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Soluciones bonapartistas
Hay razones de peso para afirmar que El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852) sigue ofreciendo la clave para comprender la política francesa contemporánea, porque en este texto Marx discernió que el secreto del poder burgués en Francia residía en la división existente entre las fuerzas populares urbanas y rurales; su miedo y su aversión recíprocos beneficiaban a una clase dominante altamente concentrada, que reivindicaba una misión civilizadora universal al tiempo que establecía un Estado del bienestar impresionantemente pródigo, que atendía sobre todo a quienes menos lo necesitaban. Este modelo se originó en el Directorio, se desarrolló bajo el primer Bonaparte y llegó a su plenitud en 1848.
Como señalan Julia Cagé y Thomas Piketty en Une histoire du conflit politique. Eléctions et inégalités sociales en France, 1789-2022 (2023), un libro que a veces parece una reedición del clásico de Marx fortalecido con una cantidad enorme de datos cuantitativos, la estructura bonapartista solo fue realmente desafiada a principios del siglo XX por una clase obrera militante dirigida por un Partido Comunista, que forzó al sistema político a la alternancia izquierda/derecha. Sin embargo, desde principios de la década de 1990, el bonapartismo ha resurgido con más fuerza que antes. En Macron asume una forma clásica. La derecha del Rassemblement National y la izquierda de La France Insoumise (los «extremos», en la jerga de la prensa de calidad) se equilibran recíprocamente, mientras que el centro radical —el bloque burgués anatomizado por Serge Halimi— es libre de perseguir sus propios intereses, al tiempo que reivindica la protección de la dignidad de la nación, de la humanidad en general y, ahora, de la propia ecosfera. Una fórmula política extraordinaria, como diría Mosca.
La burguesía estadounidense está condenada a trabajar dentro de los confines de un sistema de partidos que ya se ha convertido en una reliquia disfuncional
Este cuadro plantea una cuestión importante. ¿Por qué la clase capitalista estadounidense, sin duda la más poderosa de la historia, no puede reproducirla? La paradoja en este caso es que esta clase se ha visto impedida por una estructura de partidos, que le ha servido bien durante muchas décadas. Históricamente, el sistema bipartidista estadounidense dividió a la clase trabajadora entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano, al hilo de los bloques verticales resultantes cimentados por una combinación de concesiones prometidas y de demagogia personalista. Una vez en el poder, sin embargo, ambos partidos solían abandonar sus programas electorales y virar hacia el centro. Pero lo que ha ocurrido en el período más reciente —un fenómeno relacionado con el auge de lo que yo llamo capitalismo político— son revueltas intrapartidistas tanto en la derecha como en la izquierda, las primeras significativamente más poderosas que las segundas. Esta turbulencia en el seno de ambos partidos refleja el problema más amplio de un sistema capitalista cada vez menos capaz de proporcionar ganancias materiales a la clase trabajadora.
Ello crea una situación peligrosa para los gobernantes en la que no pueden encontrar fácilmente un instrumento para restablecer el equilibrio. Así, ha aparecido una serie de curiosos síntomas políticos: quijotescos proyectos de terceros partidos sin ninguna posibilidad de éxito, antiguos operativos republicanos, que intentan reclutar conservadores de alto nivel para Biden, miembros recauchutados del gobierno de Bush que aparecen en MSNBC, canal de televisión en general orientado hacia el centro-izquierda y el Partido Demócrata, etcétera. Todos ellos son personas a las que les gustaría establecer una versión estadounidense del macronismo, pero no pueden. ¿Por qué? Porque en un sistema político en el que el duopolio obliga a elegir y en el que paradójicamente los partidos parecen que están experimentando un proceso de fortalecimiento (una de las extrañas formas en las que Estados Unidos se europeiza al igual que Europa se americaniza), es difícil reorganizar las lealtades de los votantes para permitir una solución bonapartista. Privada de esta opción, la burguesía estadounidense está condenada a trabajar dentro de los confines de un sistema de partidos que ya se ha convertido en una reliquia disfuncional.