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Medio ambiente
Como si nunca hubiésemos sabido lo suficiente
Poco se puede añadir a estas alturas sobre la metáfora que la película No mires arriba (2021), de Adam McKay, propone para hablar del cambio climático por medio de un cometa que se aproxima a la Tierra. Siempre es de agradecer, además, que un producto cultural de consumo masivo exponga la sordera mediática y política con que las sociedades occidentales, y sobre todo sus élites, conviven con el conocimiento científico, para que así estos debates tomen el primer plano de la escena pública. Sin embargo, como se expresa en Exterminad a todos los salvajes (2021), de Raoul Peck, recuperando las palabras del estremecedor libro homónimo de Sven Lindqvist (publicado por Turner, con traducción de Carlos Kristensen), “no es conocimiento lo que nos falta”.
Hace apenas unos meses se publicó en español El cambio climático: La ciencia ante el calentamiento global, del físico teórico y cosmólogo Lawrence M. Krauss, en la editorial Pasado & Presente y con traducción de Marc Figueras. Se trata de un libro de divulgación excelente que muestra cómo, a pesar del avance incierto de la ciencia climática, de la precaución y el escepticismo inherente al método científico, si hay algo que precisamente no nos falta en la actualidad sobre la realidad del cambio climático es conocimiento.
El trabajo de Krauss aproxima el desarrollo del estudio del clima en relación con la física a cualquier lector con inquietud por un problema crítico para la existencia de la vida en el planeta. Por sus páginas, entre otras cosas, aparecen las contribuciones históricas y el trabajo de laboratorio sobre las concentraciones atmosféricas de CO2 de Joseph Fourier, Svante Arrhenius o Charles David Keeling, así como los recientes estudios desarrollados por Susan Solomon o James Hansen. Más allá de algunos pocos capítulos quizá más exigentes (sobre los que advierte el propio autor), el libro de Krauss hace un rico despliegue de herramientas imprescindibles para comprender la física del cambio climático por medio de una lectura accesible y atractiva.
El conocimiento científico no camina solo, y en el marco de un problema socio-político como es el de la crisis climática, se precisa primero de organización social y después de acción política colectiva para que pueda ser combatido
Así, se revisa por ejemplo la importancia de la distribución asimétrica de masa terrestre y agua en el planeta para las proyecciones que el cambio climático pueda traer; el papel fundamental del forzamiento radiativo (la diferencia entre la luz solar absorbida por la Tierra y la energía que esta irradia de vuelta al espacio) en el efecto invernadero, al verse aquel afectado por la concentración de CO2 en la atmósfera que retiene la radiación infrarroja; la gran importancia de la dilatación térmica —incluso por encima del deshielo— en el aumento del nivel del mar, con los casos de Groenlandia y la Antártida en el foco, y la amenaza que este supone para extensas poblaciones costeras y la biodiversidad; el proceso de subducción de las placas tectónicas en la absorción de sedimentos de carbonato oceánico y la inquietante relevancia, para nuestra supervivencia, que tiene la fractura del ciclo de carbono provocada por la actividad industrial extractiva de combustibles fósiles y emisora de gases provenientes de su quema, con el consecuente incremento de la temperatura que podría extenderse por varios milenios, incluso si se frenara esa actividad de manera inmediata. Al mismo tiempo Krauss expone abundantes modelos y visualizaciones de estos que han servido y sirven para el desarrollo de la ciencia climática en su estudio de la emergencia que vivimos, tanto a nivel global como local.
Los impactantes datos que además se deslizan a lo largo del libro de Krauss, a la luz de esos conocimientos científicos, no podrían ser más preocupantes. Revisemos solo unos pocos.
- El carbono en la atmósfera previa a la época industrial era de 600.000 millones de toneladas, a las que hemos añadido en este tiempo otras 500.000 millones de toneladas, que con el ritmo actual de emisiones deberían subir hasta los 2,2 billones de toneladas hacia el año 2100. Con unas 10.000 millones de toneladas de carbono o más de 36.000 millones de toneladas de CO2 emitidas al año, la actividad industrial ha emitido 400 Gt de carbono a la atmósfera en los últimos 60 años, lo que equivale a dos tercios de las emisiones de CO2 en el último millón de años. Esto ha llevado a las 417 ppm (partes por millón) de CO2 actuales en la atmósfera, sin precedentes en la historia humana —en 1958 era de 315 ppm y en la época preindustrial de alrededor de 270 ppm, habiéndose mantenido por debajo de los 300 ppm durante 800.000 años, excepto por una subida a 300 ppm hace 350.000 años—. A esto cabe agregar la estimación de que “durante los próximos 150 años la humanidad emitirá entre 1.000 y 4.000 Gt más de carbono a la atmósfera o, lo que es lo mismo, hasta siete veces la cantidad de CO2 que había en la atmósfera antes del surgimiento de la civilización moderna”.
- Con la temperatura planetaria habiendo aumentado alrededor de 1,1ºC desde el arranque de la época industrial, si el objetivo consensuado por el Acuerdo de París es de frenar este incremento en 1,5ºC, al ritmo creciente de emisiones actuales —y ya que el efecto invernadero de estas es acumulativo y continuaría independientemente de su detención—, se prevé que ya hemos alcanzado el 90% de las emisiones necesarias para llegar a la temperatura fijada como objetivo, por lo que en una década se habría rebasado ese límite. Así, si en 2011 la reducción anual de emisiones necesaria para alcanzar los 1,5ºC se estimaba en 3,7%, hoy se hace en 9%. Por ello, “cada año que pasa sin intentar limitar el aumento de la temperatura por efecto invernadero a un cierto valor, lograr el objetivo se vuelve más difícil y más costoso”.
- El incremento de la temperatura media de los océanos, de 0,075ºC en 2019 en relación con el periodo 1981-2010, “equivale al calor adicional que se habría producido mediante la explosión en el mar de 3.600 millones de bombas atómicas como la de Hiroshima”; es decir, “unas cinco bombas de Hiroshima cada segunda, día y noche, 365 días al año, durante los últimos veinticinco años”. Esto, con la consecuente dilatación térmica del agua, ha llevado a un crecimiento medio del nivel del mar de 3,3 mm al año entre 1992 y 2015. Por ello, se prevé un aumento inevitable de unos 25 cm solo con las emisiones acumuladas, y de un metro o más si las emisiones durante este siglo continúan al ritmo actual, lo que llevaría a la desaparición de amplias zonas costeras en el Sudeste asiático, Europa, Oriente Próximo, África Oriental y diferentes regiones a lo largo del continente americano.
- Este aumento del nivel del mar, unido a los cambios de las corrientes oceánicas (por la disparidad de variabilidad en la temperatura de diferentes regiones, la mezcla térmica profunda y el aumento de agua dulce) conllevará —como ya lo hace— a un creciente cambio en los patrones de las precipitaciones a nivel mundial, con un calentamiento a largo plazo del hemisferio sur y un enfriamiento del norte, debido a la asimetría en la distribución de tierra y agua en cada hemisferio. Esta alteración de las precipitaciones, con toda probabilidad, desencadenará, entre otras cosas, sequías e inundaciones de dimensiones y carácter impredecible, con efectos catastróficos para las poblaciones y la biodiversidad de cada región.
- En tierra, los ciclos de realimentación pueden llevar a puntos de no retorno, con plagas, descomposición floral e incendios que acabarían por convertir a los bosques en fuentes de carbono, en lugar de en sumideros de este. La deforestación de la Amazonía, que alcanza el 17% a día de hoy, afecta severamente a la humedad de la selva. En un punto incierto pero próximo de su tala, podría frenar el aumento de esta humedad y precipitar la transformación del principal pulmón del planeta en una extensa sabana, lo que “liberaría a la atmósfera enormes cantidades de CO2, hasta ahora almacenado en los árboles y la vegetación amazónica”. Un estudio prevé que ese punto de no retorno llegaría con una deforestación de entre un 20% y un 25% de la selva, lo que al ritmo actual se alcanzaría hacia la mita de este siglo. Sin embargo, la combinación de la tala, los incendios y el calentamiento global podría acelerar el proceso para que se llegue antes de acabar esta década a ese punto.
Se puede decir que todo esto, con la prudencia que el rigor científico exige, se conoce. Y se conoce bien, como se muestra en El calentamiento global del historiador de la ciencia Spencer Weart (publicado por Laetoli, con traducción de José Luis Gil Aristu), gracias a un desarrollo lento y paciente de conocimiento acumulado, de hipótesis erróneas (hasta hace no tanto se especulaba con un enfriamiento global) que estimularon el debate científico, y de intereses disciplinarios (por el estudio de las glaciaciones) y coyunturas históricas (la Guerra Fría) que han empujado al conocimiento hasta la certeza actual con que se estudia el cambio climático de origen antropogénico. Y es que, como ha manifestado el propio Krauss, “el cambio climático no es un asunto teórico”, sino que, “como el resto de la ciencia, (…) está basado en datos”.
Las propias multinacionales petroleras que han dado forma a esta catástrofe eran conocedoras de las advertencias sobre el cambio climático que la quema de combustibles fósiles provocaba ya en la década de los 70
Es más, de acuerdo al trabajo realizado por diversas investigaciones, las propias multinacionales petroleras que han dado forma a esta catástrofe eran conocedoras de las advertencias sobre el cambio climático que la quema de combustibles fósiles provocaba ya en la década de los 70, y muy probablemente incluso antes. Las misma compañías, sin embargo, prefirieron invertir en grupos de presión, a través de institutos y estudios generosamente financiados para ese fin. Esto les ha permitido por tanto tiempo mantener su lucrativa fantasía del rey desnudo, a costa del planeta, contra la creciente crudeza que la realidad dejaba entrever, como han expuesto de manera pormenorizada los historiadores de la ciencia Naomi Oreskes y Erik M. Conway en Mercaderes de la duda (publicado por Capitán Swing, con traducción de José Manuel Álvarez-Flórez).
Resulta evidente, llegados a este punto, que más allá de las responsabilidades y las trampas corporativas, ni las cargas ni las consecuencias de estas pueden ser compartidas a partes iguales por todas las personas o por todos los países del planeta. Aquí los datos compilados también son tozudos: Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón y Australia han contribuido al 61% del total histórico de acumulación de emisiones de CO2, por el 13% de China e India juntos y el 7% de Rusia, mientras el resto del mundo representa apenas el 15% y el transporte marítimo y aéreo el 4% —una atrofia que sería aún mayor si las emisiones se calcularan de acuerdo al consumo y no solo a la producción—. Un informe reciente de Oxfam calcula que el 1% más rico del planeta ha sido responsable de emitir tanto CO2 como las 3.100 millones de personas más pobres entre 1990 y 2015, lo que representa el 15% de las emisiones; una parte significativa del 52% que han emitido el 10% más rico, mientras la mitad de la población más pobre apenas han contribuido con un 7% del total.
Otro informe publicado hace apenas unas semanas por la misma organización, señala que “en 2030 la huella de carbono del 1% más rico del planeta será 30 veces superior a la compatible con el objetivo recogido en el Acuerdo de París de limitar el calentamiento global a 1,5°C”, por lo que, mientras “las emisiones del 1% y 10% más ricos serán 30 y 9 veces superiores a los niveles requeridos” respectivamente y “una persona del 1% más rico debería reducir sus actuales emisiones en torno a un 97 %” para alcanzar el objetivo trazado, “la mitad más pobre de la población mundial seguirá produciendo emisiones muy por debajo de los niveles requeridos para no superar 1,5°C”. Y es que, como ha indicado el activista medioambiental Ian Angus, “si los 3.000 millones de personas más pobres del planeta desaparecieran de algún modo mañana, no se reduciría prácticamente en nada la destrucción medioambiental en curso”.
Lamentablemente, El cambio climático de Krauss apenas aborda la dimensión social y política de esta realidad científica que tan bien diagnostica, y cuando lo hace, como en sus breves menciones a la geoingeniaría, parece deslizar algo de ingenuidad tecnoptimista (por otro lado, ciertamente común a mucha otra literatura científica que, a pesar de su rigor, a menudo procura mantenerse ambigua y distante en relación a los debates ecosociales más urgentes). Sin embargo, a pesar de sus pocas referencias a las cuestiones políticas y sociales, Krauss sí señala que las regiones que están sufriendo con mayor severidad los efectos de la crisis climática se concentran en las zonas ecuatoriales y tropicales, donde se encuentran los países que “menos han contribuido a la causa de este calentamiento” y con “menor capacidad para mitigar los efectos del calentamiento global”. Las trágicas consecuencias que ya estamos viviendo, se acelerarán con efectos probablemente aún más catastróficos e impredecibles, como será el caso, por ejemplo, de los refugiados climáticos, materia en la que Occidente tiene una responsabilidad insoslayable.
Como ha indicado el activista medioambiental Ian Angus, “si los 3.000 millones de personas más pobres del planeta desaparecieran de algún modo mañana, no se reduciría prácticamente en nada la destrucción medioambiental en curso”
Como ha señalado el antropólogo social Miguel Pajares en su exhaustivo estudio sobre las causas de este problema y su proyección, Refugiados climáticos: Un gran reto del siglo XXI (publicado por Rayo Verde), “si dejamos que el calentamiento global mantenga la tendencia actual, hacia el 2060 es muy probable que haya decenas de millones de personas que hayan emigrado o estén tratando de hacerlo a causa de los impactos climáticos”. Pero con casi total seguridad estas migraciones no seguirán el patrón de los desplazamientos internos, como hasta ahora, hacia ciudades costeras, sino que buscarán alcanzar aquellos países y regiones con una mayor “estabilidad” climática y social. O en otras palabras: los países y regiones del Norte Global que paradójicamente, con sus insaciable niveles de emisiones y de despojo en el Sur Global, se sitúan como principales causantes de esta misma situación. Esta tragedia latente, sobre la que Krauss muestra su preocupación (“muchas de esas personas, (…) viven en países pobres que no pueden adaptarse con facilidad a los desafíos y ellos no son responsables del problema”), lleva al autor a concluir, de una manera abstracta —en base a la capacidad de autoconciencia de nuestra especie y el pensamiento racional—, que podemos y debemos “planificar y elaborar estrategias para el futuro”. Pero hasta ahí llega toda su “propuesta” e “intervención” política.
Por suerte, no son pocos los científicos que han advertido sobre los límites del conocimiento científico a la hora de elaborar “soluciones” a problemas que son fundamentalmente de organización social; y el del cambio climático no es solo uno de ellos, sino seguramente el más urgente de todos. En nuestro país, el físico y matemático Antonio Turiel no ha parado de avisar, tanto en su libro Petrocalipsis (publicado por Alfabeto) como en intervenciones públicas o en su propio blog, del problema que subyace a la confianza ciega, como acto de fe, en la ciencia y los científicos en nuestra sociedad. A la vista de que la posición de estos en el imaginario social —ganada en parte gracias a la certeza de muchos de sus diagnósticos— ha crecido como si de guardianes de la verdad se tratara, las exigencias sobre la ciencia podrían transformarse para que sus representantes en la Tierra den solución a problemas y conflictos eminentemente sociales. Pero a pesar de estas visiones, tan propias de tiempos neoliberales de prevalencia del conocimiento funcional, el papel de los científicos está principalmente en rastrear y debatir algunas de las causas de esos problemas, como nos recuerda Turiel, y las verdaderas soluciones tendrán que venir del conjunto de la sociedad (de la que la ciencia es parte), de su organización y sus acciones. Actos de fe de este tipo, que cada día se emiten desde las más diversas tribunas, tan solo sirven para banalizar a la propia ciencia y su método, lo cual conduce a la temeraria vía de la confianza en expertos y tecnócratas, en manos de los cuales se pone el destino de todos y todas, con el consecuente debilitamiento de los instrumentos de una deliberación democrática popular, como señalara Clive Hamilton en referencia precisamente a los riesgos, no solo técnicos, sino también ético-políticos de la geoingeniería.
“No es conocimiento lo que nos falta”, decíamos al principio. Como escribe el periodista y activista Juan Bordera, el éxito de No mires arriba nos demuestra “que estamos saturados de datos y seguimos amando un buen relato”
Por todos estos motivos, como ha destacado recientemente un grupo de investigadoras de varias universidades de humanidades alemanas, en lo relativo a la crisis climática “no es suficiente con tener razón”. El conocimiento científico no camina solo, y en el marco de un problema socio-político como es el de la crisis climática, se precisa primero de organización social y después de acción política colectiva para que pueda ser combatido. En otras palabras, es alrededor del conocimiento que la organización debe surgir para dar paso a la acción. Es necesario, por tanto, activar los lazos subyacentes entre los movimientos de acción climática y las necesidades e intereses diversos de aquellos que sufren con mayor severidad la crisis en que vivimos instalados. Reparar el intercambio ecológico desigual entre el Norte Global y el Sur Global, así como entre las clases poderosas y las explotadas y marginadas del mundo, debe ser parte inherente a toda lucha por la justicia climática con que abordar la titánica transformación ecosocial que el planeta nos exige asumir. Se trata de que las soluciones políticas se debatan, con imaginación radical y objetivos genuinamente sostenibles, en base al reconocimiento del vínculo histórico y creciente entre las emisiones contaminantes de los más ricos y el sometimiento de los más pobres.
El libro de Krauss ofrece una soberbia panorámica, desde el conocimiento científico, de una situación crítica que excede al campo de la física, aunque las herramientas de esta nos puedan servir para dar cuenta de las dimensiones del problema. “No es conocimiento lo que nos falta”, decíamos al principio. Como escribe el periodista y activista Juan Bordera, el éxito de No mires arriba nos demuestra “que estamos saturados de datos y seguimos amando un buen relato”, pero necesitamos más de estos últimos para “entender el tamaño de la encrucijada en la cual nos encontramos”. Para frenar ese cometa que, desde una atmósfera saturada de CO2, sabemos que ya está cayendo sobre nuestras cabezas, nos corresponde aquí abajo organizarnos y actuar, antes de que sea demasiado tarde.