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Carles Feixa: “La juventud como categoría social está muriendo de éxito”

La cultura juvenil está en crisis. La juventud se ha convertido en la etapa más duradera de la vida y en la base del precariado.
Carles Feixa.
Carles Feixa. David F. Sabadell
10 nov 2015 15:32

“Todo lo que él quería eran las mismas respuestas que el resto de nosotros: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuánto tiempo me queda?”. La voz en off de Harrison Ford en Blade Runner trata de explicar por qué el cazador de replicantes ha sido perdonado por el último replicante. Esa reflexión peliculera sirve de punto de partida para entrar en el trabajo de Carles Feixa, doctor en antropología social por la Universidad de Barcelona y autor de varios libros sobre la juventud, el último de ellos De la generación@ a la #generación. La juventud en la era digital. Para Feixa, “la gran contradicción de nuestra sociedad es que los jóvenes quieren ser adultos y no les dejan, y los adultos quieren ser jóvenes y no pueden”. Eso nos emparenta con los replicantes y los cazadores de replicantes de Blade Runner: los jóvenes son perseguidos por los adultos, que los aman y los temen. Conversamos con Feixa sobre esta relación esquizofrénica.

Un siglo después de que naciese este concepto, ¿qué significa ser joven?
Una de las citas que abre el libro es de un manifiesto surgido a partir del 15M que se centra en la crítica al concepto de juventud. Los jóvenes actuales se resisten o impugnan la noción de juventud como el mito de la imposibilidad de transitar al mundo adulto, como la permanencia en un estado de moratoria social, como se definió hace un siglo en los inicios de la psicología actual. Stanley Hall fue un psicólogo norteamericano que publicó hace un siglo un libro sobre la adolescencia en el que definía la juventud como una nueva etapa vital. Él lo veía como algo positivo en sus efectos aunque no en sus manifestaciones. Hall definía la juventud como una crisis de identidad. Otro Hall, Stuart Hall, que es un referente en estudios subculturales, en los 70 y 80, junto a otros compañeros de la escuela de Birmingham redefinió la noción de juventud como categoría cultural. Para Stanley Hall era una categoría biológica, para Stuart Hall, Tony Jefferson, etc., era una construcción cultural del capitalismo avanzado que respondía por una parte a unas necesidades del mercado de consumo y de las industrias culturales, y por otra a una autodefinición de los propios jóvenes. Por ello investigaron las llamadas subculturas, y contraculturas de los 60 y 70: hippies, rockers, mods, etc.

Mi libro es un intento de hacer una tercera fase de reflexión sobre la noción de juventud en la era de la red. De alguna manera, tras el nacimiento de la juventud a comienzos del siglo XX y su apogeo en los 60-70 se anuncia una muerte de esta categoría social. Se trata de una muerte de éxito. La juventud como categoría, que empezó siendo una etapa transitoria relativamente corta, centrada en la educación y cuyo apogeo consistió en ser la reina del mercado, se eterniza en la era digital, la era de la información y la era de la precariedad laboral. Se eterniza hasta el punto de que se convierte en la etapa más duradera de la vida y, por tanto, pierde su sentido porque deja de ser un etapa transitoria y se convierte en algo intransitivo. Esto tiene aspectos positivos en cuanto a la flexibilidad cultural y en cuanto a la capacidad innovadora de los jóvenes, pero también aspectos dramáticos como su exclusión del mercado laboral y de la toma de decisiones políticas de grandes ámbitos de la sociedad.

¿Cómo delimitamos hoy día esta etapa vital?
Stanley Hall delimitaba esta fase de los 14 a los 21 o a los 26 años. Las encuestas del Injuve que se dan hoy llegan hasta los 34 e incluso a veces hasta los 39. Obviamente, ha aumentado mucho la esperanza de vida pero, además, el ciclo vital industrial está en profunda crisis. En parte por las transformaciones del sistema productivo, porque el sistema profesional ya no es para toda la vida sino que es un constante flujo. Esta vía lineal se convierte en una vía en bucle. La formación hoy ya dura toda la vida. No hay ninguna profesión, menos las intelectuales, en las que lo que has aprendido de joven te sirva toda la vida. Al mismo tiempo el ocio, o el descanso, que era el objetivo de los ancianos, ya es una característica central de la sociedad. Todos los grupos sociales necesitan un tiempo para divertirse, para consumir, para disfrutar del tiempo libre. En cambio, el trabajo, que se había convertido primero en un castigo del capitalismo, es ahora un privilegio de unos pocos. Si no se replantea profundamente hay una crisis social que no se puede sostener.

De momento, los jóvenes han sido las víctimas de esta primera reestructuración. La noción del “precariado” en cierta manera recupera la noción del lumpen-proletariado marxista del siglo XIX. Ésta se basaba en una división de clases que marcaba las diferencias sociales. En el siglo XXI, la clase no ha desaparecido pero la división central de acceso a los recursos, a los salarios y a los derechos sociales es la edad. La reforma que se está produciendo es en perjuicio de los jóvenes y en beneficio de unas élites que están saliendo de la crisis sin adaptarse a este reto. Creo que en el futuro esto no va a ser sostenible. No tiene sentido que los adultos trabajemos cada vez más horas y nos jubilemos más tarde mientras que hay una capa de jóvenes pre-parados, con mayor formación, más y mejor información y, sin embargo, con unas dificultades enormes de acceso al mercado laboral y, sobre todo, con una precariedad y una desigualdad salarial que en otras circunstancias serían el motor de una revolución. Esa revolución no se da –aunque se producen microrevoluciones– porque la gran diferencia es que las clases duraban para siempre; en cambio, se supone que los jóvenes algún día dejarán de ser jóvenes. Lo que es engañoso porque esta categoría temporal es cada vez más permanente. Para los jóvenes actuales cada vez es más difícil abandonar el estigma que supone la inestabilidad emocional, vital y laboral.

¿Por qué hablas de la transexualización de la nueva generación?
La crisis de la identidad juvenil, según Stanley Hall, era una doble crisis, la crisis de la masculinidad y la crisis de la feminidad. En los 60 y 70 hay una primera feminización de la cultura juvenil. Esto se produce, no sólo por una razón objetiva como es la píldora, que permite separar la reproducción de la sexualidad, sino también porque hay un camino paralelo entre el feminismo y los movimientos contraculturales. El cambio en las formas de vida aúna a ambos colectivos. Por otro lado, los estilos de vida que introducen las culturas juveniles, aunque en principio eran masculinistas (rockers, sobre todo), pasan a ser más equitativos e incluso andróginos, como por ejemplo el movimiento punk, donde lo femenino y lo masculino no desaparecen pero se metamorfosean. En la era digital, en teoría, es posible una superación de las divisiones de género que habían marcado este tránsito a la vida adulta, en parte porque el mercado laboral ya no depende de la fuerza física, por los cambios en la biomedicina, que permiten unos viajes de transexualización no sólo simbólica sino real, y finalmente porque hay una confusión de los géneros. Había unas etiquetas, unos ritos de paso, unas aperturas del armario, que dejaban claro a cada uno cuál era su recorrido. En la actualidad los jóvenes están en la incertidumbre, es la era de la no definición, y por tanto hay que inventar. De hecho en el mundo digital, las minorías sexuales son las más activas. Eso no significa que vayan a desaparecer los sexos ni tampoco que vaya a desparecer la masculinidad. De hecho puede haber un reflujo: en algunos sectores hay una recuperación de ciertas retóricas de la división sexual que pensábamos superadas pero que no lo están tanto.

Otro de los aspectos que definen a la juventud es el nomadismo: una ruptura sin precedentes de la noción de espacio y de pertenencia.
Hablo de ‘nomadismo’, un término de Michel Maffesoli, pero también de ‘translocalismo’, que utiliza la autora mexicana Rossana Regui­llo. No es sólo la movilidad geográfica y física de los jóvenes –por ejemplo la ‘generación erasmus’–, sino que es sobre todo una metáfora de la inestabilidad laboral, del flujo de roles profesionales y educativos y la inestabilidad emocional en la que se ven sumergidos. Si lo aplicamos a los movimientos sociales, supone una vuelta a lo más próximo. Pensa­mos que la era digital suponía la máxima distancia cuando en realidad el uso que hacen los jóvenes de las redes tecnológicas es muy personalizado, lo convierten en una parte de su cuerpo. Por eso cuando acampan en Plaza de Catalunya, Sol, o Tahrir hay una máxima cercanía, hasta el punto de que Madrid se convierte en una pequeña “micrópolis”. No en una metrópolis, sino en una pequeña ciudad en la que todo el mundo se conoce, como en las polis griegas. Pero con una conciencia de que esa micrópolis forma parte de la aldea global. Hay una conexión que para otras generaciones resulta más compleja entre lo local y lo global, y es una conexión que se produce a diario. Lo local y lo global se yuxtaponen y se hibridan en esa noción de ‘glocalismo’. Con todo lo bueno y lo malo que esto supone, porque en ocasiones el viaje a lo global es una escapatoria de los problemas de lo local y al mismo tiempo, como es imposible una revolución ‘glocal’ –todo cambio debe estar anclado en algún sitio– los efectos no son inmediatos. En ninguno de los países las protestas han tenido efectos inmediatos y en algunos países ha habido una vuelta atrás. Pero sí hay una oleada que va acompañando un cambio de ciclo en la percepción cultural que los jóvenes tienen de su participación en el mundo. Dices que una generación concluye cuando los acontecimientos históricos vacían de sentido al sistema previo. La conclusión del libro es que estamos en ese momento. Estamos en un cruce de caminos y, cuando te desorientas en el cruce de caminos, estás perdido. No está claro hacia dónde vamos. En un sentido geográfico creo que, no sólo España, sino todo el sur de Europa, está a caballo de las transformaciones que se están produciendo en el norte y el sur, transformaciones que la crisis no ha causado pero que ha hecho más visibles y lacerantes, como son los cambios en la noción de trabajo, esta desigualdad generacional en salarios y otras muchas cuestiones. Uso la imagen del replicante no tanto en relación con la tecnología sino para explicar esta nueva manera de crecer. El replicante es mitad humano-mitad máquina de la misma manera que los jóvenes no son niños pero tampoco son adultos y esto, que en el pasado era un tránsito rápido, era un sarampión, hoy parece que es un virus que se ha convertido en algo crónico. La única manera que tienen los jóvenes de superar esta situación es la que han tenido siempre las subculturas: convertir el estigma en emblema. Convertir algo que es negativo y paralizante en algo que puede ser un juego, que puede ser algo con lo que aprender. Mientras no nos dejen ser adultos, hagamos cosas: juguemos, viajemos, protestemos y dediquemos nuestro tiempo a este mundo digital que de entrada parece un juego pero que quizá en el futuro acabe siendo productivo. De hecho, en los inicios de la salida de la crisis estamos viendo muchas iniciativas, sobre todo juveniles, no tanto de nuevo empresariado sino de reestructuración del espacio y el tiempo y de la condición social muy innovadoras.

¿Qué herramientas necesitamos para esta nueva transformación?
Creo que claramente tiene que haber un contrato social. De entrada por una cuestión de supervivencia de la seguridad social. [Este contrato] no puede producirse como una imposición de los poderosos –los adultos– sobre los que no lo son –los jubilados y jóvenes– si no que tiene que haber un tipo de acuerdo en el que todos salgamos beneficiados. En segundo lugar tiene que haber un cambio cultural en la percepción de que el ciclo vital de las personas ya no es lineal sino que es en bucle y en espiral. Hasta ahora esto se ha visto solo como algo negativo: precariedad, ines­tabilidad, tiempo parcial... pero puede verse también como un recurso que hace más flexibles los espacios y los tiempos de la vida cotidiana. Por ejemplo, debe haber una transformación de los horarios. Debe irse a un tipo de actividad por tarea, por producción, que nos permita trabajar menos horas. Los jóvenes son los que están innovando en ese sentido. También la jerarquía laboral debe reconstruirse en base a relaciones más horizontales o relaciones en red. La red no es amorfa pero tampoco es una pirámide. La sociedad digital no puede funcionar como una sociedad jerárquica. Si funciona así está condenada al fracaso.

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