol. Les hacen huir en estampida hasta que llegan a la plaza de Tirso de Molina. Una vez allí, dejan que se internen por las calles de Lavapiés. Así que el mensaje que ahora lanzaban de “no hemos tenido nada que ver con la muerte de este señor”, la verdad, me chirriaba.
Es necesario, eso sí, señalar que los mensajes vertidos en las redes daban lugar a confusión pues mostraban un vídeo en el que dos policías municipales intentaban auxiliar al senegalés desplomado en el suelo y una interpretación demasiado apresurada de las imágenes llevaba a pensar que esos mismos policías eran quienes habían causado previamente el desvanecimiento, algo que distaba mucho de la realidad. Sin embargo, ¿alguien dudaba que el mantero hubiera sido perseguido previamente por otros agentes a través de los setecientos metros que separan Lavapiés de Sol? ¿No era exactamente eso lo que venía ocurriendo casi a diario desde hacía años?
El barrio estalló en llamas y cientos de personas enfurecidas corrían por las cuestas quemando contenedores, motos, bancos… Los antidisturbios a duras penas lograban controlar a una multitud que parecía estar volcando durante esa noche toda la frustración acumulada. Poca culpa, desde luego, tenían los propietarios de las motos quemadas y los coches reventados que aquel avispero enloquecido iba dejando a su paso. Probablemente eran trabajadores honrados que, al encontrarse semejante estampa a la mañana siguiente, sentirían más desafección por la protesta que otra cosa. Una pena que el episodio hubiese podido aumentar la aversión a los negros del barrio, puesto que no pertenecían precisamente a esa etnia la mayoría de las personas que yo vi causando destrozos.
Tras un breve repliegue de la UIP, un grupo de chavales logró atravesar la puerta de una sucursal bancaria y, mientras le prendían fuego, robaron decenas de grandes televisores de plasma. Imagino que en aquel momento esa entidad estaba ofreciéndolos como reclamo para sus nuevos clientes. Los bomberos se vieron obligados a desalojar preventivamente el bloque de viviendas que se hallaba sobre las oficinas. Sin perjuicio de la condena que muchos de los presentes expresaban ante tan irresponsable acción que puso en peligro a los vecinos, a nadie parecía preocuparle en lo más mínimo el expolio cometido al banco. Diría que flotaba en el aire el mensaje: “Ya os hemos rescatado una vez, a esta ronda invitáis vosotros”.
La responsable, en las narices
Cifuentes aseguraba a los medios que había acudido en diversas ocasiones a las asambleas del 15M sin que nadie se percatara de que era ella. Decía que iba para conocerlo de primera mano y porque esas reuniones se realizaban en espacios públicos y eran de carácter abierto —esto era cierto—. Hablaba de los indignados siempre en un tono condescendiente, calificándoles de ingenuos. A nadie le preocupó esto excesivamente, pues era bien sabido que a todos los actos acudían policías de incógnito. Los temas que se trataban no constituían ningún secreto.
Poco después de aquella declaración, el 13 de julio de 2012, se convocó otra manifestación del 15M. Por entonces aún eran masivas, era raro que no se sumasen muchos miles en cualquiera de estas concentraciones.
Cuando la protesta discurría por la glorieta de Bilbao, frente a los ojos atónitos de quienes estábamos allí, apareció la señora delegada, móvil en mano, realizando fotografías. Tantas cargas, tantas cabezas rotas, tantas falsedades y de repente, los miles de congregados tenían ante sus narices a la responsable última de todo aquello. En segundos, se formó un corro alrededor de ella que la increpaba: “¡Dimisión, dimisión!”. La siguieron durante unos metros hasta que llegó a la entrada de un restaurante etíope de la calle Manuela Malasaña. Cuando fue a entrar, el hostelero agarró la puerta desde el interior impidiendo que la abriese pero ella tiró con más fuerza logrando pasar para alejarse de la muchedumbre.
Una vez estuvo dentro, los manifestantes continuaron su marcha por la ciudad. Cristina Cifuentes dijo posteriormente a los medios que había sido víctima de un escrache en su domicilio algo que, ella bien lo sabe, es por completo incierto. También aseguró que, durante el trayecto hasta el restaurante, alguien le escupió. Yo, estando a dos metros escasos de ella, no percibí tal cosa, pero no podría asegurar con rotundidad que no hubiese ocurrido.
De cualquier manera, quedó evidenciado que aquella gente no actuaba de forma muy violenta. Miles de personas frente a su enemiga número uno y la cosa quedaba zanjada tras la puerta de cristal de un establecimiento. No parecían terroristas, no.
Fuego cruzado
Me crucé con varios compañeros que habían resultado heridos por el fuego cruzado, tanto por las pelotas como por piedras —diría que más lo segundo—. El suelo estaba cubierto por fragmentos de adoquines, también por banderas de diversos sindicatos que habían caído allí durante la huida. Montones de bollos preñaos habían quedado esparcidos por las aceras, flanqueados por bengalas de humo de color rojo. Un minero, con su bota de vino colgada sobre su costado, saltaba para esquivar una porra que irremediablemente acabaría golpeando su nalga. Un mando ordenaba a su unidad que persiguiesen a un grupo de hombres a los que señalaba con la porra. Desde un furgón en marcha asomaba el cañón de una escopeta que no cesaba de disparar en todas direcciones. La persecución llegó a los aparcamientos que hay frente al estadio del Real Madrid donde los autobuses venidos de toda España esperaban a los pasajeros para iniciar su regreso y los agentes se introdujeron en ellos para realizar detenciones y registros de equipajes.
Entonces vi que se armó un revuelo a pocos metros, varios antidisturbios apresaban a dos chicas. Una de ellas estaba tomando fotografías con una cámara y trataban de quitársela. La otra, semicubierta por una kufiyya, acababa de recibir un golpe de porra en la cabeza y la sangre comenzó a brotar hacia la cara. Cuando se tocó a la herida y comprobó que sangraba, para mi asombro, se dirigió a mí con la mano en alto, mirándome entre zarandeos, parecía querer decir: “Muéstralo, que todos lo vean”. Estaba agitada, incluso asustada, pero su actitud no era de pánico sino más bien de rabia. Se las llevaron detenidas en un furgón. Fue un día difícil de olvidar.
Lluvia de confeti
La función que cumplían todos ellos no se limitaba al día del lanzamiento judicial, también realizaban constantemente acciones, reuniones informativas o encierros en oficinas bancarias. Estos últimos se daban con cierta frecuencia ante la negativa de los responsables de las entidades de atender a los afectados. Los directores de cada sucursal sabían que los activistas conocían bien todos los procedimientos burocráticos y eran capaces de ejercer un cierto nivel de presión legal y mediática, así que trataban de eludir estas reuniones con la excusa de que no tenían poder decisorio y que era mejor que contactasen con sus superiores. Esto se traducía en prolongadas esperas en las que los afectados se negaban a salir de la oficina hasta ser atendidos. Largas horas durante las cuales se les impedía acceder a los aseos, se cerraban las puertas para que nadie pudiese suministrarles agua o comida desde la calle e incluso, en algunos casos, se elevaba la temperatura de la climatización del local, aumentando así el agotamiento y la tensión. Algunos llegaban a dormirse por los rincones del local, pues tenían que compaginar esta actividad con sus trabajos y el cuidado de sus familias.
Por más intimidatorios que estos encierros pudiesen llegar a resultar vistos desde fuera, el acto más agresivo que se llegaba a perpetrar era una lluvia de papelitos fabricada con pedazos de los folletos publicitarios del banco. Los lemas de estos flyers me resultaban con frecuencia tremendamente agresivos. “Pon a tu familia a salvo de los golpes de la vida”, “Este es el momento de comprar tu casa”, “La salud sí tiene precio, desde 22 euros al mes”. Penetrar a través de las puertas de cristal de una de estas oficinas era como adentrarse en un mundo irreal en el que la crisis nunca hubiese tenido lugar. La verdad, no se me ocurriría un mejor uso para esos folletos que convertirlos en confeti.