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Sidecar
Escenificaciones de los flujos migratorios
Ningún tema divide más a la opinión pública occidental que los flujos migratorios. O eso parece a juzgar por las campañas electorales, libradas a golpe de migrantes sí, migrantes no, de propuestas de instalar caballos de Frisia en las fronteras o de optar por políticas de puertas abiertas de par en par, de defender el rechazo frente a acogida de migrantes. Y esta música tampoco va a cambiar en las consultas marcadas por el calendario electoral de este año, de las elecciones generales de Portugal, que se celebrarán en marzo, pasando por las elecciones europeas de junio, hasta llegar a las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos. (El tema está mucho menos presente en las elecciones generales que se celebrarán también durante los próximos meses en la India, en Indonesia y en Pakistán, así como en las elecciones presidenciales rusas).
Pero, ¿constituyen realmente los flujos migratorios una línea dirimente? ¿O estamos asistiendo a un teatro de la división representado en beneficio de las diversas opiniones públicas? La duda asalta indefectiblemente a cualquier observador dotado de sentido común, que no puede dejar de sorprenderse por el manierismo de los improperios contra la inmigración trufados con la improbable retórica de la sustitución étnica, el retrato tremendista de los «extranjeros criminales» (el tema clásico de «vienen a violar a nuestras mujeres»), las proclamas de guerra contra los traficantes de migrantes y las imprecaciones contra el robo no sólo de puestos de trabajo, sino de viviendas y de camas de hospital, al igual que este observador ecuánime tampoco puede dejar de mostrar sus sorpresa, si mira a la otra cara de la moneda, esto es, al insoportable buenismo, que presenta a los inmigrantes como la panacea de todos nuestros males, del declive demográfico al déficit del sistema de pensiones, pasando por las deficiencias del sistema de bienestar (en particular del cuidado de las personas mayores y de la infancia), sin olvidar el persistente ritornelo sobre el enriquecimiento cultural y el consabido panegírico de la diversidad multicultural.
Sobre todo, no podemos dejar de advertir la incongruencia política de esta supuesta línea dirimente que se nos ofrece en tal espectáculo, porque si es cierto que la derecha está más cerca de la patronal y la izquierda de los trabajadores y de los sindicatos, entonces la derecha debería estar a favor de la inmigración y la izquierda en contra. La patronal siempre ha deseado la existencia de un flujo creciente de mano de obra para reponer el mítico «ejército industrial de reserva», presionar a los sindicatos y abaratar el coste de trabajo.
No se trata de teoría, sino de la práctica: el ejemplo más clásico fue la «gran migración» de la población afroamericana desde el sur al norte de Estados Unidos, provocada por el cese del flujo de inmigrantes europeos debido a la Primera Guerra Mundial, justo cuando las industrias estadounidenses trabajaban a pleno ritmo para abastecer de armas a los aliados transatlánticos. Ante esta situación los sindicatos más combativos, como los wobblies (Industrial Workers of the World), plantearon importantes reivindicaciones: los afroamericanos contratados en las fábricas del Norte fueron inmediatamente acusados por los trabajadores caucásicos de ser «rompehuelgas», tachados de «scar race» [raza marcada], fortaleciendo así el racismo de la AFL-CIO, que durante muchas décadas había permitido que diversos sindicatos pertenecientes a la confederación impidieron el acceso a sus filas de los afroamericanos. Por la misma razón, la izquierda debería estar en contra de la inmigración.
Ya en 1891, la hija de Karl Marx, Eleanor, escribía en una carta al líder sindical estadounidense Samuel Gompers: «La cuestión más inmediata [es] impedir la introducción de mano de obra desleal procedente de un país en otro, es decir, que trabajadores desconocedores de las condiciones de la lucha de clases en un país determinado, sean importados por los capitalistas a este mismo país con el fin de rebajar los salarios o de alargar la jornada laboral, o bien hacer ambas cosas a la vez» (Citado en Marco d’Eramo, Il maiale e il grattacielo. Chicago, una storia del nostro futuro [1995], Milán, 2020).
Las cifras dicen que en Europa y Estados Unidos no llegan menos inmigrantes con gobiernos de derecha que con gobiernos de izquierda (o de centro-izquierda)
Entonces, ¿cómo es que sucede lo contrario? En primer lugar, porque cada coalición de derecha o de izquierda representa intereses a menudo contrapuestos. La mujer del trabajador cuyo puesto de trabajo peligra por culpa de los migrantes está realmente contenta porque dispone de una trabajadora filipina, quizá ilegal, que cuida de su madre anciana o de sus hijos, porque ello le permite desempeñar un trabajo, que mantiene a flote el presupuesto familiar. Por el contrario, el pequeño empresario de la economía sumergida debe sus márgenes de beneficio a la mano de obra irregular, que le ahorra impuestos, cotizaciones a la seguridad social y el pago de salarios más elevados. Este pequeño empresario tiene todo el interés en bloquear el flujo legal de inmigrantes, porque ello le obligaría a cumplir la legalidad vigente (observamos en este caso que beneficiarse de la migración legal no coincide con beneficiarse de la migración ilegal).
Constamos a continuación la contradicción existente entre los respectivos intereses económicos de las distintas bases electorales y su ideología. Como escribe el sociólogo holandés Hein de Haas en su estimulante, aunque ligeramente prolijo, libro recientemente publicado How Migration Really Works: A Factful Guide to the Most Divisive Issue in Politics: «Los partidos de izquierda tienen que conciliar los intereses contrapuestos de los sindicatos, tradicionalmente partidarios de políticas restrictivas en materia de migración, y de las asociaciones pro derechos humanos, que abogan por políticas más abiertas. Los partidos de derecha están divididos entre los grupos de presión empresariales, que presionan a favor de la inmigración, y los conservadores culturales, que piden restricciones migratorias». En la izquierda los intereses se oponen a la ideología igualitaria, en la derecha chocan con la ideología identitaria.
Los flujos migratorios, pues, en lugar de dividir a la derecha de la izquierda dividen internamente a ambas: «Esto puede crear “extraños compañeros de cama” en las coaliciones antiinmigración y en las coaliciones de los partidarios entusiastas de las migraciones y así, por ejemplo, asistimos a la convergencia de sindicatos y conservadores culturales, dado que ambos defienden las restricciones impuestas a la inmigración, o a la convergencia de asociaciones pro derechos humanos y grupos de presión empresariales, que abogan por políticas migratorias más abiertas» (ibid.). Ejemplos llamativos de ello fueron los «Demócratas de Reagan (y de Trump)» en Estados Unidos, los trabajadores de las banlieues rouges parisinas, adeptos ahora al Frente Nacional de Le Pen, y los barrios obreros de Lombardía conversos ahora al leghismo de la Lega Nord de Salvini.
Así pues, cuando llegan al poder, la única forma que tienen las formaciones políticas tanto de izquierda como de derecha de resolver esta maraña de contradicciones es mantener un discurso que no coincida con las prácticas, es decir, adoptar prácticas que sean indiferentes a sus respectivas proclamaciones públicas. Y así sucede. Las cifras dicen que en Europa y Estados Unidos no llegan menos inmigrantes con gobiernos de derecha que con gobiernos de izquierda (o de centro-izquierda), sin que ello signifique, sin embargo, que los segundos sean más acogedores o más «blandos» con los inmigrantes que los primeros. Recordemos que el demócrata Barack Obama fue tildado de «deportador en jefe», apelativo merecido, dado que deportó sistemáticamente a más inmigrantes que su sucesor republicano Donald Trump. Y no acaba aquí la cosa, porque el demócrata Bill Clinton deportó dos veces el número de inmigrantes que luego deportaría George Bush Jr, su sucesor republicano. «Los niveles más elevados de migración a Estados Unidos se alcanzaron durante la presidencia de Trump. Y la inmigración a Gran Bretaña tras el Brexit alcanzó un récord durante el mandato de Johnson, registrando una migración neta de 500.000 personas entre junio de 2021 y junio de 2022» (de Haas, p. 254).
En realidad, sea cual fuere la coalición en el gobierno, siempre es el mercado laboral, determinado a su vez por la legislación vigente, el ciclo económico y la situación geopolítica, el que determina las políticas migratorias. Así lo demuestran las tendencias a largo plazo: a la fase estrictamente proteccionista registrada entre las dos guerras mundiales (por consiguiente, de máximo cierre a la inmigración) siguió una era de máxima liberalización durante la totalidad de la Guerra Fría, que fue seguida por una fase de medidas más restrictivas, que desaceleraron la apertura pero no invirtieron la tendencia. La intensificación de los controles de entrada, a menudo draconianos, ha ido acompañada de la concesión de más visados por razones de trabajo, reagrupación familiar, etcétera. De modo que durante los últimos años la consecuencia realmente contraintuitiva ha sido que las políticas han sido menos restrictivas de lo que parecían.
A partir de una determinada etapa de desarrollo aumenta la inmigración hasta que la relación se invierte y, a partir de cierto nivel, el país de migrantes se convierte en tierra de acogida
Esta conclusión viene a refutar uno de los veintiún mitos que de Haas se dedica a desmontar en su libro, alegando datos copiosos y a menudo inesperados, aunque algunas páginas sean contradictorias. Uno de los mitos más persistentes entre los biempensantes es que la emigración está generada por la pobreza y que, por lo tanto, para reducir los flujos migratorios es necesario (e indispensable) acelerar el progreso económico de los países de los que procede el éxodo humano. Ahora bien, como todos los especialistas saben, el desarrollo de un país conduce, al menos durante una fase, al crecimiento de la emigración, no a su reducción. Las estadísticas reflejan esta conclusión: los países que generan más emigrantes —Turquía, India, Marruecos y Filipinas— se encuentran en la franja de renta media, no en la más baja.
La razón es que la migración debe examinarse en función de dos factores, esto es, la capacidad de migrar y la aspiración a migrar. En efecto, migrar «requiere recursos considerables, sobre todo cuando las personas se desplazan largas distancias y quieren cruzar fronteras internacionales. Estas personas deben hallarse en condiciones de pagar los billetes de viaje, los visados, la comida y el alojamiento, así como también los honorarios a los reclutadores e intermediarios. Y como migrar, establecerse en el lugar de destino y encontrar trabajo son procesos que suelen llevar tiempo, las familias de los países de origen deben también estar en condiciones de privarse de los ingresos del trabajo obtenidos por las familias migrantes durante meses o incluso durante más tiempo» (p. 85). Además, el desarrollo económico de un país transforma la cultura de sus habitantes, sobre todo de sus jóvenes, que escuchan la radio, ven la televisión, navegan por internet, chatean con teléfonos inteligentes, se relacionan con visitantes y turistas extranjeros y empiezan así a alimentar aspiraciones diferentes, al principio queriendo escapar del medio rural e ir a la ciudad, para después desear vivir en el extranjero. O dicho con mayor exactitud, cuando un país crece, el nivel de estudiantes titulados crece más deprisa que el número de empleos adecuados para esas titulaciones, lo cual crea una oferta de mano de obra cualificada que no puede ser satisfecha por la demanda interna y que, por lo tanto, se dirige al extranjero.
Durante todo un periodo, pues, el crecimiento económico propicia la emigración, pero a partir de una determinada etapa de desarrollo también aumenta la inmigración hasta que la relación se invierte y, a partir de cierto nivel, el país de migrantes se convierte en tierra de acogida (sin dejar de producir emigración): esto es lo que les ha ocurrido a Italia y a España. Pero también les ocurre a los países más ricos: en 2020, mientras 9,5 millones de personas nacidas en el extranjero vivían en Gran Bretaña, a su vez 4,7 millones de británicos vivían fuera de sus fronteras. Lo mismo les ocurría a los 3,9 millones de alemanes nacidos en Alemania pero residentes fuera de sus fronteras, mientras que a su vez 10,3 millones de ciudadanos nacidos en el extranjero residían en Alemania. E idéntica situación se registraba en Italia, donde 3,3 millones de italianos residían en el exterior y 6,3 millones de personas nacidas en el extranjero vivían en Italia.
Otro de los mitos desmontado por de Haas es que el endurecimiento de los controles fronterizos reduce el flujo de inmigrantes. Quienes levantan muros o interceptan balsas y pateras en el mar olvidan el efecto bumerán de estas medidas, a saber, que las mismas interrumpen cualquier posible circularidad de la migración: los migrantes estacionales que regresarían a su país, se instalan en cambio en el país de acogida, porque saben que una vez que se vayan, es muy probable que sean rechazados cuando intenten volver. A su vez, esta radicación produce más reagrupaciones familiares razón por la cual las medidas restrictivas (el «big, fat, beautiful wall» del que hablaba Trump) siempre han resultado ineficaces: en Estados Unidos la población migrante nacida en América Latina y el Caribe pasó de 3,1 millones en 1970 a 25,4 millones en 2017. Durante el mismo periodo en Europa occidental el número de migrantes no europeos se multiplicó por cinco, pasando de 5,5 millones a 26,4 millones.
Uno sospecha que este sombrío despliegue de alambre de espino, concertinas y perros ladrando en busca de inmigrantes ilegales es solo un puro juego de espejos. La sospecha está justificada y de Haas lo demuestra, observando que si los gobiernos «proteccionistas» quisieran realmente reprimir la inmigración irregular, deberían dedicarse a inspeccionar los lugares donde trabajan estos inmigrantes irregulares. En lugar de controlar las fronteras, deberían expulsar a los que ya las han cruzado (por ejemplo, los 11 millones de inmigrantes ilegales residentes en Estados Unidos). En otras palabras, deberían perseguir a los empleadores de estos indocumentados. Pero no es así: aparte del curioso hecho de que en Estados Unidos los migrantes ilegales pagan impuestos pero no tienen permiso de residencia, la Custom and Border Protection cuenta con sesenta mil agentes, frente a los diez mil de la Homeland Security Investigation, de los que sólo una reducida fracción se dedica a efectuar inspecciones en los centros de trabajo. Así, las incoaciones de expedientes a empresarios por emplear mano de obra ilegal nunca han pasado de las quince o veinte anuales (salvo en el primer año de Obama, que fueron veinticinco) y de estos expedientes sólo muy pocos acaban en sanción, menos de cinco al año. Y para los condenados, la sanción media oscilaba entre los 583 y los 4.667 dólares. Incluso entre los trabajadores y trabajadoras extranjeros, las posibilidades de ser atrapados, aunque eran más altas, seguían siendo muy bajas y ello incluso durante los años de la tan cacareada «mano dura» de Trump: entre 117 y 779 individuos de entre 11 millones de trabajadores y trabajadoras indocumentados: menos de una probabilidad entre 14.000 en el peor de los casos y una entre 92.000 en el mejor.
Esta total inactividad e impotencia demostrada contra los trabajadores y trabajadoras ilegales, comparada con la postura beligerante y despiadada mostrada en los controles fronterizos, indica de modo prístino la absoluta hipocresía de las draconianas políticas impuesta sobre los flujos migratorios. El hecho es que «la inmigración favorece sobre todo a los ricos, no a los trabajadores» (de Haas, p. 226). Al contrario, la inmigración suele perjudicar al 10 por 100 de quienes menos ganan, lo cual explica también por qué los inmigrantes recientes son uno de los grupos sociales que más se opone a la llegada de nuevos inmigrantes.
Se podrían traer a colación innumerables otros ejemplos para poner en evidencia el autoengaño circular de los llamados soberanistas. Por ejemplo, la tesis de la sustitución étnica suele ir acompañada de la exhortación a las mujeres nativas a procrear más, a ser «madres de cría», como ocurría en Italia bajo el régimen del Duce. Pero estos soberanistas olvidan que las mujeres también engendran menos hijos, porque se ha desmantelado el Estado del bienestar (menos guarderías, menos permisos parentales) y, por lo tanto, tienen que elegir entre engendrar hijos o trabajar, pero trabajar es una obligación, porque el salario de su pareja también se ha reducido por debajo del nivel de reproducción de la fuerza de trabajo, lo cual crea la necesidad de contar con nuevas migraciones, hecho que se estrella en la cara del nacionalismo proteccionista.
Un aspecto que a menudo se pasa por alto y que de Haas pone en evidencia es que la retórica de los controles fronterizos tiene un doble efecto positivo para los grupos de presión, que se benefician de la migración: por un lado, deja intacto, como hemos visto, el flujo migratorio indispensable para un mercado laboral cada vez más deficitario (tanto cualificado como no cualificado: contrariamente a la vulgata, son precisamente los trabajadores poco cualificados los que más necesitan las economías avanzadas, procedentes de la agricultura, la construcción, la hostelería, el cuidado de ancianos y niños); por otro, la industria de la vigilancia obtiene enormes pedidos y pingües beneficios. De acuerdo con la información divulgada por un consorcio de periodistas, entre 2000 y 2014 se destinaron 2,3 millardos de euros del dinero de los contribuyentes al control de fronteras, mientras que las deportaciones costaron 11 millardos de euros. Entre 2012 y 2022 el presupuesto de Frontex aumentó de 85 a 754 millones de euros. Para el periodo 2021-2027, el presupuesto europeo destinado a «migración y gestión de fronteras» asciende a 22,7 millardos de euros frente a los 13 destinados durante el periodo 2014-2020. En Estados Unidos la tendencia es aún más pronunciada: en 2018 el presupuesto destinado al border enforcement, esto es, al cumplimiento de la normativa relativa a las fronteras, fue de 24 millardos de dólares, lo cual representa algo más del 31 por 100 de la suma de los presupuestos conjuntos de todas las demás agencias federales encargadas de velar por el cumplimiento de la ley en Estados Unidos (FBI, Drug Enforcement Administration, Secret Service, US Marshall Service y Bureau of Alcohol, Tobacco Firearms and Explosives), triplicando a su vez el presupuesto del FBI, que asciende a 8,3 millardos de dólares (de Haas, p. 307). Esta bonanza llueve sobre las grandes industrias armamentísticas y de tecnología de vigilancia (en Europa, Airbus, Thales, Finmeccanica y Bae Systems, Saab, Indra, Siemens y Diehl).
Pensamiento
William I. Robinson “Hay un desfase entre unas masas sedientas de cambio radical y un proyecto izquierdista transnacional viable”
Nos topamos a continuación con la industria auxiliar creada por las dificultades de entrada a las economías avanzadas que encuentran los inmigrantes, que les obliga a recurrir a intermediarios, esto es, a figuras que sepan interpretar (y sortear) la farragosa (y a menudo contradictoria) legislación nacional y, en el caso de Europa, supranacional, un sector que alimenta a las enormes multinacionales de la «suministración» (maravilloso término técnico, que implica el complemento del nombre «de trabajadores»), cuya jerarquía coloca en cabeza a la empresa holandesa Randstat (24,6 millardos de euros de facturación), cuya sede se halla en Diemen, seguida por la franco-suiza Adecco (20, 9 millardos de euros de facturación), cuya sede se halla en Zúrich, y por la estadounidense Manpower (20,7 millardos de dólares de facturación), cuya sede se halla en Winsconsin: estas tres multinacionales pueden «suministrar» más de 1,6 millones de trabajadores en todo el mundo (que se elevan a los 4,3 millones con la reciente expansión de Adecco en China) y ocupan una posición central en la importación-exportación de mano de obra.
Siempre deja un sabor de boca amargo la sensación de que nos toman el pelo, más aún cuando ello sucede en torno a temas que despiertan pasiones tan viscerales, cuya intensidad parece incidir escasamente sobre las tendencias subyacentes que provocan estos flujos migratorios, cuyo impacto en nuestras sociedades nos hace comportarnos como bestias.